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octubre, 1976:

La capilla de Luís de Lucena

 

Uno de los monumentos capitales que en nuestra ciudad guarda la huella del pasado, y aún puede decir mucho a las gentes, y servirlas, es la capilla de Luís de Lucena, también llamada de los Urbinas, en la cuesta de San Miguel. Su estado de conservación, por el inexorable paso del tiempo sobre un edificio abandonado y sin uso, es más que deficiente. Está ahora en un momento crucial de su futuro, y, particularmente por lo que respecta a las pinturas de su techumbre, si no se recuperar y restauran ahora, se perderán para siempre. El organismo que acometa de una manera total y homogénea la restauración de esta capilla, habrá hecho un servicio impagable a Guadalajara y a su patrimonio cultural.

No quiero hoy volver a hablar de su aspecto exterior, todo realizado a base de ladrillos, en un estilo mudéjar sorprendente y originalísimo, a pesar de haber sido construida en el siglo XVI. Quiero ahora tocar simplemente el tenía de las pinturas que aparecen en la techumbre de su interior, y que siempre fueron con razón alabadas, pero sin comprender su significado, ni siquiera conocer muy bien lo que allí se representa.

El autor, y diseñador de todo este conjunto fue un alcarreño del siglo XVI, Luís de Lucena, eclesiástico y médico. Hizo de cura de Torrejón y estudió Medicina en Montpellier. Llegó a ser médico del Papa. De familia de conversos, profesa una fe particular, erasmista como todos los intelectuales de su tiempo, y al fin se ve precisado a huir a Italia, lejos de preguntas e inquisiciones sobre el sentido de su fe. Aquí, en Guadalajara, en su patria, nos dejó este recuerdo en ladrillo tallado, y en esas pinturas aéreas, polícromas, un largo párrafo de sus creencias religiosas, de un cristianismo en el que el neoplatonismo y el erasmismo tienen la fuerza de los ingredientes máximos.

Recientemente, en el número 2 de la revista «Wad‑al‑hayara» que edita la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», he publicado el estudio iconográfico de las pinturas de esta capilla, con abundancia de f0tografías y gráficos. Para quien de veras esté interesado en el tenía, será lo mejor la constancia, breve y escueta, pero más sonora, de lo que en el interior de esa misteriosa y triste capilla hay.

El eje de la techumbre lo constituye una serie de plafones o rectangulares pinturas, en las que aparecen, más o menos conservadas, pinturas representando escenas del Antiguo Testamento: La caída del Maná; la entrega a Moisés de las Tablas de la Ley; Aarón y Jur adorando el becerro de oro; Moisés bajando del Sinaí; batallas en el camino de la Tierra Prometida; Moisés contempla la Tierra prometida; vuelta de los emisarios que Moisés envió a la tierra prometida. Y en la techumbre que culmina el crucero de la capilla, otras escenas relacionadas con Salomón: Sadoc le unge rey de Israel; Adonías le reconoce como tal; la reina de Saba le visita, y el juicio que Salomón celebró para entregar un niño a su verdadera madre. En el centro donde confluyen unas y otras escenas, aparece el I H S o anagrama de Cristo.

Hemos interpretado las pinturas de los techos como «caminos en el cielo», y en este caso se trata de una vía hacia Cristo, por medio de esas dos figuras vétero-­testamentarias, antecedentes cristológicos, que son Moisés y Salomón. Quizás un ideal de Luís de Lucena: el viaje hacia Cristo, a esa «tierra prometida» y «reino de Dios» que es la salvación del alma.

