Antiguos monasterios molineses. Su situación

sábado, 17 mayo 1975 0 Por Herrera Casado

 

La tierra de Molina, cercada de altos páramos al norte y de hondos barrancos al mediodía, limitando con Aragón y con Castilla en lo geográ­fico, lo histórico y lo espiritual, ha tenido siempre un latido y un olor pe­culiar, que han alentado sus bravos habitantes, siempre conscientes de sus características histórico‑geográficas propias. La rueda de los aconteceres españoles, de todos modos, ha pasado sobre sus caminos y le ha dado rum­bos de castellanía en los últimos siglos.

La religión católica, desde que a principios del siglo XII se reconquistó la zona a los árabes, puso allí su aliento y sus maneras, siendo una de sus formas, la de la vida comunitaria y monacal, la que con abundancia repar­tiría sus fundaciones. Dos tipos de órdenes serán las que pongan su sello medieval y recio: los canónigos regulares de San Agustín, luego sustitui­dos por gentes del Císter, y los mendicantes de San Francisco, en diversas formas.

He tratado de todos ellos en un libro reciente, Monasterios medievales de Guadalajara, pero aquí quiero añadir algunos nuevos detalles reseñados por don Diego Sánchez Portocarrero, en su segunda parte de la «Historia del Señorío de Molina», que se conserva manuscrito en la Biblioteca Nacional, y, al mismo tiempo, dar una visión de conjunto, observando la paulatina instalación en el tiempo de estos monasterios.

Las primeras fundaciones, de mediados del siglo XII, se hacen en el sur del Señorío, cerca de su frontera con la serranía de Cuenca, de la que se separa por el hondo foso del Tajo. En esa época, este río es frontera con el Islam, lo cual supone una intencionalidad no sólo evangélica, sino tam­bién repobladora y defensiva, de sus fundadores. La función, mitad gue­rrera y mitad religiosa, de estos monasterios, que en un principio van a ser servidos por hombres, que, como los canónigos regulares de San Agus­tín, y más tarde los calatravos, van a basar su vida en la defensa activa, con las armas y los evangelios, de los terrenos reconquistados a los infieles, es bien patente en la serie de fundaciones que a lo largo de la segunda mitad del siglo XII surgirán en la zona más sureña del Señorío de Molina.

Será luego en el siglo siguiente, y en posteriores centurias, cuando en esta región española se instaure la Regla de San Francisco. El espíritu pacífico, pero intensamente evangelizador de esta nueva Orden, busca con preferencia las ciudades para asentarse. No es una vida contemplativa ni guerrera la que buscan. Es un aliento popular, un ejemplo diario, el que quieren proporcionar a los hombres y mujeres ya plenamente cristianizados. Que los tejados y las tapias de sus conventos se rocen con las de arrieros y hortelanos, escribanos y ministros. Será, pues, en la ciudad de Molina donde la Orden de San Francisco se instalará en tres formas: frailes, monjas de Santa Clara y beatas de Santa Librada.

Esta distribución podemos verla más claramente en el mapa adjunto, en el que se observa esa preferencia de instalación de los monjes en zona inmediata a la frontera: canónigos regulares y cistercienses ponen sus almenados monasterios en la alta vigilancia de un territorio que aún no es cristiano. Ese espíritu de insatisfacción diaria mantendrá viva su fe y altísimos los espíritus. Cuando en el siglo XIII la reconquista haya avanzado mucho más al sur, y por obra de Alfonso VIII el reino de Cuenca sea ya patrimonio de la corona de Castilla, estos monasterios habrán perdido su primitivo valor, y unos, como el de Buenafuente, pasarán a cumplir una misión meramente contemplativa y alentadora de una repoblación, con la instalación ante sus muros de una comunidad de monjas bernardas, y otros, como los de Alcallech y Grudes, pasarán a ser ruina con el transcurso de los años.

La labor auténtica realizada por estos hombres es muy difícil apreciarla, pues los únicos documentos que de ellos nos han quedado se refieren únicamente a su instalación, acrecentamiento de terrenos por donaciones particulares y alguna concesión por parte real, que pudiera tratarse en realidad de la confirmación de pertenencia de un territorio por ellos conquistado, tal como puede ocurrir con el soto del Campillo, en término de Zaorejas.

Los canónigos regulares de San Agustín, al menos en estos primeros momentos de instalación en España, y especialmente en Molina, son los que por entonces eran denominados «francos», con el doble sentido de gentes libres, a medias entre eclesiásticos y caballeros, y con el de fran­ceses, pues de la vecina nación eran venidos. Algunos, incluso, puede que de más lejos, pues consta en finales del siglo XII que el abad de Alcallceh, se llamaba Willelmo, que se traduce por Guillermo del inglés o el alemán. Incluso es segura su filiación del monasterio del Monte Bertaldo, en Francia, de donde fueron traídos por intermedio del rey de Castilla,  Alfonso VII. El mismo conquistador de Sigüenza y primer obispo de la ciudad tras la reconquista es francés: don Bernardo de Agen, que puso a ca­nónigos regulares de San Agustín para formar parte de su cabildo catedra­licio, lo cual confirma que se rodeó de monjes y clérigos franceses que con él venían. Incluso en el lugar de Albendiego, afecto en esa época de fines del siglo XII a la mitra seguntina, se instalan los canónigos regulares en el llamado Monasterio de Santa Colomba. Veamos ahora con más detalle las circunstancias evolutivas de estos monasterios medievales.