Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

junio, 1974:

Valverde de los Arroyos

 

El pasado domingo, 23 de junio, el siguiente a la octava del Corpus, Valverde de los Arroyos celebró su anual fiesta mayor. En ella estuvimos, a Dios gracias, los de siempre: el pueblo entero, sumado a él todos los que poco, a poco emigrando, y que en ese ocasión vuelven a su terruño húmedo y altivo para evocar y revivir la alegría heredada de sus mayores; y luego los amigos de este hondo y genuino, folclore que aún pervive sin mancha. Periodistas, fotógrafos y excursionistas curiosos por todo lo que de valor histórico o costumbrista abunda por nuestra provincia.

El camino, como siempre malo. Hasta Arroyo de Fraguas, aún se puede rodar, tranquilo. Desde allí a Valverde, todo son peligros, polvo y molestias, Cuando todos los pueblos de la provincia y de España han sido convocados al común resurgir de una época, Valverde sigue sin aceptables comunicaciones, sin luz, sin escuela y sin médico. Poco menos que arrojado, al siniestro paredón de la condena a muerte. Y sin causa justificada. Porque en Valverde hay riqueza de muchos tipos. La palpable de la agricultura y la ganadería con sus, trigales, sus huertos, sus masas de árboles frutales, y sus numerosos rebaños. La riqueza potencial, pero más segura que en ningún otro sitio del turismo que necesita lugares puros de fantástico clima, y paisaje como es éste, para brindar salida, al descanso de miles de compatriotas. Y, finalmente, la riqueza moral de sus hijos, que, tal como quedó bien demostrado el pasado domingo, saben recibir con los brazos abiertos a quienes van la compartir con ellos, siquiera un día al ano, su existencia difícil y, sin embargo, bella.

En estas tres riquezas pensaba este cronista al caminar, sumido en una nube de polvo, hacía Valverde de los Arroyos. En esas tres riquezas que, en nombre propio y de los vecinos de Valverde, solicita sean oficialmente reconocidas y aprovechadas.

Pero era la fiesta grande el día de las danzas y de las buenas comidas, el día en que la pradera verde y alta que ampara el Ocejón con su brazo, mineral, sería adornada con rosas, con vestidos de colores, con músicas de tamboril y flauta, A media mañana se dijo la misa en el templo parroquial, oscuro y humilde, concele­brada por cuatro sacerdotes relacionados con el pueblo. Después, la procesión, con el Santísimo en manos del párroco, y bajo palio, hasta la alta pradera en laque el botarga, ordena y manda a los diez danzantes del Señor su riguroso ancestralismo de pasos y evoluciones. La música en el respetuoso silencio de los concurrentes; el seco vibrar de las castañuelas y el grito final del botarga, es lo único que durante un buen puñado de minutos rompe el dilatado y altísimo, silencio de los arroyos y los montes.

Vueltos en procesión a la iglesia, los danzantes salen de nuevo a la plaza, y allí realizan los otros dos bailes peculiares suyos, que completan el trío de sus interpretaciones el del paloteo, y el de las cintas. Más tarde, y a cargo del botarga generalmente (este año le ayudó en el oficio uno de los danzantes) se almonedean las roscas que los mozos recogieron durante la madrugada en todas las, casas del pueblo en que buenamente les confeccionaron para regalárselas. Buenos dineros se saca la Cofradía en este menester. Después, naturalmente, la comida. Y a la tarde, más baile, ésta vez por petición de Vecinos e invitados, delante de la iglesia, con limosna de los que reciben la danza, y un ¡Viva! entusiasta del botarga, pa­ra el donante.

Entre medias de todo ello, y para el excursionista con arrestos y buenas piernas, están cercanas las «chorreras de Despeñalagua», unas impresionantes cascadas de más de 40 metros de altura por las que cae un arroyo procedente de lo alto del Ocejón. Este año fueron más de una veintena los curiosos que llegaron hasta ellas, habiendo algunos incluso (del Club Alcarreño de Montaña por supuesto, con García Perdices a la cabeza) que las remontaron y a punto estuvieron de subirse al pico más alto, simplemente «‑por hacer piernas».

