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octubre, 1973:

Algunos monjes ilustres de Lupiana

 

Siguiendo con nuestro cielo recordatorio del sexto centenario de la fundación de la orden jerónima en tierras de Guadalajara, van a desfilar hoy por estas páginas algunos afamados hombres, que vestidos con la lana blanquinegra del hábito jeronimiano, dieron renombre al monasterio de San Bartolomé y aportaron con su saber, su santidad o dotes artísticas, su valioso grano de arena al inmenso playal de la historia hispana.

No aparecen aquí los Pedro Fernández Pecha, Fernando Yáñez de Figueroa, Pedro Román, Lope de Olmedo y otros grandes nombres de los primeros tiempos de la Orden. Fue en el siglo XVII fundamentalmente, en el que la vida conventual y monástica alcanza en España su más alta cota de influjo social, cuando aparecieron las figuras de que hoy tratamos. Uno de los más grandes del siglo XVI fue fr. Juan de Alzolaras, natural de Cestona, y que alcanzó en Lupiana el cargo de General de la Orden. La segregación racial que entre los jerónimos tomó carta de naturaleza a partir de los comienzos de esa centuria, quedo instituida por este hombre, que «conociendo los muchos daños que se introducían en las religiones por recibir personas de malas y infectas razas, hizo estatuto… en que prohibió que en el Orden de San Jerónimo no se admitiese en religioso a ninguno que fuese de raíz infecta… y recogió algunos que había». Su celo purista le valió el arzobispado de Canarias (1).

Otra gran figura del siglo XVI jerónimo fue fr. Juan de Yuste, quien profesó en Lupiana en 1534 y allí vivió durante 64 años más con el hábito puesto, siendo por dos veces General de la Orden. «El último parecía de todos, y era el 1º en todos los trabajos» (2).

El rey Felipe II, con quien tuvo mucho trato, le llamaba «fr. Juan el Justo». Fue un gran administrador de los bienes de su Orden en Lupiana construyó un gran salón (el «Quarto nuevo» que llamaban) para las reuniones trienales del Capítulo General, y levantó, en el valle del río Ungría, la, casa y granja de Pinilla, aún subsistente en viejos paredones. Allí iban los monjes de Lupiana a pasar dos veces al año, algunos días de recreo que la regla les permitía: «hízoles en esta granja dos estanques con alguna pesca para ese fin, donde con la caña o con las redes pudiesen tener algunos ratos de decente entretenimiento». Su retrato figuraba en el Claustro monacal, junto a otros muchos ilustres varones de la Orden.

Fr. Francisco de Mesina, siciliano como indica su apellido, profesó en Lupiana, de manos de fr­. Juan de Yuste, y aquí en la Alcarria fue maestro de novicios. Desfiló con altos cargos por otros monasterios de la orden, y al fin, regresé a Lupiana, donde murió el 10 de mayo de 1600. Hombre doctísimo en teología y patrística, dejó escritos varios libros: uno de ellos titulado «Difficilia Hieronymi», y otro tratado sobre el alma.

De fr. Pedro de Santa Maria, natural de Galicia, no queda otro recuerdo que el de vida santa y ejemplar, vida llena de renunciaciones y penitencias (3). Al morir, en 1600, hallaron en su celda «las prevenciones que usaba para la penitencia: disciplinas, cilicios, cadenas, cintos ásperos de cerdas y otras alhajas semejantes». Pero el más terrorífico recuerdo de actividades penitenciales, rayanas ya con el masoquismo, nos lo dejó fr. Gaspar de Madrid, de noble familia cortesana, que tomó el hábito en Lupiana en 1603 (4). Era hombre sapientisimo, pues poco después de estudiar Artes y Teología en el Colegio de San Antonio de Portaceli, de Sigüenza, regentó él mismo ambas cátedras, alcanzando los cargos de Vicario y Prior del Colegio, Patrón de la Universidad seguntina y Examinador General del Obispado. Estudiaba la Teología de rodillas, «juntando lo Eclesiástico con lo Místico». Comía muy poco y solo bebía vino «a instancias de achaques». Su penitencia preferida era atarse fuertemente a una silla, desnudarse de cintura para arriba, y pedirle a su Camarero le estuviera dando azotes media hora, mientras él rezaba el Miserere. Hoy asusta tamaña dureza penitencial, atentatoria a la integridad física del individuo, y que psiquiátricamente se podría justificar con un contundente calificativo nosológico. En su testamento, fr. Gaspar dejó 15 casullas de lana blanca para la sacristía del monasterio alcarreño, y a su costa se pintó y doró «con mucho primor la Capilla Mayor de la Iglesia. Murió en 1638.

