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marzo, 1975:

El terno rico de Mondéjar

 

De Mondéjar, la villa que floreció extraordinariamente en los tiempos gloriosos de los Mendoza, y cuya riqueza y laboriosidad se ha mantenido hasta hoy mismo, hemos visto ya algunas de sus más sobresalientes obras de arte. El mecenazgo de sus señores, los mendocinos marqueses, hizo que la villa se poblara de grandes y llamativos monumentos, representativos plenamente de esa época crucial ­finales del siglo XV y principios del XVI. En esos momentos es cuando Lorenzo Vázquez levanta el convento franciscano de San Antonio, plena su fachada de galanuras toscanas, y algo más tarde Cristóbal de Adonza traza y levanta la mole de la iglesia parroquial de la Magdalena, a la que pone fachadas ya plenamente renacentistas, dejando que sean en el interior nada menos que Alonso de Covarrubias, Juan de Vergara y Correa de Vivar, quienes construyan su gran retablo mayor.

De otras muestras del arte mondejano más escasos restos: el hospital de San Juan, perdido entre posteriores construcciones, y que trazara también el mismo Adonza, o el palacio de los marqueses, del que ya sólo quedan, adosados a un alto muro, los escudos del apellido mendocino. De cuya familia salieron aquellas grandes figuras que fueron don Iñigo López de Mendoza, cuyo nombre evoca góticas­ galanuras del lenguaje y horas de paz entre los libros. Este fue también el nombre del primer marqués de Mondéjar, que al tiempo ostentó el segundo puesto en el condado de Tendilla Era nieto del marqués de Santillana, y se distinguió como máxima figura de la diplomacia en la Castilla de los Reyes Católicos. De su embajada a Roma y amistad con los Papas, trajo la Bula necesaria para fundar el convento franciscano de su pueblo. En las retinas el grutesco más elegante del arte italiano, y en el anónimo todos los esfuerzos que le llevarían a participar destacando en la Reconquista de Granada, de cuyo reino, ya cristiano, fue el primer capitán general. Allá, en tierras andaluzas, murió sepultado, pero sería su hijo don Luís Hurtado, quien desarrollara el amor que su padre tuvo por la cabeza de su marquesado, y diera a Mondéjar los días de más gloria y las pruebas más altas de su buen gusto artístico.

Pero centrémonos ya en el motivo de estas líneas: el terno rico de Mondéjar. No contento don Luís Hurtado de Mendoza con levantar el templo parroquial dentro del estilo más elegante del Renacimiento español, se preocupó de dotarle en su interior de joyas de arte dignas de tal cofre: así el retablo mayor, ya desaparecido; así el rico tesoro de joyas, entre las que cuenta una magnífica cruz procesional de oro, obra del orfebre toledano Juan Francisco, de hacia 1550. Y así las vestiduras y ornamentos sagrados que para el culto regaló. De su época sólo quedan dos ternos, obras exquisitas de los talleres toledanos: uno de los ternos, bordados con oro sobre la seda y el brocado blanco, sólo lleva grutescos y varias cartelas en la que figuran los motes de la familia Mendoza: el «Ave María Gratia Plena» y el «Buena Guía» que los marqueses de Mondéjar unieron en su escudo. El otro terno es el que aquí describimos, y que hemos dado en denominar «terno rico de Mondéjar» porque se trata, indudablemente, de una pieza de primera categoría que había permanecido hasta ahora en el anonimato.

Consta de casulla, capa pluvial y dos dalmáticas, a base de seda de colores, en los lugares clásicos de brocado rojo, sobre las cuales aparecen grandes medallones con figuras y escenas bordadas a todo color. Son obra, por su estilo, de mediados del siglo XVI, provenientes de los talleres de bordado dé Toledo, que en esos momentos estaban en su más espléndida desenvoltura, y, sin duda, salidas de la mano y la aguja de alguno de los más afamados artífices de ese arte, como bien pudiera ser Juan de Talavera, Alonso Hernández de los Ríos, Juan Salas, el maestro Xaques, o incluso el mismo Marcos de Covarrubias, familiar del arquitecto, con quien tenía muy buenas relaciones la familia Mendoza. La obra es, regalo del segundo marqués, don Luís Hurtado de Mendoza.

De lo que en su día fueron varias piezas del «terno rico de Mondéjar», hoy sólo quedan las piezas u ornamentos más importantes, como son la casulla, la capa pluvial y las dos dalmáticas. Las cuatro prendas van elaboradas con brocado rojo, y sobrepuestos los bordados con hilos de oro que constituyen gran variedad de grutescos y adornos. La parte más importante y llamativa del conjunto es, sin embargo, lo que se denominan medallones, y que consisten en amplios rectángulos con escenas y figuras de santos, bordadas a todo color sobre cartones que previamente había realizado algún pintor.