Las danzas de Valverde de los Arroyos son, unas de las poquísimas que en nuestra provincia quedan en honor del Sacramento de la Eucaristía. Muy populares estas danzas a partir del siglo XVI, raro era el pueblo que no las tenía y ejecutaba. En Valverde sabemos que ya en ese siglo existían, pues de entonces data la Bula pontificia por la que se concedía a los danzantes el privilegió de bailar cubiertos ante, el Santísimo. Los colores vivos y atuendos un tanto femeninos que exhiben, a base de faldellines, pañuelos, cintas y camisolas, derivan del deseo de expresar una alegría, una total manifestación de amor a Dios, y tomando sus atuendos de los de las mujeres, que en sus trajes llevaban entre bordados, y sedas, el arco iris completo. El que dirige a los danzantes y es, a la vez, un poco el maestro de ceremonias, recibe el nombre de «botarga», según propia manifestación, aunque no tiene el cometido y significado propio de lo que con idéntico nom­bre se designa en otros lugares cercanos de la serranía. Hay, por fin, un músico que interpreta a la vez el tamboril y la, flauta, instrumentos de gran antigüedad ambos, y con un ritmo que se conserva sin mácula a lo largo de los años.

Pasó otra vez la fiesta mayor, de Valverde. Este, cronista y todos sus amigos que le acompañaron, quedaron, como les de rigor, maravillados de cuanto vieron. Continuaron sin encontrar explicación a la crónica dejadez y abandono en que se tiene este enclave de nuestra provincia, y pudieron constatar que no es otra cosa que el vigor y la fe de sus habitantes, lo que mantiene en pie al pueblo, el paisaje y la fiesta grande de las danzas, para la que Información y Turismo con la ayuda que desde el año pasado les brinda, está augurando una larga vida.

Los capirotes de Tierzo

 

En el escondido lugar molinés de Tierzo hemos encontrado, al filo de nuestros viajes por estas tierras de ingrávido rumor de sabina y ásperos vientos, una costumbre que no queremos dejar de anotar para el conocimiento de cuantos cada semana extienden sus ojos por el humano palpitar de Guadalajara.

En este pequeño pueblo del señorío molinés, en el que sus grandes casonas de piedra están sonando cada día con más intensidad al vacío que dejan las gentes que se van, destaca, entre otras cosas, la llamada «casa fuerte» que se alza en su término, hoy propiedad particular en la Vega de Arias, y que representa el tipo ideal de casona solariega, más castillo que otra cosa, típica de los siglos XII al XIV, en los que la zona de Molina se repuebla y engrandece bajo el mandato directo de sus condes.

El otro edificio digno de admiración, ya en el mismo lugar de Tierzo, es su iglesia parroquial, obra sencillísima del siglo XVI, en la que destaca, entre otras cosas, el altar mayor, que es un retablo de la misma época, realizado en el estilo sencillo, pero expresivo, de los pueblos castellanos. Presidido por una imagen moderna de San Pascual Bailón, patrón del pueblo, contiene en cuatro hornacinas sendas estatuas de apóstoles y santos, coronándose con un relieve de la Natividad de Cristo y una tabla, muy buena, a pesar de la oscuridad en que se encuentra, que representa la imposición de la casulla a San Ildefonso por la Virgen María, obra de comienzos del siglo XVI.

Es en la sacristía donde se halla el objeto que hoy con preferencia glosamos. Se trata de un cuadro al óleo, de unas dimensiones aproximadas de 1×0,5 metros. En él aparecen los vecinos de Tierzo en la festividad que durante muchos años se ha venido celebrando en el lugar con el nombre de «los capirotes». Una procesión de figuras cubiertas de blanca vestimenta y picudos cucuruchos forrados del mismo color, calzados con zapato negro y media blanca, y llevando una vela en la mano, caminan por una pradera. Delante de ellos aparece una niña ataviada con traje de flores y corona de reina. Otro capirote, vestido de negro, lleva el estandarte, y detrás de la procesión aparecen dos figuras de sacerdotes revestidos. Al fondo, a la derecha, un paisaje rocoso con una ermita. En el pie del cuadro, una fecha: 1845.

