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octubre, 1974:

Es necesario salvar la arquitectura popular

Un edificio de Labros, donde la arquitectura popular ha sido peor tratada.

Quien no haya sentido la emoción primitiva de andar por las callejas sucias, levantadas y polvorientas de los pueblos de España, rozándose con las paredes de adobe, agarrándose a las rejas, penetrando en los frescos y oscuros portalones a preguntar por el tío Pedro, y pasando a visitar su casa, anchurosa y olorosa paja y buenas costumbres, no tiene por qué leer estas líneas. Porque no será partícipe en los propósitos que las animan.

Parece imposible que, a la altura que corremos del siglo XX, el tratar de defender las estructuras urbanas, ancestrales y típicas, de los pueblos y las ciudades de España, sea tarea poco menos que de locos y aún de reaccionarios. Cuando unas costumbres venidas de otro continente, han llevado a todo un pueblo a ocuparse casi con exclusividad, en sus ratos de asueto, a ver como salen muñequitos y monótonas historias ajenas a nuestra cultura en los llamados receptores de televisión, nadie se ocupa de respetar y defender Aquello que hemos heredado, y  adquirido de la médula misma de nuestra tierra, recibiendo con alegría lo ajeno, despreciando olímpicamente lo propio.

La provincia de Guadalajara posee todavía un ancho muestrario de lo que fue el modo de vivir de nuestros antepasados. Pueblos enteros permanecen aún con la misma estructura que tuvieron desde la baja Edad Media, y en otros muchos se conservan excelentes ejemplares de casonas, de calles, fuentes, plazas rincones que merecen la más decidida protección por su auténtico sabor rural e hispano.

Desde los grandes y conocidos ejemplares de plazas mayores, como las del Trigo en Atienza, de España en Sigüenza, la de Cogolludo, de Budia, de Pareja, etc., hasta las más humildes, pero no menos interesantes, plazuelas de Hijes, de Villel de Mesa, de Valverde de los Arroyos, en las que el antiguo sabor de la vida rural se encuentra todavía firmemente anclado.

No se trata ahora de que las, autoridades competentes tomen nota de este tema, pues son ellas las que están más preocupadas e interesadas en que estos populares entornos urbanísticos se conserven íntegramente. Sois vosotros queridos lectores, los que debéis anotar en la agenda de los encariñamientos, este toque de atención hacia lo que verdaderamente nos habla del limpio pasado de la tierra alcarreña. La conservación dé unos diversos y autóctonos modos de construir las casas, de reunirlas en grupos, calles y plazas, de concebir urbanísticamente un pueblo, es tarea obligada de quienes ahora residís en ellas. Mientras que Bellas Artes se encarga, muchas veces ente la incomprensión de  propios habitantes del pueblo, de defender, metro por metro fachada por fachada, rincón, por rincón la, riqueza urbanística y monumental de pueblos como Atienza, Sigüenza, Brihuega, Pastrana, y Molina de Aragón, declarados conjuntos histórico‑artísticos, hace necesario que sean los habitantes de esos otros lugares, que todavía no gozan de declaración monumental oficial, los que soliciten su inclusión, bien en forma de Monumento Nacional, bien en de categoría provincial,  o local, para los entornos más característicos de su localidad.

Hay calles en la provincia, como esa magnífica, alargada y soportalada de Tendilla, que son verdaderas joyas vivientes, legado palpitante de Siglos pasados, que debería respetarse al máximo, no construyendo nada que disuene con lo ya hecho. O esas otras calles de Argecilla, las de Alustante, cubiertas todas sus casas de hermosas rejas, las de Zaorejas, también… y ese aldeanismo tan ­puro de Santiuste, de Barriopedro, de Casa de Uceda, de Uceda mismo… deberá de ser a diario protegido, en cada mínimo detalle que se plantee, por los propios vecinos, conocedores del valor singular de su popular arquitectura. Cada día se pone más de relieve la necesidad que existe de un estudio serio y completo, que abarque todas las regiones de la provincia de Guadalajara, acerca de los modos y tipismos, de la arquitectura rural y aldeana, con objeto de saber, más adelante a qué atenerse en la hora de salvar cuanto de puro y ancestral todavía queda en nuestros pueblos,