Muchas otras grandes figuras cabría reseñar aquí, con amplitud incluso, pero no hay lugar para ello. Solo mencionaremos a fr. Juan de Santa Ana, que vivió monje en Lupiana durante 70 años, dejando escritos algunos libros de devoción, quedando su recuerdo «de buen cantor y Organista». Fr. Alonso de Brea, de quien dicen que era «de una simplicidad como de Paloma» (también habla oligofrénicos en las órdenes monásticas, dóciles como animalillos para cualquier tarea ingrata). Fr. Francisco de la Trinidad, natural de Brihuega, que vivió entre los siglos XVI y XVII, fue durante muchos años secretario de los Generales de la orden, eficientísimo colaborador de los grandes, y muchas veces «cerebro gris» de la Orden.

Es de destacar la larga vida que todos estos hombres disfrutaban, pues casi todos rebasaban los 70 años de edad, y aún eran muchos los que alcanzaban los 90. Tal vez ayudara a ello la frugalidad de sus comidas: un ejemplo de ello lo tenemos en fr. Lorenzo de Balconete, quien durante 14 años fue Procurador del Monasterio de Lupiana, y «salía a hacer las compras de lo que era menester al Mercado de Pastrana, cinco leguas del Monasterio, todos los miércoles». Este fraile se tomaba unas sopas de vino por la mañana y con ellas pasaba todo el día.

La fama que siempre gozó el Monasterio de San Bartolomé de ser el gran centro musical de España, lugar de entrada de toda la música sinfónica y religiosa que se producía en Europa, se fraguó gracias a muchos de sus monjes que destacaron notablemente en esta faceta del arte. Todos los novicios aprendían solfeo y técnica de algún instrumento durante 7 años, pasando después a integrarse en la orquesta o Coro monasterial. Así, de fr. Antonio de Santa María, natural de los Santos de la Humosa, se decía que «era muy diestro en la Música, de muy buena voz». Pero sin duda ninguna la más célebre figura musical del siglo XVII jerónimo fue fr. Francisco de Santa María del Pilar (Francisco Hurtado en la vida civil), que ya desde muy joven, gracias a su maravillosa voz de tenor, cobré fama en toda Europa. El rey Felipe III le mandó acudir en Madrid a su capilla Real «en la qual fue la admiración y aplauso de toda la Corte», ofreciéndole muchas riquezas si en ella se quedaba. Hurtado decidió hacerse monje jerónimo, y tomó el hábito en Lupiana en 1616. Todo el tiempo se le iba en cantar y orar. Estando allí le oyó Felipe IV, quien revolvió Roma con Santiago para llevárselo a su Real Capilla, lo mismo que poco después intentaba el Camarero Mayor del Papa Gregorio XV, quien con otros caballeros romanos intentó llevarle a la Capilla del Pontífice. Fr. Francisco se resistió siempre, continuó su sencilla vida en el llano alcarreño, y al fin de sus días perdió la voz por tantas penitencias como hizo. De él nos dice el padre Santos (5) que dejó escrito “un librito para ejercitar la voz y la garganta, que ha sido también de mucho provecho para otros”

Finalmente unas breves palabras para recordar al gran predicador fr. Juan de Avellaneda, que profesó en Lupiana, estudió en Sigüenza y en su Universidad regentó alguna cátedra. De ciudad en ciudad se recorrió toda Castilla predicando: «Las Madrugadas a tomar lugar en los templos para oírle, los concursos, los aprietos, jamás se han visto,». Vez hubo que tuvo que llegar al púlpito caminando sobre hombros y cabezas de la multitud que esperaba, desde varias horas antes, para oírle. Felipe IV le nombró «Predicador Real». Ya viejo, fuése a vivir de nuevo a Lupiana, donde dejó escritos varios libros de Sermones muchas poesías. Murió una noche intoxicado por las emanaciones de monóxido de carbono del brasero mal apagado.

 Cuando en estos días de efemérides centenaria, recorras los pasillos y el claustro del monasterio de San Bartolomé en Lupiana, o simplemente veas asomar su torre almenada y gris sobre la abundante vegetación que le rodea, vendrán a su memoria estas figuras de fuertes y variopintos varones que, paso a paso de sus largas vidas, fueron logrando la imperecedera memoria de este enclave de la Alcarria.

Notas

(1) fr. Gaspar de Gamarra, «Historia de Aránzazu», 1648, manuscrito conservado en el Archivo conventual de los PP. franci8canos de Aránzazu (Guipúzcoa).

(2) fr. Francisco de los Santos «Quarta parte de la historia de la Orden de San Jerónimo», Madrid 1680, Libro 3.Q, cap. 1.Q, pág. 270, en el que trata «de los varones insiynes y santos que han florecido en el Real Monasterio de San Bartolomé».

