Ese árbol: la sabina

sábado, 12 enero 1974 1 Por Herrera Casado

 

La estrecha y jugosa piel vegetal que cubre el mundo, es en Guadalajara un elemento más que requiere nuestra atención y nuestros cuidados. Incluida en el adusto corazón de la España seca, la provincia de Guadalajara es pródiga en desiertos páramos y dilatadas extensiones donde la piedra y el montaraz tomillo son únicos y lacrimosos habitantes.

Tenemos, sin embargo, una interesante carga forestal entre nuestros muros, que, aun siendo muy escasa en extensión y densidad, sí lo es en vejez y, si se quiere, en sentimentalismo. Se trata de los bosques de enebros y sabinas, de medieval acento cargadas sus presencias, que aún descansan y ondulan serranías y longevas distancias con el verde oscuro de su intangible encanto.

La sabina está escrita en viejo pergamino amarillento; con su rama discretamente etérea toca el filo de cada siglo; a su sombra descansa el juglar, el arriero, el fatigado monje; con su madero ardiendo brotan las leyendas de eterna tradición, mientras afuera cae la nieve mansamente. Los bosques de sabinas, en los que el sol y la luna siempre han campado con tranquilidad, están hechos para perseguir al traidor que se ha escondido; para contar los lustros con relojes de arena; para azotar y acariciar el aire con su severa presencia patriarcal y austera. La sabina, el árbol más antiguo que por nuestra, tierra aún habita, merece el recuerdo de este nuestro ajetreado siglo. Seamos justos con ella, con los escasos restos que de su alto cuerpo nos quedan.

La sabina pertenece al género Juníperus, dentro del que entran a formar parte varias especies, de todas las cuales existen ejemplares en nuestra tierra. Digamos que es, en general, toda la faja norte de la provincia, la que corre desde Cantalojas y Villacadima hasta Setiles, Orca y Tordesilos, la que encierra este interesante muestrario forestal.

El más común de estos arbustos es la «sabina roma» (Juníperus thurifera, L.) que forma pequeñas manchas, sin llegar nunca a la categoría de bosques, en la parte oriental de la serranía del Ocejón, y, muy especialmente en la cuenca del río Mesa. También se ve en ciertos puntos del curso del Tajo, como en Escalera, pero aquí asociada al «pino albar». Mezclada con el enebro se la ve en Tamajón y su comarca, y en Mochales, sobre el aragonés valle del Mesa, también alterna con el «enebro albar».

Los bosques que hoy restan de la sabida común, extensos en zonas como es la parte alta del Mesa (Balbacil, Turmiel, Concha, Amayas, Labros, Milmarcos), están diciendo a voces el secular asesinato que contra ellos se ha cometido. La madera de sabina es excepcional para la construcción de edificios, por su resistencia casi eternal, y su imputresfactibilidad (recordamos ahora cómo la ermita de Santa Catalina, en el término molinés de Hinojosa, tiene toda su techumbre revestida al interior de ramas secas de sabina, lo mismo que muchos pajares y parideras de aquélla zona) y, al mismo tiempo, goza de gran aprecio como material combustible, en especial por el magnífico aroma de que deja impregnada la atmósfera en derredor. Estos dos puntos nos permiten comprender fácilmente la devastación continua a que han estado sometidos estos bosques durante siglos y siglos. Lo que hoy nos queda es casi un milagro. Ante su pérdida de valor como elemento de construcción y combustión en nuestra época, debemos poner nuestro empeño mayor en la salvaguarda de los restos que han quedado. Sobre todo de algunos ejemplares, que personalmente hemos medido, en el hoscal de Labros‑Hinojosa y en el de la zona de Aragoncillo, cuyos troncos miden hasta metro y medio, y aún dos metros, de circunferencia.

La especie llamada «enebro albar» (Jeríperus phoenica, L.) es de menor envergadura y más escasa. Se acerca a la región del olivo, y se la puede ver por Ruguilla y Sotoca, y, aún más al sur. El enebro (J. communis, L.) es de extensión muy amplia, pero de es casa cantidad allí donde aparece, sin que llegue a formar ni tan siquiera rodales. Se le encuentra en alturas que oscilan desde los 850 metros de Hueva hasta los 1.500 de los términos de Campisábalos y Villacadima.

Aún existe otra variación de sabina, la que llaman «rastrera» (J. sabina, L. variación humilis, Endl.) por ser de muy corta alzada y aparecer cubriendo el suelo en los montes de roble y pino. Se extiende también por grandes zonas del señorío de Molina, desde los pinares de Zaorejas y Villanueva de Alcorón, pasando por las parameras de Setiles y Tordesilos y llegando hasta el cerro de San Marcos y Sierra Menera, que divide las provincias de Guadalajara y Teruel. Finalmente, del J. oxycedrus, variación rufescens, existen algunos, muy escasos, ejemplares, por Ruguilla, Viana y Almonacid de Zorita.

Es el objetivo final de este brevísimo repaso al mundo forestal de ¡a sabina, árbol tan delicado, bello y escaso, que ya sólo se encuentra en nuestra patria, prácticamente en las provincias de Guadalajara y Soria, el llamamiento a cuantos alcarreños sienten de verdad el latido incansable de su tierra, para que eviten su destrucción paulatina y desaparición total. Ya para nada sirven estos árboles, si no es para sentir correr por nuestras médulas el río ancho y caliente de nuestra herencia terral. ¿Por qué no conservarlos con mimo? No estorban, sí no que embellecen el paisaje. Son duros y por sí aguantarán otra decena de siglos. Dejémoslas, pues, a las sabinas, que anden proclamando durante mucho tiempo su limpia sangre medieval y alcarreñista, la verde fábula de su redondo corazón sin mancha.