Así será posible, dentro de doscientos, de trescientos años caminar por severo y tiernos entornos urbanísticos que hablen a nuestros descendientes, por un lado, de cómo fue la vida popular de las gentes alcarreñas del Medievo y siglos posterior, y por otro, de cómo supieron los hombres del siglo XX, etapa crucial en la conservación de todo ello, reconocer su valor y defenderlo a ultranza.

Es, pues, tarea de todos. Que la piedra gris y el pardo adobe sean todavía, durante muchos siglos, el sello de puridad y el escalofrío de belleza de esta tierra nuestra.

Viaje a la leyenda: Montesinos

Ermita de Nuestra Señora de Montesinos, en término de Cobeta

Hay lugares en la provincia de Guadalajara, que por tan lejanos de la capital y hundidos en el silencio de las altas soledades pinariegas, no son conocidos del gran público, que debiera, cuando menos, tener noción de su existencia. Algo así ocurre con uno de los paisajes del señorío de Molina de Aragón, donde la salvaje belleza natural se mezcla al ferviente recitar de la leyenda mariana.

Más allá de Riba de Saelices, después de cruzar Huertahernando y admirar el imperdurable soliquio románico‑cisterciense de Buenafuente, está la región de Cobeta. Primero el Villar, con su iglesia cuajada de curiosas obras de arte. Luego la Olmeda, casi ahogada del sabinar milenario; y al fin, Cobeta, de grandes y rojizas casonas, donde huele siempre a pino y la sombra alargada del castillo se refleja por tejados y callejuelas. Cuando el cronista quiere decir los pasos de su viaje por estas parajes, se le agolpan las ideas y la mano se desmanda escribiendo los recuerdos alborotadamente.

Es el otoño. Por encima de los mil doscientos metros de altitud ya no calienta el sol: apenas acaricia su calor. La brisa imperceptible, que en medio del pinar levanta un eco metálico y profundo, va adelgazándose hacia el sur, por donde el Tajo se adivina hundido entre barrancos grises. Las sabinas Y enebros de ajada piel secular, olorosa entre los dedos. Los pinos luego, altos y elegantes como figuras de un salón gigantesco. Y aquí y allá los manchones rojizos Y amarillentos, suavemente gritadores de los rebollares bajos, que apagan su andar veraniego en el fuego final de la otoñada. Un par de aves de presa se columpian en el cielo. No se oye nada.

A Cobeta se llega por carretera asfaltada. Recostada en una loma orientada al sur, su faz es acromegálica y gigantesca. Una iglesia enorme en la plaza, una iglesia de lisos paredones y altas campanas, que dentro luce un vulgar altar barroco, un sobrecogedor Cristo gótico y una pila bautismal románica con frases en latín que apenas se entienden. Luego las casas, las calles empinadas y cómodas, los ventanales cubiertos de anchas rejas negras, y en la plaza un animado coloquio de aldeanos trajeados de buena pana oscura, aprovechando el solecillo de mediodía que parece llenar de sonrisa sus mofletes a la salida de misa de doce.

Este cronista y sus acompañantes pasó un rato inolvidable, agradabilísimo, con los simpáticos vecinos de Cobeta, que le invitaron a un vaso de vino y le dejaron comerse un plato entero de olivas. Entre una y otra fueron cayendo las memorias y brotando las brasas vivas de la tradición. Sonaron coplas, se explicaron los modos de construcción de los «chozones de barda», se elucubró sobre los remotísimos orígenes del castillo que domina al pueblo sobre un otero, falto ya de cetros y coronas, y al fin, salió el tema mariano, al que tan afiliados están los hombres molineses. Pasan y repasan sobre la piel de sus días las preocupaciones y los temores, los asuntos económicos, políticos y sociales. Pero hay siempre un fondo que no ceja, una callada voz que se mantiene en pie, generación tras generación, sin apagarse: en cada pueblo surge la tradición de un aparecimiento, de algún sonado milagro, y siempre el rostro dulce, el manto rojo y azul de una Virgen chiquita, heredera secular de un ansia psicológica de la perdurabilidad materna.