La explicación de todo ello es bien sencilla. Aunque el cólera o «morbo asiático» penetró en Europa hacia 1823, a través del Bósforo, la primera epidemia de este terrible mal se dejó sentir en España hacia 1833‑34, haciendo estragos entre la población, que, concretamente en Madrid, lo tomó como excusa para incendiar conventos y asesinar frailes, haciendo culpables de la epidemia a los jesuitas y otros religiosos que, por supuesto nada tenían que ver con ella. Desde entonces, hasta 1877 en que, el mal se agudizó de manera muy notable, continuó endémico el cólera en España, recrudeciéndose por temporadas o por zonas. Fue en 1845 cuando el cólera amenazó con diezmar la población de Tierzo, y entonces votó el pueblo hacer anualmente, en el mes de junio, una procesión desde su pueblo hasta el santuario de la Virgen de la Hoz, patrona del Señorío, si los poderes celestiales conseguían detener tan calamitosa situación. Durante muchos años se hizo de la manera como se representa en este cuadro, conociéndose por los contornos esta típica costumbre con el nombre de “los capirotes de Tierzo”, yendo el pueblo en masa así vestido, y andando, hasta el Santuario mariano de la Hoz.

Según referencias orales de sus actuales habitantes, esto se ha venido haciendo hasta el año pasado, si bien últimamente se prescindió del calzado de color negro y se caminaba con alpargatas. El resto de su curiosa y penitencial vestimenta se llevaba de exacta manera a como en 1845 se instituyó.

Anotamos esta curiosa costumbre, como un hallazgo que ha de causar verdadera satisfacción para los aficionados al folklore provincial, al tiempo que viene a incrementar el bagaje de datos vivos para los estudiosos de tema tan interesante como es el folklore votivo, penitencial y religioso‑sanitario de nuestro país, del que fué destacado investigador nuestro desaparecido Dr. Castillo de Lucas, y hoy tiene su máxima expresión en el erudito mallorquín D. Gabriel Llompart.

Viaje a la Alcarria

 

Antes, mucho antes de que Camilo José Cela arribara ante nuestras provinciales fronteras, para diseccionar con mínimo y, en algunos momentos con crueldad, nuestros paisajes, nuestro caminos y nuestros autóctonos modos de ser, muchos otros viajeros se dedicaron a recorrer pueblos, pernoctar en ventas y atravesar ríos para después escribir sus impresiones y procurar, en todo caso, sacar un provecho y un “propósito de la enmienda” de aquello que no encontraran en demasiadas bunas condiciones.

Aparte de los viajes de Ponz y Cornide Saavedra, exista una pequeña relación breve pero muy sustanciosa, que escribió don Tomás de Iriarte en 1781 a raíz de un viaje que desde Madrid hizo a Cuenca, pasando por varios lugares de nuestra Alcarria, en el que, con cuatro escuetas pinceladas traza personajes, paisajes e instituciones, y nos las dejas frescas y plenas de color para que ahora doscientos años después, las evoquemos.

Iriarte fue un canario que ocupó sus años en la segunda mitad del siglo XVIII, justo en ese momento en que la Ilustración hispana alcanza su máximo apogeo bajo los reinados de Fernando VI y Carlos III. A Tomás de Iriarte le conocen los escolares por su más famosa producción, las “Fabulas Literarias”, publicadas en 1782. Pero tal vez lo más característico de este intelectual se su auténtico espíritu ilustrado, encarnación total de un época que busca la reforma de la sociedad a partir de la clase alta y cultivada, bajo la frese tan conocida de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” que hicieran brotar los franceses iniciadores del Movimiento. Iriarte dirigió algunos periódicos, entre ellos el “Mercurio Histórico Político”; tradujo obras del latín y sobre todo, intentó vencer la decadencia que España arrastraba desde un siglo antes, con sus escritos y sus continuas intervenciones y polémicas públicas.

El Viaje a la Alcarria que como digo, realizó y después relató Tomás de Iriarte en 1781, fue dado a conocer por Cotarelo y Mori en 1897, entre las páginas 467-471 de su obra “Iriarte y su tiempo”. Vamos a recorrer con el autor, doscientos años después aquellos caminos y aquellas posadas de las que aún, a buen seguro, quedarán paredones sobre la parda extensión de las alcarrias.