(3) fr. Diego de la Cruz, «Vidas de los Religiosos varones del Monasterio de San Bartolomé, en Lupiana».

(4) fr. Francisco de los Santos, op. cit. Libro 3º, cap. 3º, pp. 283‑288.

(5) fr. Francisco de los Santos, op. cit., Libro 3º, cap. 4º, p. 288 y 88.

Los jerónimos en la provincia de Guadalajara

 

En estas jornadas en que se cumplen los seis siglos de la fundación y primera andadura, en nuestras tierras alcarreñas, de la Orden de San Jerónimo, creada por el arriacense don Pedro Fernández Pecha, creo de interés traer al recuerdo ed todos vosotros, lectores amigos, los múltiples pasos que, con mayor o menor fortuna, dio esta congregación religiosa por la parda extensión que hoy constituye el mapa de nuestra provincia de Guadalajara.

Fué la primera y, por supuesto, la más importante, la de San Bartolomé de Lupiana. Ya lo veíamos la semana pasada. Muy pronto llegó la orden a un otro otero de la Alcarria: a Villaviciosa del Tajuña, en una pequeña vaguada de la meseta desde la que se contempla como en sueños el largo y suave discurrir de este río cordial. Ya era casa de religión ésta de San Blas de Villaviciosa, pues desde 1347 la habitaban canónigos regulares de San Agustín, a los que sostenía con su ayuda el cardenal y arzobispo toledano don Gil de Albornoz. El poco control que las autoridades eclesiásticas tenían sobre estas instituciones monásticas, las llevaron a degenerar en centros de relajación, y así fué cómo en 1395, por parte del arzobispo toledano don Pedro Tenorio y del obispo seguntino don Juan Serrano se procedió a la expulsión de los canónigos y se instauró comunidad de jerónimos entre sus muros, exactamente el 22 de marzo de 1396, en que seis frailes de Lupiana, bajo el mando, de fr. Pedro Román como prior, llegaban a poblar el cenobio, que desde aquel momento comenzó a engrandecerse y a, cosechar altos frutos, tanto de espiritualidad como de dominio terrenal, pues prácticamente todo el valle del Tajuña y gran parte de la meseta de la primera Alcarria era suya, llegando a tener importantes pleitos con el cabildo de Hita y los vecinos de Brihuega sobre jurisdicción y prerrogativas. Hoy nada queda de aquel convento magnífico si no son algunos desmochados paredones, una torre sin gracia alguna, y una puerta dieciochesca, que aparece en la fotografía adjunta, desolado fruto de la Desamortización de 1835.

No hace mucho publicábamos en estas mismas páginas, con motivo del quinto centenario de su fundación (exactamente el 25 de agosto de 1473) un breve apunte sobre el también jerónimo convento de Santa Ana de la Peña, en Tendilla. Basta, pues, recordarle ahora. Decir cómo fué el primer conde de tal título, don Iñigo López de Mendoza nombrado, lo mismo que su padre el primer marqués de Santillana, quien junto a su esposa doña Elvira de Quiñones y su hijo don Diego Hurtado de Mendoza a la sazón obispo de Palencia, ofreció el convento por él construido junto a la antigua ermita de Santa Ana a los jerónimos de Lupiana, quienes por no llegar a un acuerdo con el conde, no aceptaron la fundación. Que por fin ocuparon monjes de la misma orden, pero de una secta disidente fundada por fr. Lope de Olmedo, reformador a su manera, y a la sazón prior del convento de San Isidro de Sevilla. Eran, pues, «monjes isidros» los que llegaron a Tendilla, y allí recibieron los sucesivos favores y donaciones de sus señores, que levantaron iglesia de la que sólo la cabecera queda y algunas basas de columnas, habiendo sido, si aún se conservara entera, una de las joyas arquitectónicas del primer Renacimiento español, que sabemos vino de la mano de los Mendoza alcarreños. En este sentido fué siempre muy alabada de antiguos cronistas la sacristía del templo. De tanta grandeza quedan todavía, aunque ya mutilados por los rigores de la pasada Guerra Civil, los sepulcros góticos de los fundadores, que en el siglo pasado, tras la exclaustración de las órdenes monásticas y abandono de sus habitáculos, fueron trasladados a la iglesia parroquial de San Ginés de Guadalajara, donde hoy se conservan a ambos extremos de su crucero.

