Viaje a la Alcarria

sábado, 8 junio 1974 0 Por Herrera Casado

 

Antes, mucho antes de que Camilo José Cela arribara ante nuestras provinciales fronteras, para diseccionar con mínimo y, en algunos momentos con crueldad, nuestros paisajes, nuestro caminos y nuestros autóctonos modos de ser, muchos otros viajeros se dedicaron a recorrer pueblos, pernoctar en ventas y atravesar ríos para después escribir sus impresiones y procurar, en todo caso, sacar un provecho y un “propósito de la enmienda” de aquello que no encontraran en demasiadas bunas condiciones.

Aparte de los viajes de Ponz y Cornide Saavedra, exista una pequeña relación breve pero muy sustanciosa, que escribió don Tomás de Iriarte en 1781 a raíz de un viaje que desde Madrid hizo a Cuenca, pasando por varios lugares de nuestra Alcarria, en el que, con cuatro escuetas pinceladas traza personajes, paisajes e instituciones, y nos las dejas frescas y plenas de color para que ahora doscientos años después, las evoquemos.

Iriarte fue un canario que ocupó sus años en la segunda mitad del siglo XVIII, justo en ese momento en que la Ilustración hispana alcanza su máximo apogeo bajo los reinados de Fernando VI y Carlos III. A Tomás de Iriarte le conocen los escolares por su más famosa producción, las “Fabulas Literarias”, publicadas en 1782. Pero tal vez lo más característico de este intelectual se su auténtico espíritu ilustrado, encarnación total de un época que busca la reforma de la sociedad a partir de la clase alta y cultivada, bajo la frese tan conocida de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” que hicieran brotar los franceses iniciadores del Movimiento. Iriarte dirigió algunos periódicos, entre ellos el “Mercurio Histórico Político”; tradujo obras del latín y sobre todo, intentó vencer la decadencia que España arrastraba desde un siglo antes, con sus escritos y sus continuas intervenciones y polémicas públicas.

El Viaje a la Alcarria que como digo, realizó y después relató Tomás de Iriarte en 1781, fue dado a conocer por Cotarelo y Mori en 1897, entre las páginas 467-471 de su obra “Iriarte y su tiempo”. Vamos a recorrer con el autor, doscientos años después aquellos caminos y aquellas posadas de las que aún, a buen seguro, quedarán paredones sobre la parda extensión de las alcarrias.

Salió de Madrid hacia Alcalá. Cruzó el Henares en la llamada “barca de Santorcaz”; siguió  de este pueblo al Pozo de Guadalajara, y de allí bajó hasta Aranzueque, lugar poblado y próspero del que dice “hay un mesón nuevo con buenos cuartos, pero no que comer”. Extraña política turística la de aquellos ribereños del Tajuña, que construían local para hospedajes y luego no se preocupaban de dar buenas comidas en ellos. Así y todo, aun paraba gente importante en estos lugares. Nuestro escritor se encontró en este mesón con el marqués de Camporreal, que viajaba desde Trillo, donde había estado tomando unos baños, hasta Jerez de la Frontera. Iba en su propio coche tirado de seis caballos blancos. “¡Pobres caballos y pobre coche!” exclama Iriarte al recordarlo, pensando, sin duda, en los centenares de kilómetros de polvo, de arroyos, de noches sin dormir y de asfixiantes calores que para vehículo y ocupantes estaban todavía esperando. Para terminar el retrato, poco favorable, del mesón de Aranzueque. Dice Iriarte del mesonero que es viejo, cojo y horrible, y de la mesonera que morena y hombruna. Y pera arreglo, no pinta a la niña de ambos como de siete años, blanca, rubia y hermosa”. Con la nota final, le pone mote a la mesonera: “que por este lugar no dejan de pasar extranjeros de aquel color y pelo”.

Siguiendo en Aranzueque, dice Iriarte que, dedicado aquel día a descansar, se fue a la iglesia y allí se detuvo en tocar el órgano. Seguro que ante los ojos del fabulista se extendía, cuajado de oros y colores, el magnifico retablo renacentista que el templo de Aranzueque tuvo hasta 1936. Cuando el sacristán entró al recinto sagrado y oyó a su órgano sonar como tocado de los ángeles, debió quedar entusiasmado. Tanto que, según el escritor, le regaló unos peces que había pescado aquella mañana.

