Teoría de Palazuelos

sábado, 20 diciembre 1975 0 Por Herrera Casado

 

Tiene esta tierra de Sigüenza un especial empeño, humilde con categoría de señorío, en ocultar a la vista de los demás aquello que mejor le caracteriza. Pasando rápido por los campos y las sierras, por los pueblos y las aldeas que la constituyen, se queda a veces el viajero sin poder saborear algunas magníficas ocasiones de belleza y sorpresa histórica. Palazuelos es un ejemplo de ello. Se va deprisa por la carretera, se otea en la lejanía su silueta, parda y arrebujada sobre la paramera. Y se ignora lo que este enclave contiene de curioso. Tanto que se pierde uno la institución de urbe medieval más pura de toda la provincia. Palazuelos es la bien murada la única villa que se contiene totalmente encerrada por una alta y fuerte muralla que sus dueños y señores, los Mendoza, la colocaron en torno para que su defensa y su personalidad fuesen probadas.

Por tres puertas solamente se accede al interior del pueblo. Tres puertas de auténtica raigambre medieval, en las que acceso Y salida tienen distinta orientación, obligando a quien las atraviesa a realizar su camino en línea quebrada, con lo cual, y gracias a este sistema, la defensa era más perfecta. En una de ellas, la que mira al sur, a la ciudad seguntina, aún se ven los escudos de los señores. Arcos adovelados, torreones esquineros, algún resto de almenas, y piedra, siempre piedra del color más añejo. Entre una y otra se han hecho luego algún otro pasadizo. Pero en general es completo su recinto, y la alta razón de su defensa es la que priva en el aspecto medieval de Palazuelos.

Fuera del pueblo, al norte, está el castillo. De la misma época que el resto del sistema. El acceso lo tiene desde dentro, y aún quedan sus muros desgastados y arpados, la soñolienta zozobra de su ruina cabalgando sobre los inestables pedruscos. Barbacana exterior y un recinto interno, con restos de torre del homenaje, que de todos modos no era muy alta, es cuanto subsiste. Su silueta cortante lanza líneas de pardirrojo y negro tornasol a la distancia. Desde el siglo XV en que todo el conjunto fue erigido, los nombres de sus dueños andan rodando por los cercanos campos y las callejas. De don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana y figura de las más altas en el movimiento humanista castellano, debe quedar el nombre grabado sobre los desdibujados límites del pueblo. El fue quien inició todo este complejo defensivo, y a su hijo don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla, se lo dejó en herencia. Luego pasó a la casa ducal de Pastrana, y tras guerras y otros aconteceres desatinados, ha ido a parar recientemente, castillo y muralla, a manos civiles y particulares, en ese gran saldo de nuestro pasado que son las subastas castilleras.

Dentro de la villa, por las empinadas callejas, ante la fuente grande, en la plaza ancha y maternal, se siente el viajero un poco más viejo, más sabio y más reconfortado. Huele a leña quemada, se oye la voz, lejana, de un pastor que arrea su rebaño. El pueblo ha sido un ejemplar perfecto de arquitectura tradicional. Con sus casas de sillarejo de arenisca, sus quicios y puertas de madera; luego más tarde revocado y esgrafiado con donaire de aldea. Poco a poco también se transformaron  casas, calles y rumbos, y todo va tomando un insípido aire moderno.

Pero aún puede el viajero curioso apuntar en su libreta algunas cosillas que le dan pie para, en gavilla estrecha, poner su teoría de Palazuelos. Por el suelo de la plaza rueda hecha trozos la antigua picota. Símbolo de villazgo e independencia en viejos tiempos, algunos domingos se reúnen los hombres buenos de la tierra y piensan que sería buena cosa levantarla de nuevo. Pero nunca encuentran un rato para hacerlo. Se va fijando el visitante en las casas más antañonas. Tienen, en general, buenos hierros antiguos. Hay una con un llamador en forma de pata de caballo, y otra que tiene un corazón de forja por cerradura. En las fachadas se ven esgrafiados sobre el yeso pardo algunas cruces, estrellas y otros dibujos de los que traen buena suerte. En la calle mayor hay varias casas con estos detalles. En una se lee: «año de 1860» y lleva un gran dibujo a base de estrellas de compás, trazadas en circunferencias trabadas, de gran curiosidad. Y otra en la que entre un trenzado se lee: «año, de 1878» y luego el nombre del dueño o constructor «Bernabé Cories». Más arriba en la misma calle, una multitud de culebrillas, gallos, urracas y hasta corazones se pintan y la dan vida.

Cuando se llega a la iglesia de San Juan, se lleva uno la sorpresa de ver, como entrada a tanta mole inexpresiva, una puertecilla románica de escueto aire medieval. La espadaña triangular resulta ser también del lejano siglo XIII, y de ella colgando un par de sonoras campanas que llevan talladas en sus melenas nuevos adornos populares. Dentro se ve un gran retablo, en el que, por muy oscura que esté la tarde, aún se adivina un buen óleo, con Santa Águeda en él retratada.

