Los monumentos funerarios de Guadalajara

sábado, 18 enero 1975 2 Por Herrera Casado

 

La muerte ha sido, en todas las edades y culturas, uno de los temas que más profunda y violentamente han conmovido la atención y el pensamiento de los hombres. Religiones y filosofías se han visto centralizadas por lo que alguien calificó como «lo único cierto de la vida». Por ese estado problemático y oscuro, misterioso y comunitario al que todos los seres arriban, se han tamizado también las más esplendidas muestras del arte, desde la poesía y el drama, a la arquitectura y la escultura. En esta última faceta, los artistas se apresuraron a plasmar su inspiración en los monumentos funerarios que otros grandes y poderosos hombres disponían para encerrar sus cuerpos inánimes.

La provincia de Guadalajara, esta tierra nuestra que en su fondo palpita al unísono del cosmos, lleva en su manto salpicadas todas las manifestaciones del espíritu humano. Y esta del culto artístico a la muerte nos deja en amplio y magnífico repertorio, desde las lápidas más sencillas y humildes hasta los panteones colosales y polícromos donde la muerte es cantada y reverenciada con el nombre de alguna persona noble.

Sin espacio para citar una por una todas las muestras que del arte funerario han existido o todavía se conservan en Guadalajara, espigaremos aquí un sucinto muestrario, elevado en glosa, de las más caracterizadas e interesantes. Desde aquella piedra, casi incolora y ya perdida, que Loperráez describió como encontrada en las cercanías de Sigüenza, y que decía así: Cayo Elio, seguntino, hijo de Galerio Paterno, natural de Clunia, de cuarenta y cinco años de edad, está aquí sepultado. Séale la tierra leve, pasando por las necrópolis hispanoromanas y visigoda que Monteagudo describe en los términos de Azuqueca y Alovera, con hallazgos de curiosas fíbulas y extraños ritos funerarios, son muchas las muestras sencillas, silenciosas y fugaces que han quedado del paso de las diferentes razas y culturas pobladoras de nuestra tierra. Radicadas ya en el contexto socio religioso del cristianismo occidental, comienzan con la reconquista la elaboración de piezas recordatorias de la muerte y enterramiento de las personas de alta alcurnia. Eclesiásticos, guerreros, poetas, damas y mercaderes van dejando su nombre tallado, su blasón polícromo o su recostada y pálida efigie en los oscuros rincones de iglesias y catedrales, de monasterios y panteones particulares en donde los siglos son únicamente hojas amarillentas de un otoño arrebatado y continuo.

Recorramos algunos de estos mausoleos, minúsculos o retumbantes, que se agolpan en los caminos y las ciudades de Guadalajara: el inusitado alarde plateresco de D. Fadrique de Portugal, obispo de Sigüenza, mandara levantar en un ángulo del crucero de la catedral seguntina, con sus escudos y aún su propia efigie orante, dando a su “más allá” un eco colorista y casi galante. Frente a él, formando el contrapunto de la auténtica humildad y desprecio de las pompas humanas, esa piedra ruda, presidida por la calavera y las tibias, que D. Bernardino Mendoza, hijo del tercer conde de Coruña, hizo poner sobre su tumba en el presbiterio de la parroquia de Torija. El hombre que capitaneó una compañía en Flandes, que escribió tratados de guerra, libros de historia y poemas, y que ejerció la diplomacia en las principales capitales europeas, vino a dar con su escueto epitafio: Nec Potes, nec timas, en el apretado destilar de la sabiduría. Y entre ambos, quizás a medio camino de la vanagloria y la humilde retirada, ese magnífico sepulcro, hoy en el Museo de Bellas Artes de Guadalajara, que doña Aldonza de Mendoza, la duquesa de Arjona, se hizo tallar para contener sus restos en el monasterio jerónimo de Lupiana. Con las galas severas y elegantes de la vestimenta gótica (murió el 18 de junio de 1435), minuciosamente trabajadas por anónimo escultor, aún se decidió a poner esta frase junto a su escudo: «Omnia preteriit, preteram arcae deiciit», con la que viene a señalar la fugacidad de la vida humana: «Todas las cosas pasadas, pasarán arrastradas a la tumba”.

Los caballeros después, los hombres que dedicados sólo a la milicia, como don Rodrigo de Campuzano, enterrado con todo su material armado en la iglesia arriacense de San Nicolás, o simultaneada esta con el ejercicio de las letras, en la cúspide clasicista y poetizada del Renacimiento, como D. Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, son claros ejemplos de la imperecedera savia castellana. Es esta última estatua, sin duda alguna, la obra cumbre de la estatuaria funeraria de nuestra provincia, y una de las mejores de toda España.

Al fin, como una cimera coloreada y un algo artificioso de la monumentalidad postrera, el Panteón que la condesa de la Vega del Pozo y duquesa de Sevillano mandó edificar para su enterramiento, y el de sus familiares, a las afueras de Guadalajara, en un estilo neobizantino de gran interés, se culmina en la cripta del mismo, donde la pálida y sepulcral luz rodea el oscuro metal que García Díaz talló el cortejo angelical en que, arrastrado a ignoradas moradas, sigue caminando con los restos de la noble dama.

Muchos otros sepulcros en la catedral de Sigüenza, en San Ginés de Guadalajara, en la colegiata de Pastrana, y aún otros que, en oscuridad y olvido permanecen por iglesias y museos, dan fe de lo abultada que fue la obsesión por el definitivo viaje. El arte ha sabido, en la provincia de Guadalajara, cuajar el mito y la creencia religiosa, dando a la piedra y a la pintura un cariz de elevado rango estético. La muerte, así, se ha esclarecido.