La casa de piedra

sábado, 6 diciembre 1975 0 Por Herrera Casado

La Casa de Piedra que construyó Lino Bueno en Alcolea del Pinar

 A veces, queda el caminante sorprendido por lo que la mano popular ha hecho y escrito en el ancho paginar del arte y la historia. Como si el espíritu llano y simple de las gentes que tuvieron el campo por cuna y mortaja se revelaran contra las normas establecidas, contra los estilos en boga, y arrebataran en su llama pura toda la luz de la genialidad y el tesón de las figuras mitológicas. As í al leer los versos de los pastores, las músicas de quincalleros y las tallas de labriegos que en noches de invierno le hacen trabajar, honda y sencillamente, a su corazón y a su cerebro. Con esa llama y ese tesón, que a una ópera de Wagner o a un trabajo de Hércules podría echarles un pulso, un hombre de nuestra tierra se hizo una casa. La necesidad de su familia le punzó las manos, y el rizo ilustre de sus dotes le animó a conseguir un buen ejemplo, una muestra universal de los que aún no sabemos si clasificar de arte, de sinfonía o de locura. De una consecución sublime sí, y era todo caso de un ejemplo digno y perdurable de lo que alcanza la fe y el trabajo del hombre.

En Alcolea del Pinar, a pocos kilómetros de Sigüenza, y en plena carretera general de Zaragoza, un hombre llamado Lino Bueno construyó su vivienda, en el seno de una roca, trabajando cada día durante más de veinte años, Hoy continúa habitada por sus hijas, la más joven de las cuales, María, nos ha recibido a la puerta, y nos ha atendido amablemente, dispuesta a recordar, una vez más, la historia de la casa, de su padre, de sus premios y sus victorias. La historia mil veces repetida de la “Casa de Piedra”, que en los labios de esta mujer adquiere una dimensión de patetismo, de humanidad sin límites.

Casó Lino Bueno Utrilla con Cándida Archilla Martínez, y trajeron al mundo nada menos que quince hijos. Algunos morían según nacían; otros, aguantando fiebres, colitis y picaduras, dejaban el mundo a los pocos años. Aún al mayor de todos,  le persiguió la desgracia y fue a morir cayéndose de un caballo, cuando hacía la “mili” para el rey. De todillos ellos quedaron, y aún se mantienen tan derechos y sonrientes, Patricia, Ángel y María, que venera en este mundo la memoria de su padre.

La casa, por fuera, es un solemne pedrusco gris; una magnífica mole oscura que parece puesta allí para intentar, si no estuviera allí emprendida, la tarea de ahuecarla. Aunque no son todavía muchos los años que lleva hecha, ya tiene la «Casa de Piedra» un aire inconfundible y una silueta, entre luces y sombras, de eternidad y consustancialidad con el paisaje. La mujer, al explicar las cosas que le pasaron a Lino, al decirnos de la historia pasada, de las gentes que la han visitado, de los problemas que aún hoy le dan latido, se pasa de una cosa a otra y va dando un pulso entero, amplio y poderoso a la roqueda. Cada habitación, cada suelo y cada hueco tienen, su esfuerzo y su leyenda. Ella ha conseguido dar a la piedra tono de casa pueblerina y sabrosa: pintando la puerta metálica de un granate oscuro; poniendo unas, flores a la entrada, dejando la cama metálica y solemne del dormitorio de arriba; colgando de las paredes las más peregrinas escenas y retratos; allí, junto a la entrada, están en sus marcos colocados el rey Alfonso XIII, Lino Bueno y su mujer, sentados delante de la casa, el príncipe Juan Carlos, su mujer y sus hijos, el cronista Layna Serrano y el obispo Castán Lacoma, una señora robusta de las del Calendario de la «Unión de Explosivos» y alguna escena pía de aparición virginal. Ahora, modernamente, y regalada por su autor el joven escultor Antonio García Perdices, han puesto en esta primera estancia una gran estatua del paciente constructor, toda de hierro forjado, como dando con su color negro y su materia poderosa un nuevo sesgo de poderío y grandeza a la figura gruesa, bonachona y ya casi mítica de Lino Bueno. Cuelga del pecho la Medalla al Mérito en el Trabajo, que en su categoría de bronce le concedió el ministro del ramo, don Eduardo Aunós Pérez el 17 de septiembre de 1929 según se explica en un pergamino que también sus hijas han añadido al folklorista y multicolor panel de la pared de entrada. Junto a la estatua de Lino se han puesto el pico y la pala, signos de su tenaz esfuerzo, y una leyenda que insiste en su nombre, en su obra, y los años entre los que cabalgó su vida: 1848-1935.