Salió de Madrid hacia Alcalá. Cruzó el Henares en la llamada “barca de Santorcaz”; siguió  de este pueblo al Pozo de Guadalajara, y de allí bajó hasta Aranzueque, lugar poblado y próspero del que dice “hay un mesón nuevo con buenos cuartos, pero no que comer”. Extraña política turística la de aquellos ribereños del Tajuña, que construían local para hospedajes y luego no se preocupaban de dar buenas comidas en ellos. Así y todo, aun paraba gente importante en estos lugares. Nuestro escritor se encontró en este mesón con el marqués de Camporreal, que viajaba desde Trillo, donde había estado tomando unos baños, hasta Jerez de la Frontera. Iba en su propio coche tirado de seis caballos blancos. “¡Pobres caballos y pobre coche!” exclama Iriarte al recordarlo, pensando, sin duda, en los centenares de kilómetros de polvo, de arroyos, de noches sin dormir y de asfixiantes calores que para vehículo y ocupantes estaban todavía esperando. Para terminar el retrato, poco favorable, del mesón de Aranzueque. Dice Iriarte del mesonero que es viejo, cojo y horrible, y de la mesonera que morena y hombruna. Y pera arreglo, no pinta a la niña de ambos como de siete años, blanca, rubia y hermosa”. Con la nota final, le pone mote a la mesonera: “que por este lugar no dejan de pasar extranjeros de aquel color y pelo”.

Siguiendo en Aranzueque, dice Iriarte que, dedicado aquel día a descansar, se fue a la iglesia y allí se detuvo en tocar el órgano. Seguro que ante los ojos del fabulista se extendía, cuajado de oros y colores, el magnifico retablo renacentista que el templo de Aranzueque tuvo hasta 1936. Cuando el sacristán entró al recinto sagrado y oyó a su órgano sonar como tocado de los ángeles, debió quedar entusiasmado. Tanto que, según el escritor, le regaló unos peces que había pescado aquella mañana.

Dos curiosos tipos debían ser, en el Aranzueque de 1718, el cura y el sacristán. Del primero dice Iriarte que “es un gigante que ganaría mucho dinero en Madrid si se dejase ver a real de plata la entrada”. En el retrato de Joaquín Inza al escritor, y que hoy se conserva en el museo del Prado, se refleja una alegría, una seguridad en sí mismo y un buen humor que ya quisiéramos tener muchos de nosotros. Y no es que Iriarte fuera ningún chaparro, pero, siguiendo con la descripción del cura de Aranzueque, dice de él que no le llegaba al hueso esternón, y que en punto a gorduras, no lo sería menos que el duque de Osuna, quien en aquella época presumía de ser de los hombres más corpulento del globo. Termina su descripción el fabulista: “me he alegrado de haber visto este patagón” En cuando al segundo de los personajes que trató en Aranzueque, el sacristán, cumplía con los dos oficios que en esta segunda mitad del siglo XVIII solía ocupar en todos los pueblos pequeños de España: sacristán y maestro de escuela, teniendo las clases en la misma iglesia, donde, “sin respeto alguno a lo sagrado, se bajan los calzones a los muchachos y se alzan las faldas a las niñas para zurrarlos cada y cuanto que es menester” Y termina su relato de Aranzueque señalando el nombre de “portazgueros” con que se les conocía en aquella época a los del lugar. Todo porque, según contaban los lugares colindantes, en cierta ocasión que pasaba una procesión  con un “Cristo del Gran Poder” sobre el puente del Tajuña, donde por licencia real tenían establecido un portazgo o aduna local para controlar las mercancías, ganados, etc. que utilizaban ese paso del río, trataron de hacer pagar el Cristo por llevar una Cruz a cuestas. Iriarte, por supuesto, no cree el chascarrillo. Pero no deja de ponerlo en su relato.

Continuando con don Tomás de Iriarte en su viaje por la Alcarria de 1781, una vez cruzado el Tajuña y dejada atrás la vega de Aranzueque, encaminó sus pasos hacia Tendilla, por donde pasó un lunes por la tarde, quedando muy contento de las arboledas que por todas partes rodeaban al pueblo. Al fin del día arribó al convento franciscano de la Salceda, en lo alto de la cuesta que accede el llano alcarreño. Dice de él el escritor que «está situado aquel santuario en una eminencia en medio de unos montes frondosísimos». Ya no era la Salceda, ni mucho menos, lo que en los dos siglos anteriores había sido. De aquellas largas, casi interminables filas de hombres que lo ocuparon cuando fray Pedro González de Mendoza y sus ricos familiares pastraneros protegían y llenaban de dineros el convento, ahora eran unos pocos frailes los que que­daban empleados en las tareas religiosas del rezo y la penitencia. Iriarte, sin embargo, quedó contentísimo de las atenciones que recibiera de parte de los franciscanos, de los que dice que le «hospedaron muy generosamente y me dieron buena cena con que desquitarme de la mala comida del mesón de Aranzueque». Llegando aquí, no podemos sino evocar aquellas épocas, aquellos pasados siglos en los que era posible hacer un viaje por la provincia de Guadalajara parando prácticamente a comer y a dormir siempre en algún convento o monasterio, bien de frailes, bien de monjas, que con sus proverbiales y sanísimas pitanzas hacían grato el parar y el des­canso de los caminantes y peregrinos.