De gran valía hubo de ser el que diseñó los medallones de este terno, pues pone a todas las figuras una, gran energía y desenvoltura en los gestos y actitudes, con proporción en los miembros, y buen tratamiento de las vestiduras y atributos. Es incluso posible que el bordador trabajara sobre estampas grabadas que tanto comenzaron a circular en la época, en cuyo caso sería solamente a él atribuibles los colores de estas piezas, que también están sabiamente combinados.

La casulla posee dos grandes cenefas, en sus partes anterior y posterior, constituida por sendos medallones­

En la parte anterior, y de arriba abajo, vemos un Sol, el apóstol San Pedro y San Andrés. En la posterior, y en el mismo sentido, sendos rectángulos con las figuras bordadas de San Pablo, Santiago el Mayor, y el martirio de San Pedro.

Hércules en Sigüenza

 

El periplo universal del héroe griego, que poetas de todos los siglos han usado como recurso y centro de sus escritos, llegó a Sigüenza, al crucero de su catedral concretamente, allá por los primeros años del siglo XVI. Representadas algunas escenas de su fabulosa existencia en el altar de Santa Librada, servirán ahora para rememorar el nombre y las hazañas de este ser mitológico, y dar a conocer un aspecto muy curioso y poco conocido del arte renacentista en la Ciudad Mitrada.

Hijo de Atenea y de Zeus, Hércules pasa a formar parte del cónclave olímpico en calidad de héroe, esto es, mezcla de dios y de ser humano. Su leyenda aparece por vez primera relatada en las obras de Homero, quien le hace intervenir en la Iliada, junto a los otros héroes troyanos. Después, Hesiodo, en su Teogonía, amplía el relato, y ya hacia el año 700 antes de Cristo aparece formada por completo su peripecia mítica. Por envidias de la diosa Hera, Hércules fue puesto bajo el poder y tutela de su primo Euristeo, reinante en Micenas y Tirinto. Y para librarse de él, tuvo que realizar doce empresas heroicas, o trabajos de Hércules», que en el período de un año le consagraron como ser fuerte, invicto, y ya definitivamente libre. No es momento éste de pormenorizar los doce trabajos hercúleos, que se desarrollaron en diferentes lugares del mundo entonces conocido, y que, posteriormente, se asociaron a los doce signos del Zodiaco.

En España tuvieron lugar algunos de estos trabajos. Los historiadores antiguos, y muy en especial los de los siglos XV y XVI, que aceptan en sus obras, todos aquellos hechos fabulosos y entroncados con la divinidad clásica, hicieron de Hércules el primer rey de España, el ser bondadoso y pacificador que pobló nuestro suelo, inició las artes agrícolas y fundó varias ciudades. El historiador Florián de Ocampo, en su «Crónica General de España», publicada en 1543, dedica los tres primeros capítulos al relato del paso del héroe por nuestro suelo. De ahí que posteriormente otros autores de historias locales tomaran esos datos y, retocados y aumentados, los incluyeran en sus narraciones. Se quiere que Hércules fuera a Cádiz y allí levantara, en el fin del mundo conocido, dos grandes columnas. Luego subió a Sevilla y dejó todo preparado para su fundación. Después erigió la ciudad de Mérida, las de Sagunto, Urgel, Vich y Tarazona, y aún quieren algunos que puso las primeras piedras de Segovia y levantara la torre de su nombre en la Coruña. Fantasía y entretenimiento, que han dado lugar a leyendas hermosas que contar pulidas en algunos que otros juegos florales.

Y vamos concretamente a contemplar la huella que este mito nos deja en Sigüenza. Es el obispo don Fadrique de Portugal quien ordena levantar un gran retablo de piedra, en el brazo norte del crucero de la catedral, a honor y gloria de la patrona de la diócesis, a Virgen de Santa Librada. Realizado a comienzos del siglo XVI, seguramente por gentes de la escuela de Vasco de Zarza, entre los que se incluía como un tallista más, Alonso de Covarrubias, todavía joven. Hacia 1525, y como remate del gran retablo, el pintor soriano Juan de Pereda coloca en la hornacina inferior un pequeño conjunto de tablas, en las que con la galanura más exquisitamente renacentista, y con influencia total de Rafael Sanzio, relata la historia de Santa Librada y de sus ocho hermanas. Ella aparece, sentada y con un libro y una palma entre sus manos, en el cuadro central. Se rodea de una arquitectura romana, cuajada toda ella de simbología humanística que en próxima ocasión analizaremos. Y, como friso que remata horizontalmente la arquitectura de este cuadro central, aparece Hércules, en cuatro escenas representado, correspondientes a otros cuatro trabajos suyos. Ninguno de los autores que hasta ahora se han ocupado del estudio y descripción de la catedral de Sigüenza, habían señalado o interpretado estas minúsculas pinturas que, al primer golpe de vista, o pasan desapercibidas, o se toman por un mero recurso ornamental.