María, que no para de hablar, y mantiene una ilusión y un contento bien visible al tratar de la historia de su casa, nos relata paso a paso sus avatares. Era Lino un hombre pobre, trabajando en acequias, levantando muros y ocupándose en tareas de albañilería muy poco especializadas. La necesidad de dar cobijo, si no comida, a sus hijos, le debió azuzar a la peregrina idea: tallar por dentro una roca, ahuecarla toda, hasta que diese lugar a vivir en ella. Cálculos y materiales no iba a necesitar. Sólo un pico y un afán sin límites. Los tenía. Pues a la tarea. La roca se la regaló el Ayuntamiento, perplejo de conocer sus intenciones. Comenzó a tallar en 1907, por las tardes logrando primero una habitación, común a la cocina y dormitorio, a la que se entraba por la actual ventana inferior, que hacia 1915 cambió por la puerta principal, trasladándose a vivir en esa fecha. Ya en la casa nació María quien parece acordarse de tan fabuloso día, a tenor del entusiasmo con que lo cuenta. El Ayuntamiento de Alcolea, en su sesión del 1 de diciembre de 1920, decía (y copio textualmente de un documento que me enseña esta mujer), «haciendo cesión absoluta e indefinida del terreno de la llamada «Casa de Piedra», al dueño de la misma, Lino Bueno». Propietario de la peña y de lo qué él había transformado en casa, dándole ya desde entonces el nombre que hoy posee, siguió labrando con crecido ahínco. Lo peor fue cuando labró la chimenea. Le caía en los ojos el polvillo y las piedras, pues la talló de abajo arriba. Pero él estaba más ilusionado que nunca. Ver que aquello funcionaba, que su familia tenía casa y él no andaba escaso de fuerzas para seguir, le llevó a subir al segundo piso, labrando un amplio y luminoso dormitorio, con balcón y ventana. En 1928 lo dio todo por concluido, y ese mismo año el 5 de junio, llegaron hasta su puerta el rey Alfonso XIII y su mujer Victoria Eugenia. Les acompañaba el general Primo de Rivera, autoridades nacionales y provinciales, y tuvo todo, cuenta Maria, un aire de inolvidable sencillez y afectuosidad. Un niño de la escuela, «el Pedro, el del tío Cabrilla», leyó unas cuartillas que escribiera don Manuel Chillida, maestro del pueblo por entonces. El rey Alfonso preguntó a Lino que de qué vivía. Y como el otro le debió contestar que a veces del aire, otras de la lluvia, y siempre de picar su casa, le concedió el gran favor de hacerle peón caminero, para que en adelante ya no trabajara. La verdad es que ese día contaba Lino Bueno con 80 magníficos años sobre sus espaldas y debió sentir en su fuero interno que las maravillosas palabras y concesiones del rey le llegaban un poco tarde.

María, su hija, aún deja brillar su mirada al recordar la llegada de la Corte. Dos días después, el 7 de junio de 1920, llegaban los infantes don Juan, don Alfonso y don Jaime a ver la «casita». Un aire de acendrado monarquismo corre por toda la casa. La gracia divina de los reyes aún parece tener en algunas personas, su altar devoto.

Lino murió el 24 de junio de 1935. Le dieron tierra en Alcolea y allí siguen sus huesos. No vio el hombre como su obra iba a tener otro cometido, radicalmente distinto del que él pensara, a partir del año siguiente. La guerra trajo a Alcolea un buen trasiego de tropas y la convirtió en punto clave de ataques y vanguardias. En la casita se instaló la columna Sagardía. Metieron la luz y la convirtieron en polvorín y refugio de todo el pueblo, mientras sus dueños legítimos, los herederos de Lino Bueno, usaban otra casa cercana. Al fin pasó la pesadilla, y hoy luce su rango de obra curiosa, de obra, única y simpática. A ella se acercan, entre incrédulos y sorprendidos, los turistas. Y de vez en cuando cae por allí algún periodista, que le hinca el diente a la sobrehumana y desconocida construcción. King Kruger, por, ejemplo, del «The Stars and Stripes» de Los Ángeles, publicó sus impresiones hace un par de años, con buenas fotos y verídicos datos. Y al fin José María Iñigo, en su multitudinario programa televisivo, hizo famosa por unos instantes a la sorda Patricia, la hija mayor de Lino Bueno.

Se va el caminante, sorprendido y querenciado con la roca, hacia otras rutas. Queda allí, ya para siempre, su fe más alta en la fuerza y tesón de una raza que no ha existido sólo en los discursos y los altisonantes decires, sino en las manos y el aliento de hombres que, como Lino Bueno, han hecho a, España y entre sus páginas han quedado eternizados.