Pero aún es más curioso lo que aparece en pinturas de los lados y en las ménsulas y lunetos de estas bóvedas. Escoltando los grandes paneles ya descritos vemos las siguientes figuras: las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, magníficamente pintadas a todo color, y aún muy bien conservadas, cada una con los típicos atributos que les dio la simbología medieval y renacentista. Siguen otras cuatro representaciones de profetas, entre los que se distingue a David, con un fragmento de su Salmo 16. Luego aparecen las doce Sibilas, sin faltar ninguna de las que la tradición guardó siempre, y exaltó desde la época del neoplatonismo florentino, como auténticas profetisas de Cristo, desde su postura del mundo pagano. La filosofía de Marsilio Ficino, luego tan seguida y elaborada, hacía a todos los sabios y figuras de la antigüedad clásica como seres merecedores de salvación como cualquier fervoroso cristiano, intentando reconciliar todas las corrientes religiosas en una gran religión universal y única. El erasmismo adoptó en parte estos pensamientos, y así es dable ver en el Renacimiento europeo, y menos en el español, dar a las Sibilas el empleo de vaticinar la venida de Cristo. Así es como se representan en esta capilla de nuestra ciudad: cada Sibila tiene un cartel en la mano en que aparece su nombre y una frase breve, en latín, que profetiza alguna parte o sentido de la vida de Cristo.

Finalmente, aparecen también pintadas en este techo las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, a las que se añade la penitencia.

Todo ello viene a completar el sentido que ya anticipábamos para las pinturas centrales. El camino hacia Cristo debe ser ayudado con algo: las virtudes, de un tipo y otro, ayudan en ese camino. Y las profecías, que proceden del lado ortodoxo y del heterodoxo de la Iglesia oficial (profetas y sibilas) se conjuntan para anunciar alborozadamente la llegada de Jesucristo. Este sentido mesiánico lo tiene la capilla entera, pues aún en las viejas puertas de madera que dan acceso a la capilla, pueden leerse, ya borrosas, frases en latín de tono religioso, al igual que también se leen talladas en algunas piedras del exterior de la capilla.

Es curioso reseñar, incluso, el escudo de Luís de Lucena que luce sobre la puerta de entrada al pequeño templo. Una frase latina indescifrable, y una cruz sobre un calvero. Pero una cruz de la que aún no está hecho el estudio iconológico profundo: es esa cruz que vemos mucho en las procesiones de los pueblos; en pinturas también, de esta misma época: son dos troncos de árboles en los que aún asoman los inicios de sus ramas, ya cortadas. Señal de autenticidad, quizás. De ser una cruz de sacrificio divino, de redención. Muy posiblemente el «árbol del Bien y el Mal» que ha sido empleado por Dios para que en él cumpla su Hijo su tarea de Redención.

Pero toda esta teoría interpretativa de la techumbre pintada de la capilla de Luís de Lucena, no es tampoco segura. Pudiera tratarse de algo muy distinto. Veamos: el famoso médico y humanista, dejó planeado en su testamento que la parte alta de la capilla, su segundo piso (que hoy todavía existe) se dedicara a biblioteca pública, señalando con gran precisión los libros de un tema y otro que deberían ponerse en dicha librería. Quería, en suma, distribuir cultura, irradiar la ciencia que él había conseguido a todos sus paisanos. Es el primer ejemplo de biblioteca pública que hay en España.

Entonces, pensamos, que quizás el conjunto de pinturas de la capilla pueda ser una representación emblemática y articulada, programada, de la ciencia; Moisés en primer término, con referencias a las revelaciones divinas (los alquimistas tuvieron a Moisés como uno de sus patrones), seguido de Salomón, tenido en la Antigüedad y el Renacimiento como cumbre de la sabiduría. Luego las Sibilas y los Profetas, con sus revelaciones, predicciones, conocimientos misteriosos… pudiera ser, en efecto, un programa relativo a la ciencia, aunque es verdad que centrado cristológicamente.

No es necesario pormenorizar más en este tema. Quede clara una cosa: que las pinturas de la capilla de Luís de Lucena, para las que aún no hay asignado un pintor concreto (aunque es muy verosímil que lo fuera Rómulo Cincinato) son de un gran valor e interés en el contexto de la pintura renacentista, y su valor cultural, como el de la capilla toda, también lo es muy grande. Guadalajara deberá ver recuperada y restaurada esta joya artística, y empleada en un fin comunitario y verdaderamente útil. Debe, en fin, ser salvada.