Y podemos preguntarnos, ¿por qué escenas de la mitología griega en un lugar donde todo es veneración y devoción religiosa cristiana? Lo más probable es que fuera él propio Pereda, el pintor del retablito, quien decidiera este entronque aparentemente paradójico. Máxime teniendo en cuenta la introducción de otras figuras y alegorías a la humanidad clásica que en esta obra realiza. El siglo XVI español no repulsa este contraste, sino que lo busca como medio de cristianizar cuanto del mundo clásico ha llegado. No hay más que leer a Pérez de Moya, en su «Filosofía secreta», editada en Madrid en 1585, cuando dice respecto a Hércules que «según alegoría o moralidad, por Hércules es entendida la victoria sobre los vicios, y según sentido anagógico significa, el levantamiento del ánima, que desprecia las cosas mundanas, por las celestiales, y según sentido tropológico, por Hércules se entiende un hombre fuerte, habituado en, virtud y buenas costumbres», y más adelante, al referirse nuevamente a Hércules, dice que simboliza «la bondad y fortaleza y excelencias de las fuerzas del ánima y del cuerpo, que alcanza y desbarata la batalla de todos los vicios del ánima», y, por incidir más aún en la concreta representación seguntina, se dice de él, que «píntanle desnudo, para denotar su virtud, porque la virtud la pintan desnuda, sin ningún cuidado de riqueza».

En su afán de introducir las imágenes del mundo griego y romano en sus ejecuciones artísticas, los pintores y escultores renacentistas rizan sus interpretaciones para que ellas puedan tener cabida en el contexto reciamente cristiano en que han de desenvolver su arte. Y llegan, como en este caso, a emparejar la virtud de una santa con la fuerza «que fue del ánimo, y no del cuerpo» de un héroe griego, cual es Hércules. Puestas sus hazañas sobre la radiante corona de Santa Librada, añaden con su silente expresividad, a la narración del martirio de la Virgen y sus ocho hermanas, el sentido de ánimo esforzado y virtud generosa que se desprende de su vida.

La traza de esas escenas o trabajos hercúleos, dibujadas por Juan de Pereda, las tomó de las medallas que grabó Moderno, en Italia, a comienzos del siglo XVI según se ve en Molinier, en su «Catálogo de plaquetas». Se escogen tres escenas de las que presuntamente ocurrieron en España, y otra que, por ser el primer trabajo del héroe, y el más representativo de sus posteriores hazañas, no suele faltar en ningún conjunto de su iconografía.

De izquierda a derecha, y separadas por columnas abalaustradas o grandes florones de diversa traza, vemos, en primer lugar, la escena en que Hércules lucha can un centauro, dándole muerte. Aunque Diego Angulo Iñiguez opina en su trabajo «La Mitología y el arte español del Renacimiento», que esta escena podría catalogarse como la lucha de Hércules con Gerió, el gigante que tenía tres cuerpos, y a quien posteriormente Hércules le tomó algunos de sus huevos, creo más probable que se trate de la lucha del héroe griego con uno de los centauros que en su vida le salieron en el camino: concretamente en este caso, el centauro Neso es ahogado por Hércules. Neso quiso abusar de Deyanira, esposa de Hércules, cuando la ayudaba a cruzar el río Eveno. Porque tampoco puede tratarse del centauro Quirón, al que Hércules dio muerte en desgraciado accidente, pues era amigo suyo.

La siguiente escena, diseñada, junto a estas líneas, relata el décimo trabajo hercúleo, al parecer ocurrido junto a Cádiz. Se trata del robo de los bueyes de Gerión a los que saca de sus cuadras cogidos por los cuernos. La leyenda señala este hecho ocurrido en Eritea, la isla que despide rayos rojos, en la que se hunde el sol cada día al atardecer, lo que significa su situación al occidente de Grecia. Desde Argos, Hércules viaja por Libia y llega a Eritea. Allí mata a Gerión y le roba sus bueyes. Luego vuelve a Italia, andando y cuidando su gran rebaño, a través de Tartesos, Iberia y la Galia, todo lo cual confirma la situación de Eritea en el extremo suroccidental español.

La tercera escena representa a Hércules durmiendo, mientras otro joven, el gigante Caco, le roba sus bueyes tirándoles de la cola, y así no dejar huellas claras del lugar de su huída. Hércules, al despertar y darse cuenta del robo, persigue a Caco y le mata. Aunque el común de las leyendas pone la muerte de Caco en un lugar cercano a Roma, los autores españoles opinan siempre que el hecho ocurrió en las faldas del Moncayo (de ahí puede derivar su nombre, Monte de Caco), al tiempo que Hércules fundaba en a lugar la ciudad de Tarazona.