En Cobeta nos hablaron de Montesinos, de la Virgen y la ermita de Montesinos, colocada en la orilla del río Arandilla, en medio de un bosque de fábula. Al viajero que todos los temas le atarean, cuando tienen que ver con los pueblos y las gentes de Guadalajara, se le fueron los deseos de subir al castillo, ya visto desde abajo, y los cambió enseguida por los de la aventura, casi misteriosa y bastante difícil, de llegarse a la ermita mentada. Por considerar casi imposible llegar a ella con su coche los aldeanos se brindaron a guiarnos. Al fin se explicaron claramente y despacio; quien esto escribe se armó de valor, y con sus acompañantes se hundió en la cerrada espesura del pinar, cruzando los caminos más desiguales y difíciles que jamás vio, perdiéndose alguna vez, y llegando al fin hasta la ermita, que todavía, al recordarla, arranca un acorde de emoción por su espinazo.

Colgada en una rápida bajada del bosque, en la orilla del río Arandilla, frente a unos roquedales rojizos y enhiestos, muy parecidos a los que sobre el río Gallo forma la geología de la Hoz, está el Santuario de la Virgen de Montesinos, formado por una gran ermita alargada y de estructura muy sencilla, con una puerta semicircular de tradición románica, cubierta de curiosa guarnición de clavos y forja. Otros dos edificios, la hostería y unas corralizas, forman el resto del conjunto.

Fue allí, en ese ahogado y salvaje lugar del señorío molinés, donde la Virgen se apareció a una pastorcilla manca, según nos cuenta García Perdices, en la página 52 de su obra «Cual Aurora Naciente», quien desde allí viajó al castillo de Alpetea, situado a la orilla del río Tajo, a pedir al alcaide moro que por entonces le ocupaba, y a quien llamaban Montesinos, que fuese al lugar de la aparición, «donde hallaría lo que más le convenía». Los aldeanos de Cobeta nos decían cómo fue el moro allá, se convirtió al cristianismo y edificó un santuario en honor de la Virgen que tomó su propio nombre. Fue hasta su muerte gran protector de los cristianos. En la iglesia parroquial de la Olmeda de Cobeta, existe un lienzo representando la aparición de esta Virgen, en que se ve a María sobre un árbol, y un príncipe moro, con un aldeano a su lado, postrados de rodillas ante ella.

Aún se conserva el rito folklórico, por aquellos lugares, de la llamada «fiesta de las siete banderas», que consiste en una alegre y numerosa romería de los pueblos de Cobeta, El Villar y la Olmeda, Torremocha del Pinar, Aragoncillo y Anquela, la víspera de la fiesta de la Ascensión, a la que cada pueblo lleva alta y coloreada su bandera o pendón. Decían en Cobeta que siempre era el suyo el más alto, y que en cierta ocasión llevaron Uno más alto aún que la torre de las campanas de su iglesia parroquial.

Es verdaderamente reconfortante comprobar cómo perviven estas sinceras y hermosas tradiciones Populares, enraizadas absolutamente en el cotidiano vivir de las gentes. Las apariciones de la Virgen en lugares abruptos, las leyendas de moros, príncipes y pastores; las fiestas populares donde la fuerza de los mozos y la alegría espontánea es el principal motivo… todo ello nos hace ricos y felices, hondamente humanos, fielmente ligados al vivir de nuestros mayores. En este «viaje a la leyenda», que tenía por meta la ermita, de Montesinos, en el río Arandilla, entre los pliegues verdes y húmedos del señorío de Molina, es algo que recomiendo a todos cuantos sientan de verdad Palpitar su corazón por las cosas, hondas y sencillas, pero tenazmente válidas, de nuestra provincia de Guadalajara.