Dos curiosos tipos debían ser, en el Aranzueque de 1718, el cura y el sacristán. Del primero dice Iriarte que “es un gigante que ganaría mucho dinero en Madrid si se dejase ver a real de plata la entrada”. En el retrato de Joaquín Inza al escritor, y que hoy se conserva en el museo del Prado, se refleja una alegría, una seguridad en sí mismo y un buen humor que ya quisiéramos tener muchos de nosotros. Y no es que Iriarte fuera ningún chaparro, pero, siguiendo con la descripción del cura de Aranzueque, dice de él que no le llegaba al hueso esternón, y que en punto a gorduras, no lo sería menos que el duque de Osuna, quien en aquella época presumía de ser de los hombres más corpulento del globo. Termina su descripción el fabulista: “me he alegrado de haber visto este patagón” En cuando al segundo de los personajes que trató en Aranzueque, el sacristán, cumplía con los dos oficios que en esta segunda mitad del siglo XVIII solía ocupar en todos los pueblos pequeños de España: sacristán y maestro de escuela, teniendo las clases en la misma iglesia, donde, “sin respeto alguno a lo sagrado, se bajan los calzones a los muchachos y se alzan las faldas a las niñas para zurrarlos cada y cuanto que es menester” Y termina su relato de Aranzueque señalando el nombre de “portazgueros” con que se les conocía en aquella época a los del lugar. Todo porque, según contaban los lugares colindantes, en cierta ocasión que pasaba una procesión  con un “Cristo del Gran Poder” sobre el puente del Tajuña, donde por licencia real tenían establecido un portazgo o aduna local para controlar las mercancías, ganados, etc. que utilizaban ese paso del río, trataron de hacer pagar el Cristo por llevar una Cruz a cuestas. Iriarte, por supuesto, no cree el chascarrillo. Pero no deja de ponerlo en su relato.

Continuando con don Tomás de Iriarte en su viaje por la Alcarria de 1781, una vez cruzado el Tajuña y dejada atrás la vega de Aranzueque, encaminó sus pasos hacia Tendilla, por donde pasó un lunes por la tarde, quedando muy contento de las arboledas que por todas partes rodeaban al pueblo. Al fin del día arribó al convento franciscano de la Salceda, en lo alto de la cuesta que accede el llano alcarreño. Dice de él el escritor que «está situado aquel santuario en una eminencia en medio de unos montes frondosísimos». Ya no era la Salceda, ni mucho menos, lo que en los dos siglos anteriores había sido. De aquellas largas, casi interminables filas de hombres que lo ocuparon cuando fray Pedro González de Mendoza y sus ricos familiares pastraneros protegían y llenaban de dineros el convento, ahora eran unos pocos frailes los que que­daban empleados en las tareas religiosas del rezo y la penitencia. Iriarte, sin embargo, quedó contentísimo de las atenciones que recibiera de parte de los franciscanos, de los que dice que le «hospedaron muy generosamente y me dieron buena cena con que desquitarme de la mala comida del mesón de Aranzueque». Llegando aquí, no podemos sino evocar aquellas épocas, aquellos pasados siglos en los que era posible hacer un viaje por la provincia de Guadalajara parando prácticamente a comer y a dormir siempre en algún convento o monasterio, bien de frailes, bien de monjas, que con sus proverbiales y sanísimas pitanzas hacían grato el parar y el des­canso de los caminantes y peregrinos.

Aunque Iriarte sólo pasó en la Salceda una noche a cenar y dormir, diciendo además que «me hubiera estado allí de buena gana tres o cuatro días, porque, en medio de ser un desierto, es paraje delicioso” aún le dio tiempo a tener algún encuentro y cierta aventura dignos de ser rememorados.