Dependiente de este monasterio de Tendilla estaba la Casa de Hontoba, levantada en lo más alto del cerro que domina el pueblo, junto a la ermita de Nuestra Señora de los Llanos, en la que, al decir del padre fr. José de Sigüenza, constituían los monjes jerónimos «una granja santa, donde se van a recrear los frayles, no los cuerpos, porque no tienen cómo, ni dónde, sino las almas, y grande ocasión de dilatar el espíritu». Entre otros muchos santos varones, en aquélla altura moraron largos años fr. Hernando de Carabaña y fr. Jerónimo de Auñón, haciendo penitencia y atendiendo a los múltiples peregrinos que hasta allí llegaban en busca del auxilio milagroso de la Virgen.

De auténtica importancia intelectual es la fundación jerónima que hubo en Sigüenza, creada por el arcediano de Almazán, don Juan López de Medina, de quien no hace mucho tratábamos en estas páginas. Aunque este señor compró los terrenos en 1471, hasta 6 años más tarde no estaba concluido el edificio, y, tras el ofrecimiento del mismo al Capítulo General de la Orden Jerónima, reunido en Lupiana, en 1483, con su correspon­diente aceptación, llegaron en 1484 los primeros monjes, siendo su inicial prior fray Juan de Toledo. Desde el’ primer instante, el Convento de ‑San Antonio de Portaceli fue, al mismo tiempo, Colegio con cátedras de Artes y Teología, germen de donde saldría la Universidad seguntina muy poco después, de las manos del mismo López de Medina. Anejo funcionó también un Hospital con renta para cuatro, enfermos pobres. La primitiva edificación se resintió enseguida (estaba al otro lado del río de la actual ciudad, más o menos donde hoy se asienta la Casa‑Cuartel de la Guardia Civil) y en 1651 acordó el Definitorio de la Orden construir nuevo convento y Colegio, eligiendo un lugar fuera de la muralla, junto a la puerta de Guadalajara, y levantando los sólidos edificios que hoy albergan el Seminario (antiguo convento) y Palacio Episcopal (Universidad). También en 1835 quedaron vacíos sus salas y pasillos, sin que los monjes volvieran nunca más.

Dos palabras nada más sobre otro par de fundaciones jerónimas que tuvo Guadalajara en siglos pasados, en este caso de comunidades femeninas: en 1564 se fundaba en Brihuega, por un grupo de devotas mujeres alcarreñas, el convento de San Ildefonso, que nunca tuvo gran relieve. Todavía permanece esta Comunidad viva, aunque trasladada recientemente al pueblo de Yunquera.

La ciudad de Guadalajara tuvo también su convento de monjas jerónimas, fundado, primeramente, como «Colegio de doncellas pobres o huérfanas» por don Pedro González de Mendoza, obispo de Salamanca, en 1568, y luego ya casa de religión a partir de 1656, siendo su primera priora sor Clemencia de Jesús Maria. Se conserva aún, recientemente restaurada por Bellas Artes, la iglesia de este convento, que llevaba por nombre el de Nuestra Señora de los Remedios, y que muestra en su portada una elegante galería de tres arcos semicirculares, cobijando dentro de dicho atrio una puerta del más sobrio y elegante Renacentismo de la segunda época, atento a la estética trentina del último cuarto del siglo XVI. La posibilidad que apuntó el doctor Layna Serrano (y que otros autores gratuitamente dan por segura) de que fuera Alonso de Covarrubias el autor de esta portada, carece en absoluto de fundamento. Ni por el estilo ni por la época de su construcción, pudo el genial arquitecto toledano poner sus manos en esta obra. Que es, de todos modos, muy bella. Las jerónimas arriacenses continuaron en nuestra ciudad tras la Desamortización, en un edificio de la plaza de San Esteban, cuya iglesia utilizaron para sus cultos, y que tras la guerra de Liberación fué derruido, y las monjas unidas a la comunidad briocense.

También en Guadalajara tuvieron los jerónimos de Lupiana una casa‑hospedería, situada donde hoy Educación y Descanso, aprovechando la casa noble de los Fernández Pecha. Poseía una magnífica portada de piedra, y varios ricos artesonados, todo ello perdido cuando a comienzos de este siglo se derribé para construir en su solar el, Ateneo Instructivo del Obrero.

Y basta por hoy de sermón jerónimo. Volveremos la semana próxima con otra faceta del paso de esta orden por nuestra provincia.

En el sexto centenario de Lupiana

 

El próximo día de San Lucas, 18 de octubre, se cumplirán exactamente los 600 años de la creación por el Papa Gregorio XI, de la Orden monástica de San Jerónimo, que tan importante papel jugó en los grandes momentos del desarrollo imperial español, y que tuvo su cuna y primitivo asiento en el alcarreño enclave de Lupiana, pues de allí salieron, siendo aún solamente «ermitaños», fr. Pedro Fernández Pecha y fr. Pedro Román, para solicitar del Papa, a la sazón con sede en Avignón, la aprobación de una nueva Orden por ellos creada, resultando, pues, su primer monasterio éste de San Bartolomé de Lupiana.