El retablo de Bujarrabal

 

A pocos kilómetros de Sigüenza, caminando por carretera tranquila y bien cuidada, se llega enseguida al pueblecillo de Bujarrabal, en el que culmina una excursión variada y agradable, pasando por Guijosa, donde se admira su castillo, y por Cubillas, en qua aún permanece la modesta iglesia románica.

Bujarrabal es villa de grandes casas de piedra, oscuras y recias, por las que apenas pasan los siglos. Algunas han caído ya, desde que, sus vecinos emprendieron la emigración sin retorno de sus campos. Otras, en cambio, esperan ser adquiridas por gentes de ciudades, que a muy bajos precios pueden ser dueños de estas sencillas y severas mansiones rurales. Aparte de los diseños populares que en las fachadas de algunas de estas casas aparecen, nada de particular encierra Bujarra­bal. Si no es, por supuesto, su iglesia parroquial, dedicada a la Virgen, que preside el gran retablo que ahora estudiaremos. En contra de lo que algunos autores afirmaron en este siglo, describiéndola sin haberla visto previamente, la parroquia le Bujarrabal no es románica. De armónica y unitaria construcción, hay que remontar ésta a los comienzos del siglo XVI, resultando, uno más de esos templos sobrios, altísimos y coronados de tracerías nervadas que tanto abundan en nuestra provincia. No quiere decir que no tuviera iglesia románica anteriormente, pues consta de un documento de 1307 (el testamento de doña Toda de Bujarrabal, viuda de Diego Alvarez, conservado en el Archivo de la Catedral Seguntina), que dicha señora dejaba a sancta María de Bujarraval diez maravedís para la lavor, e a Sant Miguel de este mismo lugar, diez marabedís». Estas dos advocaciones serían posteriormente reunidas en el retablo de la nueva iglesia.

Cubre este gran retablo, obra destacada del renacimiento ea la región de Sigüenza, todo el fondo del presbiterio de la iglesia de Bujarrabal. Catalogable perfectamen­te en el estilo renacentista del siglo XVI, es, sin, embargo, obra de grandes influencias rurales, en la que abunda el detalle de taller, y sólo alguna imagen o rostro en las pinturas denotan la mano de un maestro o artista de categoría.

Aún con todo y asentándose en el momento actual, que ha de ser de salvación, cuidado y protección decididas por todas las obras de arte que hemos heredado, este retablo forma entre la breve colección de obras de arte de este tipo que se conservan unitarias y en muy buen estado, por lo que todos los esfuerzos para su mantenimiento han de ser pocos. Comencemos, pues con la tarea inicial, cual es su descripción y estudio.

Claramente se observa que, sobre el conjunto renacentista de este retablo, han sido añadidos algunos detalles barrocos del siglo XVIII que, por otra parte, no le afean en exceso. Tales son los paneles superiores que recubren con voluminosa flores y cabecillas de ángeles, todo ello ingenuamente policromado, el espacio que mediaba entre el remate del retablo renacentista y el arco apuntado de la bóveda. Algunos ángeles de claro signo barroco se reparten por las más altas cornisas.

La obra primitiva consta de cuatro cuerpos, cada uno de ellos dividido en cinco calles. La estructura es sobria y encuadrable en lo más típico del quehacer plateresco. Mientras la calle central está ocupada por obras de talla policromada, las laterales se llenan con pinturas sobre tabla, hasta un total de dieciséis.