La última escena que el espectador del retablo de Santa Librada ve a su derecha, y que junto a estas líneas también se diseña, es el primero y el más famoso de los trabajos del hijo de Alemena. Hércules está luchando a brazo con el león de Nemea, cuya piel no podía ser atravesada por las flechas. El héroe deja en el suelo su maza y a la puerta de la caverna en que el león vive, le estrangula entre sus brazos. A partir de entonces, la cabeza del león le sirve de yelmo, y la piel de coraza invulnerable.

Queda así descrito y justificado este punto tan interesante de nuestro arte provincial, cual es la presencia de cuatro «trabajos» de Hércules en el altar de Santa Librada de la catedral de Sigüenza. Con ello se abre una puerta más para la interpretación y el estudio iconológico del arte que creemos ha de hacerse con detenimiento en nuestra provincia. Hay siempre un «aligo más» detrás de las simples escenas religiosas o anecdóticas de altares y portadas. Algo detrás de sus colocaciones, de sus colores, de sus frases, el pasado tiene aún muchas cosas que decir desde las huellas de un arte pretérito.

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El Renacimiento en Mondéjar

 

De la época en que los hambres, traspasado el umbral último del Medievo, acceden al conocimiento profundo y entusiasmado de la antigüedad clásica, quedan por nuestra tierra abundantes muestras. Guadalajara fue una ciudad eminentemente renacentista, en auge decisivo en esos comienzos del siglo XVI, en que aún resuena la gloria de los Reyes Católicos, y de la mano de Cisneros arriba el emperador Carlos, cuando la familia Mendoza creó su imperio alcarreño. Pues si la catedral de Sigüenza es como un remanso en el que el más bello arte plateresco de España tiene su cabida, es la zona de influencia y dominio mendocino, lugares como Yunquera, Tendilla, Mondéjar, Argecilla, Torija y un largo etcétera centrado en Guadalajara, donde con más fuerza y pulcritud se nos muestra la arquitectura plateresca, con ciertos visos de clasicismo italiano muy peculiares, y que se ha dado en llamar «renacimiento alcarreño», porque aquí nace y en esta tierra tiene marcado todo su periplo.

La villa de Mondéjar pasó al poder de los Mendoza en 1487, por compra que de ella hizo el conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, nieto del marqués de Santillana, a los Reyes Católicos, aunque según antiguas crónicas fue su hermano, el arzobispo de Sevilla, don Diego Hurtado de Mendoza, quien pagó de sus caudales el precio de la compra.

La figura de don Iñigo primer marqués de Mondéjar desde 1512, en que fue creado tal título por los reyes Felipe, y Juana de Castilla, es la típica de un hombre del Renacimiento: culto y viajero, interesado y sabedor de todos los problemas. Así le describe Tormo y Monzó: «Acaso el mejor general de la guerra de Granada (aún entrando en rivalidad el Gran Capitán), acaso el más glorioso embajador a Italia del Rey Católico (desde luego el más famoso), acaso el mejor político organizador (primer capitán general de Granada durante veintitrés años), y sobre todo ello, el magnate español más humanista y protector de humanistas, y el inspirador primero del Renacimiento entre nosotros». No cabe duda que las largas estancias del «Gran Tendilla» en Italia, y, posteriormente, su prolongado contacto en Granada con artistas hondamente italianizados y animosos de introducir el nuevo estilo «a lo romano», fue la causa de que don Iñigo López protegiera está nueva modalidad del arte en nuestro país y que su villa marquesal de Mondéjar cuente hoy todavía con importantes muestras, debidas a los arquitectos y artistas de esa época revolucionaria. El fue quien fundó el convento franciscano de San Antonio, en la villa alcarreña, y quien llevó hasta sus extramuros a Lorenzo Vázquez, para que ante los horizontes pálidos de Castilla, pusiera el dorado fragor del primer Renacimiento.

A su hijo, don Luís Hurtado de Mendoza, segundo marqués de Mondéjar, y también alcaide perpetuo de la fortaleza militar de la Alhambra, en Granada, se debe la mayor parte del arte mondejano. En su largo período de señorío, que comienza en 1515, y acaba a su muerte, en 1566, vemos levantarse por completo la parroquia de la Magdalena, el palacio de los marqueses y el Hospital de San Juan. De este último, nada queda, pero sí de los, otros, en los que veremos la participación de arquitectos granadinos.

Del palacio de los Mendoza en Mondéjar no queda otra cosa que la fachada ya muy maltratada, en la que la decoración almohadillada recuerda mucho las obras de Machuca (el palacio dé Carlos V en Granada) y las anteriores de Vázquez en el palacio de Cogolludo. Es muy posible que fuera el mismo Pedro Machuca, que atendió siempre en Granada los encargos del marqués, quien diseñara la portada del palacio de Mondéjar. Aparte de ella, sólo unos escudos quedan en lo alto de la fachada que hoy sirve de entrada al antiguo edificio, convertido en casa de vecinos. Esa portada hondamente clásica e italianizante, en la que apenas se ha reparado hasta hoy, consiste en un arco carente de intradós, que carga sobre impostas molduras y se remata en un entablamento muy alto y sin adorno alguno.