El aniversario creemos es de verdadero relieve, y no quisiéramos pasara desapercibido de los alcarreños devotos de su región y sus pasadas grandezas. Pues aunque la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» prepara un acto conmemorativo y se aplica en la elaboración de un libro‑estudio acerca de los jerónimos con motivo de esta efemérides, en la fecha exacta del recuerdo no va a haber otro palpable homenaje que el que la Dirección General de Correos le tributará con la edición de un sello postal, en el que aparecerá el momento de entrega de la Bula aprobatoria por Gregorio XI a fr. Pedro Fernández Pecha, tomada de una pintura en la bóveda del templo conventual de San Jerónimo en Granada.

Ahora, aunque sea brevemente, y pequemos de reiterativos en este tema que ya es conocido por muchos de vosotros, quisiéramos trazar las cuatro líneas generales de lo que sucedió en Lupiana hace seis siglos, y el esplendor que de sus altas almenas grises hoy rodeadas por el verde intenso de su porque se irradiarla hacia el resto de España, sin salir nunca de nuestras fronteras, pues fue la jerónima una orden eminentemente hispana, con su correspondiente proyección iberoamericana.

A lo largo del siglo XIV, y de una manera que los apologistas de la Orden jerónima quieren milagrosa, fuéronse juntando por diversos lugares de Italia y España algunos hombres dados a la vida contemplativa y penitencial. Se reconoce como iniciador de este movimiento al italiano Sucho, quien, vela la continuación de las ideas de San Jerónimo en orden a una intensa vida espiritual. Fue concretamente al núcleo formado en los alrededores de Villaexcusa, junto al río Tajuña, al que fueron a añadirse dos ilustres hijos de la ciudad de Guadalajara: don Pedro Fernández Pecha, «camarero mayor del reino y tenedor de la llave de la reina doña María, madre de Pedro I», y don Alonso Fernández Pecha, obispo de Jaén, hermanos ambos, e hijos del noble caballero de origen italiano don Fernando Rodríguez Pecha, y de la dama arriacense doña Elvira Martínez. Junto a ellos ha de figurar, como partícipe del trío fundador de Lupiana, don Fernando Yáñez de Figueroa, también de noble cuna extremeña, y que dejó una importante capellanía en la catedral toledana por reunirse con los arriacenses en su común intento de radical espiritualidad.

Un tío de los primeros, don Diego Martínez de la Cámara, por serlo de la del rey, junto con su esposa doña Mencía Alfonso, fundó en 1330 una amplia ermita en honor de San Bartolomé, en lo alto del páramo que por el sur rodea a Lupiana. Cuando en 1370, siendo ya entonces patrones de dicha ermita los alcaldes y concejo de Lupiana, solicitaron estos eremitas las dos capellanías con que estaba dotada, les fué concedida y pasaron a habitar la zona, construyéndose alrededor unas humildes cabañas en las que el primitivo núcleo jerónimo comenzó a fraguar su reforma. La poderosa inteligencia y afán de iniciativa de don Pedro Fernández Pecha hizo que en 1373 se decidiera el viaje a la Corte Pontificia en petición de Bula para vivir conforme a la Regla por él elaborada.

Así se hizo. Le acompañó fr. Pedro Román, y fue, como ya hemos dicho, Gregorio XI quien, tras la exposición de sus solicitudes ante el Cónclave de Cardenales, aprobó el deseo del alcarreño de fundar nueva orden monástica, regida en un principio por la regla de San Agustín, pero ya con el nombre de «hermitaños de San Genónimo». Ocurría esto el 18 de octubre de 1373. Hace ahora 600 años. El propio Pontífice les vistió a ambos el hábito, todo él de lana, «la túnica de encima blanca, cerrada hasta los pies; escapulario pardo, capilla no muy grande, manto de lo mismo», y ellos hicieron lo propio con sus compañeros al llegar a Lupiana el 12 de febrero de 1374. Fue en ese día, en realidad, cuando quedó firmemente establecido el primer convento jerónimo, el de San Bartolomé, en Lupiana. Su primer prior, de nuevo bautizado como fray Pedro de Guadalajara, arrancando de él la futura costumbre jerónima de adoptar en religión por apellido el nombre del pueblo o ciudad de su nacimiento, se dedicó con entusiasmo a la tarea de construir un gran monasterio, lo que consiguió en tan solo un año, con las importantes ayudas de sus familiares y nobles amigos de Guadalajara. Sería interminable citar la cuantía y calidad de donaciones que recibió el monasterio en sus primeros tiempos. Su importancia fue en aumento continuo, hasta que en la segunda mitad del, siglo XVI adoptó el patronato de su capilla mayor el mismísimo rey don Felipe II.