Allí encontró un viejo conocido suyo, «el marido de la Salustiana», entretenido en un oficio verdaderamente curioso, pues se dedicaba a fabricar disciplinas para los frailes. Este misterioso conocido de Iriarte se encontraba en la Salceda en calidad de preso gubernativo, tal y como unos años después, en especial durante el período reaccionario tras la guerra de la Independencia, iban a estar bastantes liberales acusados de «afrancesados» y «masones». La sorpresa del fabulista fue en aumento al conocer el entretenimiento de su amigo, y dice que se ríe sólo de pensarlo, y aun de lo que el otro le dijo de que «las hacía de muy buena gana por lo mal que está con los frailes, y que sólo sentía no poder también darles los azotes por su mano».

Al acostarse ‑no todo iban a ser primores y holandas ‑ asaltaron al viajero tal cantidad y calidad, por lo guerreras, de pulgas, que no le dejaron dormir en toda la noche. Cansado del martirio del picoteo, y oyendo tocar la campana a maitines, se levantó y decidió acercarse al coro a contemplar tan ascética ocupación frailuna, como era la de salir a la medianoche al templo y allí, medio dormidos y por completo destemplados, rezar y cantar durante mucho tiempo, la cosa se convirtió para Iriarte en una verdadera aventura «en todo digna de Don Quijote», según él mismo afirma. Pues, como no existía comunicación entre el edificio de la hospedería y las dependencias propiamente conventuales, así como estar todo sumido en la oscuridad más absoluta, empezó a andar a tientas por pasillos y claustros que no conocía, a subir y bajar escaleras por todas partes, mientras a lo lejos, en la calma de la noche, se oían las voces tristes y lúgubres de los frailes cantando sus maitines. No pudo llegar al coro y, perdido como andaba, sólo los ronquidos de su criado le pudieron orientar para encontrar de nuevo la habitación de la que había partido. La aventura, verdaderamente, es como para no olvidarla en toda una vida.

Al día siguiente continuó su camino, yendo a pasar por un pueblecito, concretamente Alhóndiga, que le gustó muchísimo, por su «perspectiva muy pintoresca» y por su notable situación, encima y alrededor de un cerro, que él comparó a «la Rotunda de Roma», con su iglesia por corone. También le gustó mucho Auñón, por el que pasó después.

Lo quebrado de todo el terreno alcarreño y su buena temperatura en verano le vino que ni pintado al viajero. De los habitantes de la zona quedó encantado: «la gente es bastante aplicada a la agricultura y tiene buen modo con los forasteros».

De la Alcarria de Guadalajara salió Tomás de Iriarte por Sacedón y Poyos. Antes de entrar al primero de ellos tuvo que atravesar un paraje que hoy ya sólo existe en parte, y ello transformado. Pues lo que hoy es embalse de Entrepeñas, en el siglo XVIII y anteriores era el llamado Infierno del Tajo». Así lo describe el escritor ilustrado: «Es un sitio escabroso, horrorosamente bello; pues, si, por una parte, se ven unas elevadas y desmedidas peñas que parecen amenazar ruina, por otra hay arboledas deliciosas que siguen la orilla del río, cuyas aguas son por aquella parte encarnadas a causa de ser de este color la tierra de la madre del río. Llaman sin duda Infierno a este paraje por las simas y cuevas, que le hacen horroroso».

Empieza en estas líneas, como muy bien apunta Gaspar Gómez de la Serna, al citar este párrafo en su obra «Los viajeros de la Ilustración», el sentimiento romántico de la Naturaleza, que tanto pesará en el hacer literario de los escritores de nuestro siglo XIX. Iriarte se adelanta en esto, como en otras muchas cosas, a su tiempo, haciéndonos de nuevo lamentar su temprana muerte, a los 41 años de edad.

Su última parada en la Alcarria guadalajareña fue en el pueblecito de Poyos, lugar a orillas del río Guadiela, hoy tapado por las aguas del pantano de Buendía, que, según el escritor, gozaba de «una hermosísima vista». El final de su etapa lo tuvo en el conquense enclave de Gascueña.

La lectura de estas escasas páginas que Tomás de Iriarte escribiera en el año 1781 nos ha hecho pasar un rato agradable y verdaderamente evocador, y esperamos que lo mismo habrá ocurrido con todos vosotros, asiduos lectores de estas antañonas peripecias del espíritu alcarreño, y cordiales amadores de los humildes, pero gratísimos recuerdos de nuestro pesado regional.