Quería don Manuel Gómez‑Moreno que fuera este mismo Pedro Machuca el autor de las puertas de la parroquia de Mondéjar. Ya quedó bien claro con posterioridad, que se debe al arquitecto Cristóbal de Adonza la traza, en estilo todavía gótico, de este templo, comenzado en 1516. Su hijo, Nicolás de Adonza continuó la obra a la muerte de su progenitor, poniendo muchos otros detalles renacentistas en el edificio, y rematándole con la torre en 1560. De la obra del arquitecto granadino Nicolás de Adonza son piezas destacadas las dos portadas’ del templo. La principal, al norte, es ‘un prodigio de proporciones: un par de columnas con capitel compuesto a cada lado, realzadas por sendos pedestales, sostienen el friso o arquitrabe en el que aparece, ya deteriorada, una frase alusiva a la Virgen. Sobre él se levanta el frontón triangular, en cuyo centro, sobre venera, está la imagen de la Magdalena. A los extremos, y en el ápice, sendos florones. Es muy de destacar en esta portada el paño que cubre el muro por detrás de las columnas. Aparece en él un lujurioso capitulo de la decoración plateresca, con impensados motivos ornamentales, a base de grutescos, calaveras, extraños animales, entrelazados, etc. En las enjutas aparecen los escudos del matrimonio patrocinador. La portada occidental es menos rica, pero también con semejante estructura.

Junto a estas líneas reproducimos, otra pequeña y bellísima muestra del arte de Adonza, poco admirada hasta ahora, y­ que, reproduce la estructura de la puerta principal: se trata de la puerta que da paso al coro del templo, en su parte alta. Protegida de las inclemencias del tiempo, se encuentra en perfecto estado, aunque lamentablemente pintarrajeada con una capa de gris mate, que esperamos poco a poco irá desapareciendo y vuelva a ella el primitivo color de la piedra. A cada lado una columna con dos series de estriados, apoyando en pedestal que luce atributos militares, y rematando en capitel compuesto con alguna carátula. Un friso o arquitrabe sencillo se remata a su vez con frontón triangular, en el que grutescos escoltan el medallón central con una figura de la Virgen. Flameros muy bien tratados rematan el conjunto. En las enjutas, sendas caras de viejos sin atributos.

Y puestos a repasar las obras legadas por el Renacimiento, a la parroquia de Mondéjar, justo será el recuerdo para el gran arco y tribuna del coro, que podemos clasificar entre lo más elegante y perfecto del estilo de nuestro provincia: frente al prodigio arquitectónico de sostener arco tan alargado, aparece el mérito de la profusa ornamentación que remata a los lados con grandes medallones en los que se representan los medíos cuerpos de San Pedro y San Pablo.

No otra cosa que el recuerdo y algunas fotografías, quedan del gran retablo que tuvo esta parroquia, obra en su traza y ejecución de afamadas figuras de la época: Alonso de Covarrubias lo diseñó, y Nicolás de Vergara, Juan Bautista Vázquez y Juan Correa de Vivar, lo llenaron de pinturas y esculturas en sus talleres de Granada.

Han sido estas unas breves pinceladas que trataron de evocar aquél siglo XVI en el que tuvo Mondéjar, por obra y gracia del patrocinio de sus inteligentes señores los marqueses de tal nombre, un período continuado de crecimiento en la riqueza y en el arte, que aún hoy nos es dado contemplar y gustar despacio, con el reposo que requiere esta actividad de la contemplación estética.

1975: año europeo del patrimonio arquitectónico

 

Con el slogan de «un porvenir para nuestro papado», el Consejo de Europa, con su sede en Estrasburgo, decidió convocar para este año de 1975 una llamada universal y masiva que hiciera volver con fuerza los ojos de todos los europeos hacia su patrimonio arquitectónico, tanto artístico como popular, haciendo comprender; a todos la responsabilidad que a esta época de cambios le compite en la salvaguarda ante el futuro de tantas joyas y bellezas que nuestros antepasados edificaron y hoy están a punto de desaparecer.

Al igual que1970 fue dedicado al «Año de la Protección de, la Naturaleza», iniciativa que dio espléndidos resultados y acrecentó en todos los ánimos la voluntad de mantener limpio el campo, de evitar los incendios forestales y, en suma, hacer nacer tantas asociaciones tendentes a proteger la fauna, la flora y los recursos hidrológicos de nuestro ámbito, este presente «Año Europeo del Patrimonio Arquitectónico» nace con el afán ilusionado de conseguir esos mismos fines en lo que respecta a ese entorno arquitectural en que se ha desenvuelto hasta ahora la vida.

