Los Judíos de Mondéjar

sábado, 16 agosto 1975 1 Por Herrera Casado

 

La localidad de Mondéjar, una de las más crecidas y prósperas de nuestra provincia, situada ya en los aledaños de la Mancha, se presenta ante el viajero que la, recorre bien trazada de limpias calles y abundan tosa en muestras del arte pasado que dejaron en prenda, de su grandeza los marqueses mondejanos, rama de las más ilustres dentro de la casa de Mendoza. Es de sobra conocida su gran iglesia parroquial, su convento de San Antonio, el palacio de los, marqueses, con restos de fachada al estilo de Machuca, y otros muchos edificios y casonas. Pero tenemos que salirnos del pueblo, tomar un bien asfaltado, camino, y subir hasta el otero que domina al pueblo por el norte, para llegar a la ermita de San Sebastián en la que nos espera una sorpresa de inédita dimensión y fuerte personalidad.

Sabemos fue mandada construir esta ermita por el primer, marqués de Mondéjar, don Iñigo López de Mendoza, a  principios del siglo XVI, y si en ella se hizo gala del arte renacentista que en Otros Jugares de la villa mandó poner, es cosa que, ignoramos, pues por lo menos hoy en día nada queda de ello. La construcción les muy sencilla, tanto al interior como al exterior, viéndose en esta una portada simple orientada al sur, y cobijada por un tejaroz metálico relativamente moderno. Es en su penumbra en la «cueva» o ábside que se coloca a la espalda del altar mayor de la ermita, entrando por un par de pequeñas puertas a ambos lados del mismo donde se encuentra todo el color el misterio y la riqueza místico-foIklórica de un pueblo. El conjunto, de «los judíos», como los mondejanos denominan a una larga serie de pasos y escenas de la Pasión de Cristo que allí tienen su cabida y su ventura, merece que se haga detenida visita de su aspecto actual y recordanza breve de su historia.

¿Desde cuándo están allí estas escenas? Por supuesto que las actuales, en su estado colorista y con olor a nuevo, aparecen desde hace dos años en que fueron restauradas, gracias al celo de la Cofradía del Santo Cristo de Mondéjar, y al donativo unánime y masivo de todos los mondejanos. Pero nos consta con toda seguridad que ya en el siglo XVI, cuando al final de dicha centuria el pueblo envió a Felipe II sus contestaciones a la Relación topográfica correspondiente, existían es tos pasos, diciendo de la ermita de San Sebastián que «ay en ella unas cuebas con passos, de la pasión mui contemplativos» Mas tarde, en 1719, fue rehecho todo el conjunto por un monje jerónimo de Lupiana, fray Francisco de San Pedro, a costa de don Alonso López Soldado, rico hacendado mondejano, y de su familia. Después, en la pasada guerra de Liberación, fueron casi totalmente destruidas, y por fin, afortunadamente, restauradas.

La serie de «cuevas» o compartimentos ­en que se hallan estos pasos, se disponen a lo largo de un recorrido circular, por los cuatro muros del ábside de la ermita. Revestidas sus paredes y techos con piedras de la zona, más de un centenar de figuras las conforman y dan vida. Estas figuras son del tamaño algo mayor que el real declaradamente mal proporcionadas, de gestos y actitudes grotescas en muchos casos, de rostros poco afortunados… pero sin embargo, cargadas de patetismo y una fuerza sentimental que les confiere muchos quilates en la apreciación popular. No podemos situamos ante ellas con el propósito crítico del arte. Ni siquiera con el del aspecto del testimonio de una época remota. Ha ido cuajando una tradición en lo que hoy, es moderno, y a la vez popular enfoque de una, antigua, cuestión Los «judíos» de Mondéjar atraen, a toda clase de gentes de la legión, y aún de más lejos, y, por supuesto, a los propios mondejanos que se sienten orgullosos de este conjunto. Las figuras, las escenas, en su hondo patetismo, iluminadas tenuemente, cumplen su misión de incitar al asombro y en más de un caso, levantar sentimiento de piedad. Desde la «oración en el huerto» o la « Santa Cena», de limpido aire pastor» o doméstico, hasta ese «enterramiento de Cristo», en el que tres oscuras y tenebrosas mujeres, que parecen reales, al fondo de una «cueva» hacen erizarse los cabellos de quien contempla la escena, van los demás pasos del conjunto.

Bien merece una visita este singular conjunto, para el que no cabe buscar etiqueta alguna de estilo o escuela. Es un hábito popular, un grito de la tierra y el corazón del hombre alcarreño que sin par en el múrido, día a día se desgrana.