Aunque Iriarte sólo pasó en la Salceda una noche a cenar y dormir, diciendo además que «me hubiera estado allí de buena gana tres o cuatro días, porque, en medio de ser un desierto, es paraje delicioso” aún le dio tiempo a tener algún encuentro y cierta aventura dignos de ser rememorados.

Allí encontró un viejo conocido suyo, «el marido de la Salustiana», entretenido en un oficio verdaderamente curioso, pues se dedicaba a fabricar disciplinas para los frailes. Este misterioso conocido de Iriarte se encontraba en la Salceda en calidad de preso gubernativo, tal y como unos años después, en especial durante el período reaccionario tras la guerra de la Independencia, iban a estar bastantes liberales acusados de «afrancesados» y «masones». La sorpresa del fabulista fue en aumento al conocer el entretenimiento de su amigo, y dice que se ríe sólo de pensarlo, y aun de lo que el otro le dijo de que «las hacía de muy buena gana por lo mal que está con los frailes, y que sólo sentía no poder también darles los azotes por su mano».

Al acostarse ‑no todo iban a ser primores y holandas ‑ asaltaron al viajero tal cantidad y calidad, por lo guerreras, de pulgas, que no le dejaron dormir en toda la noche. Cansado del martirio del picoteo, y oyendo tocar la campana a maitines, se levantó y decidió acercarse al coro a contemplar tan ascética ocupación frailuna, como era la de salir a la medianoche al templo y allí, medio dormidos y por completo destemplados, rezar y cantar durante mucho tiempo, la cosa se convirtió para Iriarte en una verdadera aventura «en todo digna de Don Quijote», según él mismo afirma. Pues, como no existía comunicación entre el edificio de la hospedería y las dependencias propiamente conventuales, así como estar todo sumido en la oscuridad más absoluta, empezó a andar a tientas por pasillos y claustros que no conocía, a subir y bajar escaleras por todas partes, mientras a lo lejos, en la calma de la noche, se oían las voces tristes y lúgubres de los frailes cantando sus maitines. No pudo llegar al coro y, perdido como andaba, sólo los ronquidos de su criado le pudieron orientar para encontrar de nuevo la habitación de la que había partido. La aventura, verdaderamente, es como para no olvidarla en toda una vida.

Al día siguiente continuó su camino, yendo a pasar por un pueblecito, concretamente Alhóndiga, que le gustó muchísimo, por su «perspectiva muy pintoresca» y por su notable situación, encima y alrededor de un cerro, que él comparó a «la Rotunda de Roma», con su iglesia por corone. También le gustó mucho Auñón, por el que pasó después.

Lo quebrado de todo el terreno alcarreño y su buena temperatura en verano le vino que ni pintado al viajero. De los habitantes de la zona quedó encantado: «la gente es bastante aplicada a la agricultura y tiene buen modo con los forasteros».

De la Alcarria de Guadalajara salió Tomás de Iriarte por Sacedón y Poyos. Antes de entrar al primero de ellos tuvo que atravesar un paraje que hoy ya sólo existe en parte, y ello transformado. Pues lo que hoy es embalse de Entrepeñas, en el siglo XVIII y anteriores era el llamado Infierno del Tajo». Así lo describe el escritor ilustrado: «Es un sitio escabroso, horrorosamente bello; pues, si, por una parte, se ven unas elevadas y desmedidas peñas que parecen amenazar ruina, por otra hay arboledas deliciosas que siguen la orilla del río, cuyas aguas son por aquella parte encarnadas a causa de ser de este color la tierra de la madre del río. Llaman sin duda Infierno a este paraje por las simas y cuevas, que le hacen horroroso».