El alumbrado Ruiz Alcaraz

 

En estos últimos años, en que la Iglesia católica ha demostrado .ser perfectamente consciente de, la necesidad de una evolución, que pusiera su normativa externa y su ritual a tono con la época, salvaguardando las esencias y verdades dogmáticas que dan su razón de ser a su edificio todo, ha cobrado actualidad el viejo tema del erasmismo, los alumbrados y los fallidos intentos de auténtica y honrada renovación que surgieron en el seno de esa misma Iglesia católica en los últimos años del siglo XV y primeros del XVI.

En aquella época, el abuso evidente de las jerarquías eclesiásticas, su corrupción y descrédito .ante el pueblo, aún siendo cosa tocante tan sólo a lo externo v aparente del paso por el mundo de unos seres vestidos de púrpura o con ciertos títulos dignatarios, despertó una conciencia de renovación y purificación tan plena, que hizo brotar no sólo el proceso depurador de Erasmo, y el espíritu de los humanistas italianos, rondando el panteísmo y elevando a la categoría cristiana toda criatura noble, según el neoplatonismo de Ficino, sino que fue causa de la reforma de Lutero. España, ya que es país hondamente cristiano, recibió toda innovación con gran atención, y el movimiento caló tan hondo, que puede decirse que a comienzos del siglo XVI, especialmente en el europeísta reinado de Carlos I, todos los intelectuales hispanos estaban acordes con las nuevas tendencias de renovación religiosa, muy especialmente con el erasmismo, que gentes como Vives y Valdés, llegaron a revestirlo de un tinte netamente español.

En esta común aspiración de espiritualidad y limpieza, de honradez y búsqueda de la verdad, surgieron movimientos acompañantes al erasmismo, uno de los cuales, el iluminismo, o secta de los alumbrados, tuvo una especial resonancia nacional, con amplias raíces en la tierra de Guadalajara.

La beligerancia que la Iglesia oficial y el Estado concedió en principio a estos movimientos, y que tan alto caudal de figuras de la intelectualidad produjo, se tornó en hostilidad abierta a partir de la segunda decena del siglo XVI, desbordando la Inquisición en persecuciones cada vez más duras, que acabaron con cercenar o expulsar al extranjero todo movimiento que se desviara lo más mínimo de la pura ortodoxia. Es curioso que este espíritu inquisitorial se ha mantenido hasta hace muy pocos años, siempre que se trataba de los erasmistas españoles, de los Valdés, de los alumbradores, etc., No hay más que atender a las invectivas durísimas que don Marcelino Menéndez Pelayo lanzó, a fines del siglo pasado, contra estos «heterodoxos». Las páginas vertidas en desprestigio y mofa de estos pensadores por muchos eruditos de nuestro siglo. Basta ir a las páginas que nuestro cronista provincial, don Manuel Serrano y Sanz, escribió sobre el proceso de Pedro Ruiz de Alcaraz, al que en algunos momentos parece quererle callar la boca y hundir su pensamiento, cuando el iluminado alcarreño llevaba ya tres siglos y medio bajo tierra. El caso más claro lo tenemos en la prohibición en España del libro de Marcel Bataillón «Erasmo y España», hasta hace poco tiempo, y la dificultad casi insalvable de adquirir o consultar la edición castellana hecha en Méjico. El Santo Oficio de la Inquisición ha pervivido, por desgracia, muchos más años de lo que su disolución en 1834 hubiera hecho prever. Obra extraordinaria ha sido la de Antonio Márquez, quien en su reciente libro sobre «Los alumbrados» ha expuesto objetiva y exhaustivamente el problema.

Guadalajara, como digo, fue lugar de densa concentración de iluminados. La corte de intelectuales protegida por los Mendoza en su palacio del Infantado, y en otros palacios de la ciudad, fue semillero de inquietudes, y, luego se habría de ver, de ardientes propagadores de la secta. También a otros lugares de la región se extendió, muy en particular a Cifuentes y Pastrana. El convento de la Salceda, entre. Peñalver y Tendilla, dio también figuras entre sus frailes franciscanos.