Antes de ello, en esos doscientos años que median entre una y otra efemérides, está la clave del surgir y resonar de la Orden toda: varias decenas de prósperos monasterios salieron de Lupiana, fundados por sus monjes: Guadalajara, El Escorial, Fresdelval, Cotalva, El Parral de Segovia, San Jerónimo de Madrid, etc. Su prior era, a la vez, General de la Orden y en Lupiana se reunía cada tres años el Capitulo General, en el que se adoptaban resoluciones que, en muchos casos, afectaban de manera notable al discurrir político de la nación, por lo que el número de asistentes laicos y representantes de la Corte era numeroso.

Son estos unos escuetos datos que ayudan, sin embargo, a comprender la verdadera dimensión qué en la Historia de España ha tenido el monasterio de Lupiana, hoy todavía en pie, aunque en propiedad de una familia que ha sabido cuidar y mantener al máximo el hálito heredado de antiguas épocas. Es nuestra intención dar en semanas próximas varias reseñas de aspectos más parciales de su historia, de sus habitantes, del arte que encierra y aun de las otras fundaciones jerónimas habidas en nuestra provincia.

VI Jornada de exaltación alcarreña. Homenaje a D. José García Hernández y a la memoria de Sebastián Durón

 

Con gran afluencia de público de los más diversos lugares de España venidos expresamente, tuvo lugar en Brihuega el pasado domingo 30 de septiembre la gran jornada de Exaltación Alcarreña, que este año cumplía su sexto aniversario de gozosa realización. Se pretendía con ella, y se consiguió plenamente, hermanar cordialmente a cuantos nacidos en esta tierra, o fervorosos de ella por cualquier causa, estaban dispuestos a pasar un día feliz de remembranzas y realidades. Al tiempo, homenajear las figuras de dos alcarreños ilustres: uno ya fallecido, el maestro Sebastián Durón, y otro aún activo y firme entre nosotros, el Excmo. Sr. Don José García Hernández. Por primera vez en el devenir de estás encuentros, salía su celebración de Guadalajara, y toda la villa de Brihuega se llenaba del color y la voz, del latido y la canción que la Alcarria poderosamente lleva.

A las 11 de la mañana se celebró una Misa solemne en la recientemente restaurada iglesia de San Felipe, de un limpio y cisterciense gótico. En el templo, abarrotado, de público, intervino el Cuarteto «Tomás Luís de Victorria», con canciones sacras de los músicos barrocos Durón y Victoria, y en la homilía hizo el celebrante, Ilmo. Sr. González Alvarez, un bello canto de la devoción mariana que en Brihuega y la Alcarria toda se profesa aún a la Santísima Virgen.

Posteriormente tuvo lugar un acto literario en el «Prado de Santa María», al verde y pétreo cobijo de los muros seculares del castillo de Brihuega. Un entorno perfecto para que la voz de escritores y poetas cuajara en bellos cantos de exaltación alcarreñista. Intervino en primer lugar don Salvador Toquero Cortés, quien en breves y bellas palabras hizo la justificación del acto, de la jornada toda, y trazó somera biografía del homenajeado presente, ilustre político alcarreño, excelentísimo señor García Hernández, a quien posteriormente don Emilio González Álvarez ofreció el Diploma recordatorio, de este cordial acto.

La evocación del maestro Sebastián Durón, como figura del pasado, corrió a cargo del joven profesor Villa Rojo, natural también de Brihuega, quién trazó una sucinta biografía de los hermanos Sebastián y Diego Durón, los dos músicos entre los siglos XVII y XVIII, y estudió posteriormente el carácter inédito pero interesantísimo de sus obras respectivas, ofreciendo finalmente su colaboración para llevar adelante el estudio que merece esta obra musical; así como brindando la idea de unos «festivales Durón» que esperamos recoja nuestra Institución Provincial de Cultura. Seguidamente, y tras escuchar merecidos aplausos, se procedió a descubrir una sencilla placa conmemorativa del acto.