Se trata de salvar una, parcela importantísima­ de nuestra herencia cultural. Nuestra generación, todos cuantos vivimos este momento de la historia, tenemos la llave del futuro en cuanto que nos ha sido legada por el pasado. No existe la total independencia de una época, pues todas se condicionan por el pasado, en mayor o menor grado. La responsabilidad ante el porvenir dimana, en muchos casos, de respetar el pasado. Debemos tener la firme conciencia de ser puente entre dos épocas, sin renunciar tampoco a la soberanía auténtica de fraguar, un estilo y dar un, nuevo rumbo al caminar histórico.

Todo cuanto nos ha llegado de siglos pasados debe ser considerado como perteneciente a nuestro mundo, como algo propio que nos compite, como algo, en suma, que hemos realizado y que no vamos a ser tan suicidas de destruir.

El Consejo de Europa ha dado unas declaraciones teóricas, ha convocado un concurso para premiar las mejores tareas europeas de conservación de este patrimonio arquitectónico, y, en definitiva, ha tratado de que durante 12 meses se mentalice el Continente sobre este problema y esta necesidad del respeto y la reconstrucción de lo antiguo.

Pero vayamos a nuestra provincia. Guadalajara es Europa, y todos sus pueblos, hasta los más ínfimos o alejados, también lo son. Las serranías grises del Ocejón, los páramos inhóspitos de Molina, los perdidos valles de la Alcarria, son europeos. Y las gentes que los habitan también han de oír esta llamada y tomar sus medidas al respecto.

En España se ha constituido un Comité Nacional, que preside el Príncipe don Juan Carlos y conforman una serie de ministros, directores generales y académicos. A nivel práctico, ellos no han de ser, por supuesto, los protagonistas. Quienes harán de este Año Europeo un éxito o un fracaso seréis vosotros, amigos lectores, los únicos realizadores. Con vuestro entusiasmo por una idea que sólo busca conservar la belleza pretérita de vuestros lugares de vida, o con el encogerse de hombros que los más irresponsables seguramente asumirán.

Pero, de todos modos, a nivel provincial hay algo que hacer.

Nuestra Excma. Diputación va a convocar un concurso provincial en el que se tratará de premiar y, dar vía de participación en un superior concurso europeo a todos aquellos pueblos que a lo largo de los últimos años hayan realizado una tarea de auténtica salvaguarda de su patrimonio artístico y arquitectural. Por supuesto, que tendrán más valor aquellas realizaciones hechas con la aportación particular, municipal o a nivel de comunidad vecinal, que no aquellas otras en las que, Bellas Artes u otro organismo estatal haya puesto todo su empuje. Lugares como Sigüenza, tratando siempre de respetar el entorno urbanístico antiguo; Atienza, en el mismo sentido, o incluso el pequeño pueblo cercano a nuestra capital, Aldeanueva dé Guadalajara, que con el esfuerzo mancomunado de todos los vecinos ha llevado a cabo la, mejor restauración de una iglesia romanico‑mudéjar que hemos contemplado. Esos son los lugares, que pueden y deben optar a los premios.

Es un tanto desconsolador ver cómo otros, que por ser declarados con anterioridad Conjuntos Histórico‑Artísticos, deberían haber mantenido con verdadero mimo y consideración sus esencias arquitectónicas más puras, no sólo desmerecen de cualquier premio, sino que merecerían la censura de cualquier comité de defensa arquitectónica: Molina de Aragón, Pastrana, Brihuega, entre ellos, donde parece que sólo  se trata de ir derribando cuanto de antiguo hay en las zonas antiguas, para llenarlas de edificios que en nada se parezcan a lo anterior. Es ésta la principal misión que nos cabe en este Año Europeo: conseguir llevar al ánimo de cuantos en estos y otros muchos lugares de nuestra provincia sólo piensan en «modernizar» a costa de destruir las esencias puras de la arquitectura popular, y convertir estos pequeños enclaves en hacinamientos de rascacielos y colmenas.

Desde ahora mismo, todos los pueblos de Guadalajara, y sus responsables más directos deben dedicarse a la aplicación de las principales medidas que el Consejo de Europa aconseja para mantener inmáculo el patrimonio artístico y arquitectónico de nuestra tierra:

1. Crear zonas prohibidas al tráfico, “islas peatonales”, donde no puedan circular ni aparcar­ esos monstruos metálicos,

2. Suprimir anuncios coloreados y reclamos que afean las zonas o edificios de características muy peculiares.

3. Restaurar construcciones antiguas y, adaptarlas a nuevos usos; darles vida, en suma.

4. Revitalizar los barrios antiguos de las ciudades históricas, dedicándolos a nuevos usos, como son los residenciales para artistas, etc.