Las tallas de la calle central son las siguientes: en la parte más elevada del retablo, incluso en una hornacina cuadrangular, aparece el arcángel San Miguel aplastando a su eterno rival el diablo. Es añadido barroco. Debajo, en rectangular hornacina, escoltada por columnas adosadas y rematada por friso plateresco, aparece el Calvario, de floja ejecución, con un fondo de pintura en el que aparece la clásica ciudad, el sol y la luna. Más abajo aún, y centrando el retablo todo dentro de hornacina semicircular, se nos ofrece una admirable talla de la Virgen María, en actitud sedente, con un Niño desnudo entre sus manos. La expresión de María es serena y vigorosa y el plegado de los paños que la cubren denota a un artista muy experimentado en estos menesteres. En se u hornacinas aveneradas, dos pequeñas figuras de San Lorenzo y San Sebastián dan escolta a la Virgen.

El resto del retablo está constituido por las pinturas, que van separadas entre sí por columnillas exentas, de fuste prolijamente decorado a base de ingenuos grutescos. Sencillos frisos y cornisas separan un cuerpo de otro. En el inferior o predela, cuatro tablas con las efigies de otros tantos evan­gelistas, de mano irregular y distinta al que ejecuta el resto de las composiciones. En el segundo cuerpo, de izquierda a derecha del espectador, aparecen la Anunciación, la Natividad, la Circuncisión y la Adoración de los Reyes Magos, que acompaña a estas líneas. En el siguiente cuerpo, y por el mismo orden, diversas escenas de la Pasión de Cristo, el Beso de Judas, la Coronación de espinas, la Flagelación y la Presenta­ción ante el pueblo judío. En el cuarto y último cuerpo, originariamente sólo aparecían dos pinturas, de formato cuadrado, a ambos lados del Calvario: a la izquierda, una Caída de Jesús con la Cruz a cuestas, y a la derecha, el Enterramiento. Posteriormente se añadieron otras dos tablas, de mano visiblemente diferente, representando a Cristo y a su Madre, sin interés para nosotros ahora. El conjunto, a pesar de sus adiciones barrocas, resulta muy bello y magnificiente, merecedor de ser con templado detenidamente.

A la hora de poner nombre a sus autores, quedamos naufragando en un mar de conjeturas, sin dato documental al que adherirnos por falta de los mismos en la parroquia. No cabe duda de que al hallarse tan próximo a Sigüenza el pueblo de Bujarrabal fue en la ciudad Mitrada donde se realizó esta obra de arte, máxime teniendo en cuenta que en esta época, mitad del siglo XVI, la catedral seguntina es un hervidero de artistas de todo tipo. Ya lo decía el Pérez Villamil en su obra acerca de la Catedral de Sigüenza: «Era también el gran centro de producción artística donde venían a surtirse de obras admirables los pueblos de la comarca. ¿De dónde, si no de estas oficinas (por los talleres de forja, talla y pintura) salieron la mayor parte de los retablos, cruces procesionales de plata, cálices y custodias que enriquecían las parroquias de los pueblos, hasta los más humildes del Obispado, y de cuyo rico patrimonio aún quedan por fortuna notables ejemplares?»

Conociendo los nombres de quienes contratan el mayor número de obras en esta fecha en la catedral, podemos quedar mejor orientados a la hora de encontrar la auténtica paternidad de este retablo de Bujarrabal. Consta que Francisco Verdugo y Juan de Pereda trabajan en ciertas obras de la catedral, en el primer cuarto del siglo XVI. De Pereda ya hemos hecho revisión exhaustiva, aunque la traza de ciertas composiciones del retablo ahora estudiado (La Anunciación y la Adoración de los Magos, sobre todo) no nos permiten olvidarle completamente. Francisco de Pelegrina y Pedro de Villanueva realizan varias obras pictóricas a mediados del siglo, lo mismo que Pedro Andrade. Diego Martínez es autor de la pintura del retablo soriano de Caltójar en el que interviene como tallista Martín de Vandoma. Cualquiera de ellos pudo ser el que nos legara, con su color y su delicada plástica renacentista, el conjuntado haz de pinturas de este magnífico retablo de Bujarrabal.

Que de esta manera entra en el amplio y cordial conocimiento de cuantos sienten devoción por lo que el pasado de su tierra les ha legado.