Posteriormente, y también con la presentación sucesiva del señor Toquero Cortés, hizo su aparición la poesía, que en Brihuega es siempre fácil y naturalmente brota de su alto entorno sentimental. Poetas de Albacete, Toledo y Guadalajara se dieron cita entre la piedra y la hierba del castillo briocense. Ismael Belmonte, poeta de la Mancha albacetense, dijo con fuerza y patetismo su «Poema homenaje a Ochaíta», y su «Poema manchego: el zagal», de honda raíz campesina y popular, siendo muy ovacionado. Francisco Ballesteros, cronista oficial de Albacete, fundador del grupo poético «Alcor», recitó serenamente dos «Poemas a la Alcarria» de contexto intelectual. A continuación intervino el ya veterano Cronista de Toledo, Clemente Palencia, quien evocó el pasado briocense con dos poemas titulados «Toledo recuerda a la Alcarria». El también toledano Juan Antonio Villacañas recitó con su habitual simpatía 3 poemas, uno de ellos dedicado al Jardín de la Alcarria que es Brihuega. Por parte de Guadalajara, cerraron el acto los ya conocidos poetas Jesús García Perdices, que recitó «Vosotros sois la Alcarria», un canto hondamente sentido a los alcarreños, ausentes, y «Gratitud» a las tierras manchegas de Albacete y Toledo que habían querido sumarse al acto. José Antonio Suárez de Puga recitó finalmente tres de sus poemas, cuajados de virtuosismo técnico y claro sentimiento, recibiendo una gran ovación. El acto resultó verdaderamente agradable, completo y perfectamente organizado, sentando un alto y difícil precedente que superar en años venideros. A continuación, y en el contiguo templo de Santa María de la Peña, se cantó la Salve a la Patrona y se hizo la ofrenda floral por parte de jóvenes ataviadas con la indumentaria de nuestra región.

El día, la jornada que caminaba cuajada de calor popular, restando así algo de intensidad al frío atmosférico reinante, continuó en el recinto de la Real Fábrica de Paños, en los más alto de la villa, donde fué servido un vino de la tierra a cuantos alcarreños se ha­blan sumado al acto, y a continuación, en las «Cuevas» del linajudo edificio, tuvo lugar la gran comida de hermandad en la que más de trescientas personas pudieron charlar, saludarse y evocar viejos tiempos mientras saboreaban las «migas alcarreñas con tropezones», las «chuletas de cordero al ajo arriero» y esas« nueces con miel» que tan castizas y típicas resultan de tomar a orillas del Tajuña. A los postres se sucedieron las intervenciones oratorias de algunas personalidades asistentes, que quisieron rendir su homenaje de afecto y amistad al señor García Hernández. Intervino en primer lugar don Salvador Embid Villaverde, director de NUEVA ALCARRIA y alma de estas Jornadas, quien agradeció la asistencia de todos y leyó las adhesiones que por carta, telegrama o teléfono se habían recibido, siendo unas le ellas la del excelentísimo, señor Presidente de las Cortes don Alejandro Rodríguez de Valcárcel y del gobernador civil, don Carlos Montolíu y Carrasco, ausente de Guadalajara por asuntos familiares. Intervinieron seguidamente el doctor Cerro Torrecilla, de la Casa de Guadalajara en Madrid; el doctor Lozano Viñés, al­calde de nuestra ciudad, el doctor Pérez López, alcalde de Brihuega; el señor Montero Herrero, presidente del Núcleo González de Mendoza; el señor Ramos Sánchez, delegado provincial de Sindicatos, y el Ilmo. Sr. D. Mariano Colmenar Huerta, presidente de la Diputación Provincial. Con las palabras espontáneas, cordiales y colmadas de agradecimiento del señor García Hernández, e n las que expresó su alegría por ser objeto de este homenaje que vela tan popular y auténtico por parte de sus paisanos alcarreños, quedó cerrado este ac­to de auténtica confraternización.

Seguidamente, en la Plaza del Coso de Brihuega, los grupos de danzas de la Casa de Guadalajara en Madrid hicieron una demostración de buen folclore y sana alegría y al final del día, diversos grupos de alcarreños recorrieron las calles, plazas y monumentos señalados de la villa de Brihuega, manteniendo el espíritu de cordialidad con su presencia, hasta bien entrada la noche.

Nuestra enhorabuena a todos los alcarreños que quisieron sumarse a este acto, dilatado y sencillo, pero pleno de cordialidad; nuestra felicitación más sincera a quienes desde su puesto en la Comisión organizadora o las otras instituciones patrocinadoras del acto consiguieron esta dimensión de lo bien hecho y bien programado; y nuestro recuerdo para todos cuantos, desde lejanos lugares, no pudieron venir a Brihuega, pero con su corazón estuvieron cerca de nosotros. Que el año que viene sea más grande aún, más clamoroso este encuentro de Exaltación Alcarreña.

