Un castillo: que renace

sábado, 12 julio 1975 0 Por Herrera Casado

 

Cuando en estos días se hace sonoro por todas partes el eco de la almoneda de algunos castillos y arruinadas fortalezas de nuestra tierra, y en la impronta que esas noticias van dejando, parece quedarse roto y desamparado el, ardor, un tanto romántico y alocado, que nos movía su admiración y respeto, nos llega la noticia de un aliento que sobre tan añejas piedras se recobra. El castillo roquero de Zafra, en el término molinés de Campillo de Dueñas, ha comenzado a ser reconstruido, revalorizado y restituido a la categoría de ser viviente que todo resto del pasado ha de tener, por su actual dueño, don Antonio Sanz Polo, con cuya amistad este cronista se goza.»

Un domingo de la pasada primavera nos ­llegamos, ambos en compañía del también ilustre molinés don Clodoaldo Mielgo, hasta la inclinada y verde pradera sobre la que surge en sorpresa y en inconfundible ánimo de belleza la roca oscura, coronada de semiderruidos murallones y torres, a la que por allí conocen por «los castillos de Zafra». Cabría darles adjetivos y exprimir la imaginación en busca de cada vez más preciosas comparaciones, para describir aquel lugar de ensueño, casi irreal y a poco extraterrestre, donde los antiguos tomaron la decisión de construir un castillo, que en última instancia no tenía otra misión que la de defender esa línea invisible, pero siempre tensa a lo largo de la historia, que es la frontera de Aragón y Castilla. En el altozano que, a cien metros por el norte, limita la fortaleza, se dividen las aguas de la cuenca del Ebro y la del Tajo. Y en esa alta cota pusieron los árabes, sobre una roca alargada y afilada como un mal pensamiento, un castillo. Entre Hombrados y Campillo de Dueñas, cerca del actual camino de Molina a Teruel, desde el cual se divisa en lejanía de nortes.

No es muy larga su historia, aunque sí jalonada de sucesos memorables en el ámbito de la guerra. Perteneciente desde su primer jornada al Señorío de Molina, patrimonio de los Laras, allá, cuando en 1147 don Manrique le diera largo y generoso Fuero, vio entre sus muros refugiarse a su tercer señor, don Gonzalo Pérez de Lara, quien indispuesto con el rey de Castilla, Fernando III, su frió asedio en la fortaleza por parte del monarca, resultando de los  cuarenta días de inquietud y forcejeo la «paz de Zafra», en la que se labró la paulatina pérdida de independencia del Señorío molinés. Perteneciente desde el siglo XIII a la corona, castellana, fue primeramente habitado por alcaides, que en el transcurso de los siglos llegaron simplemente a ostentar tal título, y, cobrar las, rentas a él inherentes, sin siquiera a parecer por sus cercanías, y mucho menos subir a sus almenas a través del difícil acceso que posee. Era su alcaide en la segunda mitad del siglo XV don Juan de Hombrados, de quien consta se gastó importantes cantidades en restaurarlo y sostenerlo. A mediados del siglo XVII, cuando Sánchez Portocarrero escribía su historia de Molina, era alcaide de Zafra, meramente nominal y titulicio, don Francisco del Castillo de la Tenaja, con el que comenzó la ruina que hasta hoy no ha parado en el edificio.

La idea de su actual propietario es reconstruir la fortaleza lo más fielmente a su realidad pretérita y en gran parte desaparecida. A la vista de las ruinas, y en la interpretación de las mismas, cabe formular las líneas generales de lo que debe acometerse. Cuando en la década de los años treinta llegó hasta Zafra el doctor Layna Serrano, historiador de los castillos de Guadalajara, descubridor de la escondida voz atesorada entre sus muros, no llegó a subir a lo alto de la roca, según propia confesión. La reconstrucción que para su libro «Castillos de Guadalajara» trazó, y en la página 464 de su tercera edición vemos publicada, carece de todo fundamento, en cuanto que no hace pie en la realidad objetiva de unos restos directamente comprobados. A la vista de esta fortaleza, de sus ruinas actuales, sólo cabe pensar en un complejo castillero, miniaturizado por las reducidas dimensiones de la roca sobre la que asienta, pero completo y suficiente para la defensa de una no pequeña guarnición. Los restos de una torre albarrana al sur de la roca no tienen, ni han tenido nunca, continuidad con el resto de la fortaleza. Se trataba de un torreón fuerte, defensivo del acceso, con toda seguridad hecho a base de escaleras movibles de cuerda o madera, que sólo, en este vértice meridional cabía comprender. Dicha torre albarrana posee puerta de arco apuntado, y, sufrió una reconstrucción en el siglo XV, seguramente bajo la protección de su ya mencionado alcaide, don Juan de Hombrados, que consistió en levantar un nuevo piso sobre el único que desde sus primitivos días tenía. La distinta calidad de piedra de sus muros así lo confirma.