Quizás uno de los más destacados entre ellos fue Pedro Ruiz de Alcaraz, nacido en Guadalajara en 1480. Descendiente de judíos conversos, su padre, que era panadero, no pudo darle estudios. La inteligencia despierta y el interés vivísimo del chico, le destacó pronto como intelectual conocido en toda Castilla, siendo fama que, conocía de memoria la Biblia entera y a sus más destacados comentaristas y escritores místicos. Fue llamado por don Diego López Pacheco, segundo marqués de Villena, a su castillo de Escalona, donde bajo la dirección de los frailes Francisco de Ocaña y Juan de Olmillos, se congregó un nutrido grupo de iluminados.

Larga sería la narración de la peripecia humana, vital e intelectual, de Ruiz de Alcaraz. Su historia es la del movimiento de alumbrados, pues con él nace y muere. Francisca Hernández, en Valladolid, fue la otra figura señera de la secta. En Guadalajara había muchos hombres, mujeres, niños, frailes y monjas adscritos a esta forma de interpretar el cristianismo. En el proceso que la Inquisición formó a Ruiz de Alcaraz en 1524, salen a relucir, en la ciudad del Henares, personas como Campuzano el mozo, secretario del duque del Infantado; Espinosa, empleado de palacio también; Bivar, su capellán; Vega, despensero del Conde de Saldaña, y Leonor de Quirós. En Pastrana se destacaron Gaspar de Bedoya, sacerdote; Francisco Jiménez y su mujer, María de Cazalla, en nuestra ciudad, fue también muy destacada.

Ruiz de Alcaraz fue procesado por el Santo Oficio. Durante varios años se le permitió propagar sus teorías, hablar a unos y otros, convencer a algunos, y practicar sus «dexamientos» o entregas totales de la voluntad de Dios. Tras cinco años de prisión y tormentos, fue condenado en 1529 a cadena perpetúa y otras penas contra su honor, salvando el pellejo de milagro, pues varios miembros del Tribunal se declararon favorables a mandarle a la hoguera. No le fue mal, en última instancia, pues diez años después, en 1539, se le dejó libre de presidio, aunque quedó obligado a residir en Toledo, rezar los viernes los Siete Salmos penitenciales públicamente, ayunar un día en semana, y otras penitencias varias. Su influencia resultó ser muy importante pues en él bebió lo primero de sus teorías Juan de Valdés el gran heterodoxo español.

Jadraque, lección permanente

 

En la noria incansable de los años, llega nuevamente la hora en que nuestra Excma. Diputación Provincial declarará su postura de servicio y búsqueda en todos los caminos de Guadalajara, entregando un nuevo «Día de la Provincia» en el que se trata de fundir la actuación dé esta Corporación de provinciales alientos, con el ritmo palpitante, sano y auténtico de uno de sus pueblos. La fiesta de la Diputación, la fiesta que ésta ofrece a la provincia, será mañana en la villa de Jadraque proclamada y gozada por cuantos crean y quieran creer en nuestro, rumbo y nuestro futuro. Vanse a fundir las galanuras literarias de la dicción mantenedora del profesor Criado de Val, con las palabras en que el Ilmo. señor don Francisco López de Lucas hará resumen de las actividades, densas y fructíferas de la Diputación a lo largo de este último año. Vendrán al público conocimiento ganadores de premios de exaltación provincial, con la entrega de medallas y distinciones a hijos ilustres de la tierra. Se nos dará, y se le dará al pueblo de Jadraque, un espectáculo de categoría artística junto a la entrega que la Institución de Cultura «Marqués de Santillana» brindará la saleta de Jovellanos recién restaurada.

Todo ello en los jardines, en ‑las plazas y calles de Jadraque‑ de A la sombra de su antiquísimo  castillo, ante las puertas de sus iglesias, en las sombras frescas de sus caserones linajudos. La razón es bien sencilla: Jadraque se ha hecho acreedor, por su trabajo constante y su afición de supervivencia, a esta mirada que la provincia entera pone en su caserío. Por su historia plena de sentido, y su presente infatigable.