Empieza en estas líneas, como muy bien apunta Gaspar Gómez de la Serna, al citar este párrafo en su obra «Los viajeros de la Ilustración», el sentimiento romántico de la Naturaleza, que tanto pesará en el hacer literario de los escritores de nuestro siglo XIX. Iriarte se adelanta en esto, como en otras muchas cosas, a su tiempo, haciéndonos de nuevo lamentar su temprana muerte, a los 41 años de edad.

Su última parada en la Alcarria guadalajareña fue en el pueblecito de Poyos, lugar a orillas del río Guadiela, hoy tapado por las aguas del pantano de Buendía, que, según el escritor, gozaba de «una hermosísima vista». El final de su etapa lo tuvo en el conquense enclave de Gascueña.

La lectura de estas escasas páginas que Tomás de Iriarte escribiera en el año 1781 nos ha hecho pasar un rato agradable y verdaderamente evocador, y esperamos que lo mismo habrá ocurrido con todos vosotros, asiduos lectores de estas antañonas peripecias del espíritu alcarreño, y cordiales amadores de los humildes, pero gratísimos recuerdos de nuestro pesado regional.

Jadraque: un precursor médico

 

No quieren ser estas líneas más que una breve nota recordatoria de un hecho que, por todos ignorado, supuso un importante avance en el sistema de prevención de graves afecciones infeccionas, como es, entre otras, la viruela. Los tímidos y lentos ensayos que, a lo largo del siglo XVIII, van produciéndose en Europa para conseguir la inmunización activa contra la viruela, y que culminaría en 1796 con la aportación de la vacuna antivariólica por el médico inglés Eduardo Jenner, tuvieron también su cabida en las tierras de la Alcarria.

La práctica de las inoculaciones se inició en el siglo XVII, de donde fue traída a Europa, en sus conceptos generales, por Lady Montagne, esposa de un diplomático inglés en Constantinopla (1), llegando a ser sometidos a la inoculación antivariólica los infantes reales ingleses por influencia de sir Hans Sloane, en 1722 (2). Aquí en España, consta que desde bastante tiempo antes, los aldeanos de Lugo utilizaban este método de las inoculaciones para prevenirse contra la viruela (3), y ya en 1733 el universal y doctísimo padre benedictino fray Benito Feijóo difundió en sus escritos el fundamento y utilidad de esta “inoculación antivariólica” de la que, afirmaba, “en España se ignora por la mayor parta qué cosa sea” (4). En general, siempre se ha tenido como primeros iniciadores de este sistema preventivo a varios médicos vascos, que comenzaron a practicarlo, de manera sistemática hacia 1771-72. Lo que tratamos hoy de recordar es cómo, seguramente, a raíz de la divulgación en España de los conceptos sobre la variolización por el padre Feijóo, un cirujano de Jadraque comenzó a practicarla en su pueblo hacia el año1733, consiguiendo proteger de la viruela a toda la población jadraqueña durante los cuarenta años aproximadamente en que practicó tales medidas. Es muy posible que fuera este hombre quien primero ensayara este método, de un modo científico, entre la población.

Conocemos esta noticia por le libro que escribió don Timoteo O’Scalan a finales del siglo XVIII (5), en el que, tratando de reivindicar para nuestro país la primacía en el ensayo de la inoculación antivariólica, alega el testimonio que, por solicitud del príncipe de Maserano, embajador de España en Londres en 1733, dio el Duque del Infantado en el sentido de que “hacía mucho tiempo que se conocía la inoculación de las viruelas en Jadraque”, villa de su pertenencia. Creo que es más ilustrativo copiar lo que O’Scalan nos dice en su referida obra: “en efecto, el Duque hizo tomar por mano de un escribano público, varias declaraciones a los ancianos vecinos de aquel lugar, y por ellas se vino en conocimiento, que un cirujano… (de la villa de Jadraque)… había empezado a practicar la inoculación más de quarenta años antes de en que se había la averiguación, y con buen suceso, y que desde entonces no había casi ningún padre que no hiciese inocular a sus hijos”.