En la parte más estrecha de la meseta rocosa no existió nunca muralla flanqueante. Ni era necesaria, por lo inaccesible de la piedra, ni casi era posible su colocación, por lo pelado de la roca que aflora en superficie. Más al norte se abre la puerta de la fortaleza propiamente dicha, que ocupa el extremo más puntiagudo y elevado de todo el conjunto, apuntando en quilla hacia Aragón. La puerta se estructuraba en zig‑zag como es habitual en muchas, construcciones medievales, de tipo guerrero, tanto árabes como cristianas. Se entraba por el portón abierto, hacia el sur, en un reducido patiecillo, defendido por una torre, más baja que las demás, y hoy arruinada, y se pasaba al patio de armas propiamente dicha por otro portón orientado a poniente. En ese patio está la entrada al aljibe, y en su extremo norte se alza la torre del homenaje, a la que hoy se accede por una peligrosa escalera construida de sillares desde él adarve de la muralla oriental en la que aún restan algunas almenas. Su puerta principal, de arco apuntado, era más directamente accesible mediante una escalera de mano desde el patio. Hay que comprender lo necesario de tanta incomodidad teniendo presente el carácter netamente guerrero y defensivo del castillo, y en modo alguno residen­cial.

La torre consta de una sala alargada, con saeteras de bien tallados sillares, suelo de losas y una escalera de caracol al fondo, a la que se accede mediante curioso arco dé medio punto, que revela su carácter fuertemente primitivo. Por la escalera se accede hoy a la terraza de la torre, espacio que ha sufrido, lógicamente, diversas modificaciones. En nuestra opinión, fue primitivamente terraza, mero observatorio. Y prueba de ello son las salidas para el agua, que se observan a ambos lados del suelo, traducidas en sendas gárgolas al exterior de la torre. También en el siglo XV sufriría una transformación convirtiéndose en habitación cubierta, como ampliación de la fortaleza, y de la que son muestra suficiente la altura y reciedumbre de sus muros actuales. Incluso en el color y calidad de esta piedra se revela hoy la que de primitivo almenaje y posterior paramento queda en dicha estructura. La torre, por lo demás, no es pentagonal, como afirma Layna, sino que posee bien claros y nítidamente delimitados seis lados que buscan en todo momento adaptarse a la caprichosa forma de la roca. Su reconstrucción, estamos seguros se atenderá a estas apreciaciones que la observación «in situ» le sugieren a cualquiera mínimamente introducido en el tema de las antiguas construcciones medievales. Don Antonio Sanz Polo, nos consta, no descansa buscando, la manera más factible de dar cuerpo meticulosamente modelado a este castillo magnífico y hermoso de Zafra, que puebla con su altiva silueta los horizontes de la tierra molinesa.

No es, con ser mucho, esta primera tarea de llevar metálica materialidad en apoyo del castillo de Zafra, lo que mueve nuestra alegría. Es, fundamentalmente, la categoría que en el afán de su dueño, y ya de otras muchas personas, ha tomado la vieja fortaleza de ser pálpito y canción de una antigua época trasplantada a la nuestra. Más que recomponer un sillar, de ligarle con argamasa a los muros que  aún se mantenían, es importante que haya saltado al corazón de los hombres de este siglo el amor por un viejo montón de piedras, la indeclinable voluntad de hacerle nuevamente vivo, de darle en el rostro y en las entrañas el soplo generoso de la resurrección.