Centro de una amplia comarca en la Edad Media, enseñoreada de villas y aldeas en las estribaciones sureñas de la sierra del Ocejón, gozó de la predilección de sus señores, los archiconocidos Mendozas, hasta el punto que uno de sus más ilustres miembros, el gran Cardenal Mendoza, decidió construir en lo alto de su cerro cónico, que ya entonces contaba en el parecido de todos una fama bien merecida, un castillo que hasta hoy perdura. Castillo que, siguiendo la forma alargada de la montaña, cobra en todos los momentos del día un aspecto sorprendente y casi fantasmal, llevando en su recuerdo las resonancias claras de largos siglos de intrigas, de guerras y desolaciones. Como «castillo del Cid» es conocido, porque el Cardenal Mendoza se lo donó a su hijo, primer marqués de Cenete, en la ocasión de sus bodas, al tiempo que los Reyes Católicos le concedían el título de Conde del Cid.

Allá, en lo alto, según dicen quienes todo lo saben, pasó sus momentos de amor el conde, hinchando las leyendas y dando brillos nuevos a las pálidas piedras del castillo.

En el hondón del pueblo, apiñado el caserío y los tejados resplandecientes en las amanecidas, los siglos densos han derramado historias: quizás sea la más conocida la de la estancia, en 1808, de don Gaspar Melchor de Jovellanos, el gran político e intelectual asturiano, que fue a descansar una temporada en el palacio de su buen amigo don Juan Arias de Saavedra, y allí entretuvo sus horas pintando las paredes de una reducida «saleta» que ahora ha visto rediviva su primitiva prestancia. Junto a ellos pasó Goya algún tiempo, pintando sus retratos y estudiando las numerosas obras de arte, especialmente la gran colección de zurbaranes, que don Juan había reunido en su casona jadraqueña.

De unas y otras historia aún quedan retazos por el pueblo. Del convento de los capuchinos, todavía el gran escudo patronímico, ‑los Mendoza en todos los cuarteles‑ sombrea al muro principal y algunos capiteles muestran el aliento renaciente de la fundación. Del Hospital de San Juan de Dios perdura el recuerdo, y así de otros palacios ‑aquél en que doña Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, se alojó una noche‑ y casonas, la envergadura de sus nostalgias es mayor, con mucho, de lo que en la actualidad ofrecen. Las fuentes también, que dan rumor y humor al pueblo, deben ser conocidas y apreciadas: la de los Cuatro Caños, en la plaza del Ayuntamiento, con el pilón de rueda de carro y la gran bola rematante; la del Piojo y la de la Tinaja, ambas en la cuesta del castillo; la del Cañejo, ante la iglesia, y la del Peaje, con sabor a andanzas castellanas.

Y el arte, al fin, que aquí también tiene sede y atril de nota: ermitas de gran aparato pétreo, ‑no es la menor la de la Virgen de Castejón, vigilante hoy de «los Cuatro Caminos»‑ y la iglesia parroquial, donde el arte manierista de nuestro siglo XVII cuajó en la curiosa portada trazada por Pedro de Villa. Su interior, recio y frío se llena con algunas notas de elevado interés, llevando la palma, sin lugar a dudas, ese «Cristo recogiendo sus vestiduras» que pintó Zurbarán en 1661, en uno de sus claroscuros más sorprendentes y patéticos. Pieza digna de figurar en la mejor pinacoteca del mundo, y  que expresa las cotas altísimas de la pintura hispana en el Siglo de Oro, inalcanzadas hasta ahora. Un Cristo en talla de Pedro de Mena, y algunas estatuas yacentes y escudos nobiliarios completan el repertorio de arte mueble de esta iglesia jadraqueña, en la que da su presencia y su presidencia dorada el gran retablo barroco.

Estas notas, trazadas con la urgencia de un anuncio, pues tratan de convocar mañana en Jadraque a cuantos hacen de la provincia de Guadalajara uno más entre sus seres queridos, quieren ser sólo la pauta, el guión, la palabra primera de un recorrido largo y denso, pleno en satisfacciones y sorpresas. Pues Jadraque es hondón y es alta peña a un mismo tiempo, no cabe duda que tiene posibilidades de guardar un interés muy grande para todos. Lo ha hecho en el pasado, y lo hará en adelante, en permanente lección de vida.