5. Procurar evitar los tendidos aéreos de luz, o de teléfonos, en plazas, calles, construcciones artísticas, etc. Eliminar también la profusión de antenas de televisión con el uso de las colectivas o de las interiores.

6. Iluminación de conjuntos con interés histórico o artístico.

7. Plantaciones de árboles y jardinería en ciudades y pueblos antiguos.

8. Riguroso control de la demolición de edificios en los pueblos, conjuntos histórico-artísticos y en otros que posean importantes muestras del arte popular.

9. Control efectivo de las nuevas construcciones en estos pueblos, evitando que rompan lo más mínimo el entorno circundante.

Que seamos, en suma, europeos de verdad, no sólo de boquilla. Y que las preocupaciones por el patrimonio arquitectónico que en los países predomina, sea entre nosotros una auténtica bandera de actuación, no sólo un recurso oratorio o un sueño de sobremesa.

Los sellos medievales

 

La Administración de la Edad Media, lenta y parsimoniosa en to­dos sus quehaceres, pero contundente y definitiva en sus múltiples actividades, es hoy para nos­otros tema que sirve de estudio y entretenimiento. Conocer cualquier aspecto, cualquier parcela de la vida en el pasado es garantía de profundización al mismo tiempo en la comprensión del tiempo presente. La, historia no es, por tanto, una ciencia vacía y estéril sino, tuteladora y guía, en muchos casos, de la vida actual.

El tema que revisamos hoy es el de los sellos medievales. Esos signos que, hechos de gruesa cera, en relieve, efigies, y leyendas caracterizadoras, daban la fe de quien escribía un documento.

Cuando un rey o magnate concedía un favor o un regalo, donaba un territorio, un privilegio o una lo mandaba escribir hermosamente sobre un pergamino, en el que firmaban sus cortesanos, y del que dejaba colgado su sello de cera, como garantía  de autenticidad. Si acaso era necesario sacar una o varias copias de ese documento, el sello que en ellas se colgaba era la señal inequívoca de su auténtica valía. Por tanto, el molde metálico, con que se reproducían los sellos, se  estimaba como un tesoro que era necesario, guardar celosamente. En la corte real, existía un cargo «canciller del sello real», que tenía como misión guardar el símbolo y aplicarlo donde correspondiese.

Era de una gran responsabili­dad. En los municipios también se guardaba solícitamente el ori­ginal o molde.

Este molde era un vaciado o negativo, uno para cada cara del, sello, que recibía la pasta amorfa, de cera o plomo según los casos, y la daba relieve y, apariencia definitiva. Del  pergamino, colgaban unas cintas, de hilo de seda, llamadas vínculos, que en su extremo quedaban incluidas en el seno del sello.

Esta costumbre de los sellos pendientes en documentos se ori­gina con el milenio, esto es, en el siglo XI, y permanece hasta fina­les del XVII Los Borbones introducirían el modo de colocar sus sellos de cera o lacre directamente sobre el pergamino, o papel. En, el Archivo, Histórico Nacional se conserva una magnífica colección de sellos reales, de todos cuantos monarcas, lo usaron en Castilla entre ambas fechas citadas. El es­tudio de estos sellos se denomina sigilografía.

En la provincia de Guadalajara, tan cruzada por todos los vientos de la historia, han sido infinidad los sellos de uno u otro tipo que han existido. Tanto de reyes y reinas, como, los de nobles y ciudades, así como los de obispos e incluso prebendados eclesiásticos.

Miles de ellos se han, perdido, robados por coleccionistas, o llevados por el afán de rapiña, que en guerras y aventuradas tardes de aburrimiento han hecho gala nuestros compatriotas de antaño. De algunos de ellos que restan en archivos o museos, y de otros que han quedado noticia, daremos aquí breve relación.

Los sellos reales fueron casi siempre impresos en material perdurable: en plomo. Recuerdo haber visto, e, incluso, tenido entre las manos; un magnífico, aunque pequeño sello del rey Alfonso VII, pendiente de un documento conservado en el monasterio cisterciense de Buenafuente. Los ochocientos años, que sobre él han pasado sus dedos, no le han desgastado lo más mínimo, y, aparecía nuevo y brillante ante nuestros ojos: un castillo almenado con tres torres, por una cara y un fiero león rampante por, la otra, rodeadas ambas, figuras del nombre y prerrogativas del rey, nos traían a la memoria fiel y nítida, de otros siglos y otros hablares resonantes.