Dentro de la sacristía hay una gran cruz de plata dorada, moderna, pero que pesa un rato. Por un lado, se ve a San Juan Bautista en metálico relieve, y por el otro a Cristo crucificado. Símbolos diversos a los extremos, que todo lo lleva con entusiasmo el sacristán en las procesiones. Ahora ya no tantas, pero antiguamente se hacían en Palazuelos muchas procesiones y ritos comunitarios. Hay todavía tres cofradías religiosas: la del Señor, de la que forman parte los hombres ca­sados, celebrando su día y eligiendo priostes el domingo después de la Octava del Corpus; la de la Vera‑Cruz, formada por los matrimonios del pueblo, y que tiene fiesta y elecciones el 3 de mayo; y la del Santísimo Rosario que para octubre también celebran. Antiguamente había muchas más. Lo que no se ha perdido es la leyenda del «Niño in Crucis», materializada en uno de los altares de la parroquia, por un Niño Jesús barroco, en cuyo sagrario hay una pequeña cruz que según tradición contiene una pequeña astilla del árbol en que fue atormentado Jesucristo. Sólo lo pueden tocar los niños y el cura. Cuando en verano se acerca al pueblo alguna nube, de esas negras y poco amistosas que acostumbran a traer el temido pedrisco, toma un niño en sus manos la reliquia, y se llega con ella hasta la puerta del templo, donde espera un rato mientras las mujeres rezan. Milagrosamente, la nube se rompe y el término se ve libre del mal meteorológico. «Es remedio que no falla» le dicen algunos vecinos al viajero.

De fiestas, de romerías, de bailes y leyendas son ricos en Palazuelos. Son «los ancianos del lugar» los que con la alegría en el rostro cuentan y no acaban de su folklore tan rico. Hoy apenas quedan restos de tanta alegría colectiva. La televisión y el fútbol van minando poco a poco la fuerza telúrica de las relaciones sociales de nuestros antiguos pueblos. Pero aún queda, cuando menos, el recuerdo de todo ello. Por si un día la villa echa marcha atrás y se queda con estas alegres tan majetas fiestas. Para la Pascua es fama que los de Palazuelos quemaban en la plaza mayor al Judas, hecho de paja y caña dura, colgado al aire marceño, en el momento de que por el plazal atravesaba la «procesión del encuentro» en el domingo de Resurrección. En aquellos días de la Semana Santa se quedaba cuajado el aire y encogido el corazón con el sonar de las caracolas marinas con que los hombres del pueblo, que previamente se habían subastado este oficio, llamaban a todos a las funciones religiosas. A varios santos celebraban también en la villa murada: para San Juan de junio se hacia la fiesta grande, pues es el patrón, y para San Roque ya en pleno verano, se quemaban en la Plaza un buen montón de botos y botillos, haciendo gran luminaria, y danzando todos alrededor. En San Marcos se hacía la bendición de los campos y en febrero, con los fríos de San Blas, se hacía la bendición de los panes en la iglesia, llevando cada familia un pan para ser bendecido. El Carnaval tuvo también, hace ya muchos años su buen momento. Salían las gentes a la calle, alegres, sonando cencerros, las caras cubiertas con máscaras, asustando a la chiquillería. Los Mayos tuvieron también, como en gran parte de la provincia y del país todo, densa alegría concentrada entre sus fechas. El último día de abril hacían los mozos sus típicas rondas, cantando con aire de jota sus coplas y «mayos». En el centro del pueblo se alzaba el altísimo chopo coronado de colores y regalos. Y se fraguaban noviazgos y bodas. Al fin del año, todavía quedaban ganas para el festival y el buen humor. Para la Virgen del Rosario, a principios de octubre, era famosa la graciosa fiesta y la «humorística» subasta de manzanas y peras. Migas y somarros entraban, con buen vino acompañados, al estómago cuando la matanza. Y, al fin del año, la Navidad, con villancicos muy peculiares y propios de Palazuelos.

Frente a la iglesia queda una vieja casona con un escudo encima. Son varios los escudos que aún quedan en casonas del pueblo, pero éste reúne algunas características peculiares. Lleva tallado el jarrón de azucenas propio del Cabildo seguntino, y bajo él un par de llaves, símbolo de curato. Unas letras de ignoto significado le rodean. Son las que explican que esa es la casa del siervo de Dios que cumple el oficio de cura del pueblo. Y aún otros detalles, simples y sencillos como éstos que he encontrado, puede disfrutar el viajero en su, repaso a Palazuelos. En un corpachón pétreo y hondamente medieval, se esconde la vida cordial y sencilla de unas gentes de la tierra seguntina. Es un momento inolvidable el que transcurre entre ellas, entre sus viejas casas, entre sus simpáticas charlas. Con el repique de los siglos al fondo cada rincón y cada sonrisa.