Viaje a Huertapelayo

sábado, 13 septiembre 1975 0 Por Herrera Casado

 

Hay lugares de nuestra provincia que a fuerza de oírlos nombrar, y aun a violencia de no ir nadie a ellos, adquieren resonancias casi míticas entre el común de las gentes. Podríamos poner, a título de ejemplo, tres nombres de estos pueblos que, chorreantes de belleza, de pulcritud, de riquísimas tradiciones y encantos de todo tipo, por sus malos accesos son conocidos de muy pocos; Valverde de los Arroyos, Peralejos de las Truchas y, en fin Huertapelayo. Caminos hasta hace muy poco de herradura, que algunos valientes, a costa de destrozar sus vehículos, han ido transformando en carreteras más o menos accesibles. El miedo a una avería, es lo que aún pensamos nosotros puede restar afluencia de visitantes a estos lugares que, sin duda, son de los más hermosos de España.

Hemos viajado recientemente a Huertapelayo, en las trochas y vericuetos del alto Tajo. Nuestros buenos amigos los Embid nos habían instado repetidas veces a ello, y al fin nos decidimos. Hasta Villanueva de Alcorón el viaje es fácil, aunque largo. Pocos kilómetros pasado este pueblo, y antes de llegar a Zaorejas, al final de una larga recta el indicador señala hacia Huertapelayo que está once kilómetros más adelante al fondo de un hondo barranco que se precipita en el Tajo. Allí nos espera la sorpresa. Porque llegar a un pueblo que oficialmente es despoblado, sin Ayuntamiento, párroco, médico, etc., y encontrárselo atestado de vehículos y de gentes que hablan y descansan por las calles, a la puerta de las casas o bajo la sombra patricia y densa del olmo de la plaza, es una verdadera, por agradable sorpresa.

Nos recibe allí nuestro amigo Félix Embid, con su mujer, sus hijos y su numerosa familia. Y a lo primero que nos abocan es a un refrigerio común que, con cervezas y salchichón, se celebra en la plaza del pueblo a la hora del aperitivo, en el que participan amigablemente todos los que en ese momento se encuentran allí, y son más de cincuenta personas. Luego nos explican que ello se hace con los fondos de la asociación que se ha formado entre los «vecinos y simpatizantes» del pueblo, que cada vez en mayor número, acuden a su «pelayo» lejano a pasar unos días en la casa que, aún sin hundir, han conseguido reparar y acondicionar para un corto y cordial «veraneo». Incluso para proteger y fomentar este retorno estival, la asociación ha decidido cambiar su fiesta patronal, dedicada a Santa María Magdalena, el tercer domingo de agosto, con objeto de reunirse todos en esa ocasión. Mal nos parece esta moda, que empieza a extenderse por varios pueblos de la provincia de cambiar sus ancestrales fiestas a de terminados domingos del mes de agosto, con objeto de reunir en ella la mayor cantidad de vecinos emigrados en periodo vacacional. Y ello porqué supone romper una tradición, que no es fruto de un azar, sino sedimento purísimo y secular de unos ritos, unas costumbres y modismos heredados del primitivo modo de vida y creencias de estos pueblos. El caso es, como mal menor, que se salve la fiesta aún a costa de es­ta «impureza calendaria»

Como digo, todo es alegría y amabilidad en Huertapelayo, que cobra una dimensión inusitada con la camaradería y buen humor reinante entre sus actuales vecinos. Hay pequeñas plazas que se usan, al atardecer, para amables reuniones de catadores de chuletas. Otros locales ­que se usan para, «por si acaso llueve», meterse a oír música. Carteles bien profusos piden limpieza a todos, respeto al pueblo, llamadas a la concordia. En el centro de la plaza del Ayuntamiento, en cuya rechoncha espadaña señorea un reloj, ya sin esfera, pero con la maquinaria hecha a golpe de yunque, de esos que se llevaban entre sus mecanismos largas horas de dedicado trabajo está el gran olmo. Que se hizo famoso en estas mismas páginas cuando a su sombra y en hondo «sillón frailuno», nuestro director Salvador Embid charlaba con todos, recogía tradiciones, y aconsejaba. De esas tradiciones, leyendas y dichos que los pelayos tienen siempre a flor de boca, y ahora sin pensarlo dos veces, nos cuentan de corrido: la larga aventura dé América de la mitad  de los vecinos, que allá fueron en busca de fortuna, por los años veinte; los tesoros de oro en monedas que tenía «la rica», la de la casa de la plaza, que compró el, pueblo de Buenafuente con dos mulas cargadas de oro y plata, y cuando la última guerra civil escondió entre el centeno y al fin los soldados se lo encontraron. «Hay quien dice que entre el arroyo y la casa, hay todavía escondida más de media fanega de oro… » La vena popular encuentra ocasiones en cualquier sitio para tramar fabulosas historias de tesoros escondidos.

El gran interés de Félix Embid era llevarme a ver la iglesia por dentro. Los pelayos son muy amantes, de su pasado, cuidadosos en la conversación de lo qué ha quedado tras los avatares diversos de la historia. El templo parroquial es grande y sencillo, con ese colosalismo simplón de los edificios religiosos levantados en el siglo XVII, con portada sencillísima sobre la que campea una cruz. En el interior, una sola nave de paredes blanqueadas, con el coro de madera a los pies, del que ya desapareció el órgano, y un gran retablo al fondo de la nave, que condensa en su arrebolada madera el afán de ensalzamiento religioso de los habitantes del pueblo. Este retablo de Huertapelayo, que adjunto publicamos su fotografía, está construido en el siglo XVIII, en un estilo barroco que raya ya en lo rococó, con volutas, columnas, frisos y soportes de acusada contorsión ornamental. Tonos verdes y dorados a la madera, y ya ninguna de las esculturas que le adornaron primitivamente. Falta en lo alto el Calvario, y otras estatuas, como la de Santa María Magdalena, que se han tenido que comprar nuevas. Ni ornamentos, ni joyas, ni siquiera archivo ha quedado. El conjunto, a pesar de su grandioso retablo huérfano ya de iconografía, es en general pobre, aunque rezumante de valor sentimental para sus hijos.

Luego vamos, andando las callejas del pueblo, hasta la casa que debió ser curato, en la que a n queda un gran arco semicircular de piedra, con el ingreso Adovelado, y una cruz tallada en lo alto, que caracteriza a la casa residencia del sacerdote en muchos lugares. Hoy es un resto medió escondido de la arquitectura popular del siglo XVI. Más modernas son el resto de las casas, algunas con acusados caracteres de tipismo constructivo.

Y luego el paisaje. Sobre el pueblo se yergue al NE., la gran peña que semeja león sentado, y al S., la «peña, de la cadena», en un equilibrio inestable. Diez minutos andando por una cuidada trocha nos costó bajar hasta el Tajo, que pasa al pie de un altísimo murallón rojo, remansado entre arboledas, escoltado siempre de pinos, y de murmullos. Nos cuesta, finalmente, alejarnos de este simpático, e interesante enclave serrano, dónde la vida ha obrado nuevas fuerzas y sus caminos y sus gentes esperan la llegada de nuevos simpatizantes, amigos que con ellos compartan, este lugar de excepción.