En esa colección magnífica, de documentos que tan pulcramente conserva el monasterio de la Buenafuente del Sistal, existen muchos otros sellos reales, e incluso recuerdo haber visto los del obispo de Sigüenza, don Simón, aun­que éste muy deteriorado,

Otro lugar donde se conservan sellos episcopales y reales en gran abundancia es el Archivo de la Catedral de Sigüenza. Allá están los de Alfonso X, que también ostentaba un león y un castillo; el de Alfonso XI, con un castillo de tres torres en el anverso, y un león rampante en el reverso, rodeado todo ello de la frase: “Sigillnum Afonsi illustris regia, Castelli ae Leglonis». También el sello de Juan I en plomo, presentando, en el anverso la efigie real, sentado en trono, con una espada en la diestra y un globo en la izquierda, y en el reverso las armas de Castilla y León. De todos modos, y aún siendo muchísimos los documentos reales que guarda este archivo seguntino, son muy escasos los que poseen todavía el, sello garante. De monarcas más modernos hay también ejemplares muy espectaculares: de Juana «la loca” de su nieto, Felipe II, y de Felipe IV incluso, hay sellos. Por supuesto, los hay también de todos los obispos, existiendo en uno de ellos el del obispo de Segovia, don Fernando, que gobernó aquella dióce­sis castellana en el siglo XIII

También los concejos de las ciudades y villas tenían su propio, sello para garantizar documentos.

Solamente dos conozco en la actualidad, como son los de Guada­lajara y Molina. De nuestra capital, se conservan en el Ayuntamiento, incluso las planchas en ne­gativo de su gran sello redondo.

De los símbolos que en él aparecen, derivó luego, andando el tiempo, el escudo de la ciudad. Por el anverso se descubre una vista general de cómo era la, ciudad, en el siglo XII con varias, torres de iglesias, algunos palacios y muchas casas detrás de las recias murallas. Rodeando esa vista se lee:

«Sigillum Concili Guadelfeiare» (Sello del Concejo de Guadalajara). En el reverso aparece un jinete abanderado montado en caballo a galope. Es el magistrado de la ciudad, que enarbola su pendón, hecho a rayas horizontales, concedido por Fernando III en 1251. Podemos verlo en la foto­grafía adjunta.

El de Molina es un sello de cera, con imagen de una sola, cara, de forma elíptica,  perteneciente muy probablemente al Cabildo de clérigos de aquella ciudad. Data del siglo XIII y en él se ve la figura de Cristo Salvador, con el Sol a su diestra y la Luna a su siniestra. A los pies, las dos ruedas de molino que simbolizaron siempre a la ciudad del Gallo. Conocemos también la pretérita existencia del sello de cera del conde don Pedro de Molina, utilizado a finales del siglo XII: consta de un hombre armado a caballo por el anverso, y dos ruedas de molino en, el reverso.

Por referencias de otros auto­res y documentos conocemos otros varios sellos de pueblos de nuestra provincia. Así, el de Brihuega, que cita el padre Burriel: en el anverso presentaba una imagen de la Virgen, sentada con el Niño en brazos. En el reverso aparecía un castillo con tres torres, la central más alta, que las otras. Sobre la torre mayor, un báculo pastoral levantado. Estaba inserto en un documento del siglo XIV, y de este sello ha derivado directamente el escudo, actual de la villa.

López Agurleta menciona en una obra suya el sello del Concejo de Hita, que vio pendiente de un documento fechado en 1265, y que estaba ya muy destrozado, conociéndose sólo los restos de un castillo, y como una especie de sol saliendo sobre sus muros.

El Sr. Catalina García describió el sello concejo de Atienza, que poseía en su colección particular, y que medía 102 milímetros de diámetro. En el anverso presentaba un castillo de tres torres con dos series de almenas y ventanas. En la torre central, más gruesa y alta, se abría el portón de arco semicircular. En el, reverso aparecía un nuevo castillo, precedido de muralla, y tras de ella se levantaba desplegada una bandera. En la inscripción se señalaba ser el «Sello del Concejo de Atienza en castellano y latín. También se conserva en la villa serrana el sello del Cabildo de clérigos, pon un águila a bicéfala y la leyenda: «S. Capituli. Clericorum. Atencie». Ese mismo símbolo capitular  vemos hoy, tallado en madera en un capitel de la plaza mayor atencina en la casa que fue sede de dicho Cabildo.

También poseyeron sellos concejiles las villas de Cifuentes, Zorita; Uceda, Almoguera, Beleña, Auñón, Berninches y Pareja, que no describirnos por no hacer muy pesada esta relación relación.

Pero no podemos dejar de señalar, finalmente, el conocimiento de un curioso sello, el que, ponía en sus documentos doña Teresa,  la abadesa, del Monasterio cisterciense del Salvador, en Pinilla de Jadraque, a finales del siglo XIII. En el folio 12 del tomo M-58 de la Colección Salazar, de la Real Academia de la Historia, delante del documento, se copia y dibuja fielmente el sello de cera que colgaba del original. Es ovalado, de 8 centímetros de altura máxima,  en él se ve representada una mujer con báculo.

Quedan estás líneas como recuerdo de esta curiosa muestra de la administración medieval y fiel exponente de antañonas costumbres; que hoy rastreamos en la memoria.