Una vez bien sentado el dato de la existencia y actividades de este precursor científico en nuestra Alcarria, no queda conocer su nombre, que para nada se menciona en el texto anterior. Hemos acudido a la fuente principal en que se reseñan los profesionales del siglo XVIII en su mitad (6), por ver quien activa en el plano sanitario, hacia 1753, en Jadraque. Aunque la vacunación se practicaba en dicho pueblo desde 1733, vemos como, 40 años más tarde, aún continuaba dicho individuos en el mismo lugar y funciones. Así pues, el promedio de dicho espacio de tiempo corresponde por fortuna el documento que nos ha sido dado a consultar. Era cirujano titular de jadraque don Antonio Martín Pérez, quien ganaba al año un total de 2.610 reales, producto de sus tareas de asistencia sanitaria (entonces el cirujano era un mero ayudante o encargado del médico) y de “algunas barbas” que se le ofrecía cortar, haciendo honor al título de “cirujano –barbero” con que se les conocía en la época a estos individuos. Sus bajas ganancias y la clara prueba de actividades poco ligadas a la ciencia, me hace sospechar que no sea éste el individuo que buscamos.

En dicha relación de Jadraque aparece, también, el médico, que lo era “Don Mathías Pezeño, titular de esta villa y de algunos anexos”, por todo lo cual ganaba al año 7.70 reales de vellón. Cantidad, en verdad, elevada para la época, pues muy pocos médicos de la provincia sobrepasaban esa cantidad (solo don Jacinto Arbeteta, médico de Atienza, con 9.000 reales al año, le aventajaba; don Juan Vélez titular de Cifuentes alcanzaba 7.557 reales, don José Sanz Lorreo, titular y de mayor prestigio en Guadalajara capital alcanzaba los 6.950 reales, y don Domingo Serrano, médico de Budia, percibía anualmente un total de 6.180 reales (7). Estos elevados honorarios, que en siglo XVIII, al igual que hoy, iba aparejado el prestigio con la cuantía de los ingresos económicos, me hacen pensar en que sobre el médico de Jadraque debía concurrir muy especiales circunstancias sociales que le hacía ser de los más conocidos y solicitados de la provincia. Es a él lógicamente, a quien cabría señalar como primer experimentador de la inoculación y vacuna antivariólica en España. Queda, pues, su nombre, como recordatorio para las futuras generaciones jadraqueñas: en don Matías Pezeño cuenta la Alcarria con una de sus más interesantes figuras histórica.

Termina O’Scalan preguntándose por que no se continuó con este sistema de inoculación en Jadraque, debiéndose a ello el que haya permanecido este intento desconocido por los historiadores de la medicina. Decía así: “En verdad no se comprenden los motivos causales que pueden haber habido, para que en punto de Medicina tan clásico, como este, quedase repentinamente sufocodado dentro del mismo Pueblo de Jadraque, sin poder propagarse su noticia a los pueblos vecinos, y de estos a la capital del Reyno” Las ideas demasiado avanzadas suele ser, también, patrimonios de los valientes. Cuando ya están adocenadas y dominadas, es cuando todos creen en ellas. Esto le ocurrió en Jadraque a don Matías Pezeño con sus inoculaciones antivariólicas.

NOTAS:

(1)   V. Matilla.- “Manual de Microbiología y Parasitologías”, Madrid 1962, 3ª ed., pág. 156.

(2)   E. H. Ackerknecht, en “Historia Universal de la Medicina”, Barcelona 1972, t. V, pág. 115.

(3)   A. Hernández Morejón, “Historia bibliográfica de la Medicina Española”, Madrid 1850, t. VI, pág. 306.

(4)    B. Feijóo, “Teatro Crítico Universal” V, XI, 60. Lo menciona G. Marañón en “Las ideas biológicas del padre Feijóo” Madrid 1962, pág. 168.

(5)   Timoteo O’Scalan, “Ensayo apologético de la inoculación o demostración de los importante que es al particular y al Estado” Madrid 1792, pp. LXXIII, y ss.; también en Hernando y Marañón, “Manuel de Medicina Interna”, tomo I, Madrid 1920.

(6)    En el llamado “Catastro del Marqués de la Ensenada”, o Interrogatorio para establecer la contribución única, hecho en 1753, que se conserva de muchos pueblos de nuestra provincia en el Archivo Histórico Provincial, en el Palacio del Infantado de Guadalajara.

(7)   Datos tomados el citado “Catastro…” en las relaciones correspondientes a dichos pueblos.