Mondéjar en el siglo XVIII (II)

 

En contra de lo que estamos viendo en muchos otros pueblos de la provincia de Guadalajara, incluso de la misma Alcarria, Mon­déjar tenía en el siglo XVIII menos población, que actualmente. Claro signo de su crecimiento y progreso. En 1752 eran 330 vecinos, incluidos los sacerdotes, las viudas y los pobres. Y se catalogaban 320 casas habitables, 10 arruinadas, 30 solares, 29 bodegas, dos Mesones y una fragua.

Quizás se éste que vamos a tratar a continuación él capítulo que más interés despierte para el conocimiento, anecdótico, íntimo, familiar, de lo que era, de lo que se hacía en Mondéjar en la mitad de la decimoctava centuria. Nos estamos refiriendo a las ocupaciones con las que sus vecinos se ganaban la vida, desgastaban el mundo y al tiempo lo recomponían, y se salvaban (los que podían) tras la muerte.

El alcalde mayor era al mismo tiempo, administrador de las rentas del Marqués dé Mondéjar: un hombre de confianza que defendía pueblo y posesiones, mientras el magnate intrigaba y, se divertía en la brillante Corte borbónica de Madrid. Tenía este hombre un sueldo anual de 500 ducados; un buen pellizco para la época. También residían en el Pueblo un Mayordomo de Su Alteza el Infante Cardenal, y otro que lo era de la Renta Real del Tabaco. Los oficios de letras se completaban con un abogado, tres notarios (Manuel, Ximénez Asensio, Juan Antonio Ximénez y Manuel Martínez), y un escribano del Ayuntamiento.

La Sanidad estaba bien atendida. Aunque había dos médicos, só­lo uno, don Lázaro Carrascosa ejercía la profesión, apreciándosele una ganancia anual de 6000 reales. El otro doctor, don Pedro Heredia, «se halla imposibilitado por estar ciego». Existía, en cambio, un especialista, el único, según mis investigaciones, que había en toda la provincia de Guadalajara por aquéllas fechas: se trataba de Sebastián de Rueda, oculista, que ganaba 700 reales al año. Tam­bién existía un Cirujano (Eugenio Guzmán), cuyas funciones se limitaban a «asistir a los enfermos, sangrarlos y informar al Médico su estado», por lo que su pomposo nombre sería traducido hoy por el de practicante o ayudante técnico sanitario. También, dentro del ramo de la Sanidad, se incluía al Barbero, que simultaneaba tal como, ocurría en toda España en esa época, su función de cortar barbas y cabellos con el de aplicar sanguijuelas y hacer sangrías, ayudando así al Cirujano, y llevando adelante el sistema terapéutico tan de moda. Un ‑Boticario en fin, que lo era don Bernardo Aybar, con una ganancia anual de 2500 reales, se ocupaba de producir y distribuir las medicinas entre los enfermos que las precisaban. Las ganancias de todos estos profesionales procedían del «prorrateo o iguala» que ajustaban entre los vecinos.

Otros oficios aún tenidos, por “intelectuales” y bastante bien mirados, eran los de Sacristán mayor, sacristán menor y bajonista (1), tenor de música, con una ganancia anual de 106 reales por su oficio, maestro de primeras letras, y arrendadores del Peso, correduría y derecho de aguardiente.

El resto de las ocupaciones de los vecinos de Mondéjar eran mercantiles y manuales. Nos limitaremos a reseñar su totalidad, recreándonos al mismo tiempo en algunos bellos nombres de oficios hoy ya casi desaparecidos: habla dos fabricantes de paños (José Cebrión y José Lozano) y un tratante en ellos. Siete tejedores de lienzos y dos tratantes de la tenería del marqués. Tres horneros, por supuesto. Un molendero de chocolate, también. Un oficial, de la carne, y un obligado de lo mismo. Dos mesoneros. Un tendero de pescado y aceite, y otro de mercería. Este último debla hacer «su agosto» cuando llegaba la festividad de San Andrés, con cuyo motivo se celebraba en Mondéjar una gran feria de 21 días de duración, famosa en muchos kilómetros a la redonda, y en la que fundamentalmente se comerciaba en “géneros de Mercería y ropa”. Se pagaban las correspondientes alcabalas al señor marqués, como dueño absoluto de la villa.

Dos mesoneros había en el pueblo. El uno atendiendo su propio negocio: era José Montes. El otro, encargado de llevar al Mesón “propio, de las Animas de esta Villa», que era propiedad del Ayuntamiento, y, como se ve, sus beneficios iban destinados a obra tan pía como la de sacar del Purgatorio a cuantos mondejanos ibar a él después de muertos.

El maestro, albañil venía ganando 7 reales diarios, 3 más que los dos oficiales de lo mismo. Se ve que el “boom” de la construcción no había comenzado aún, y tres hombres bastaban y sobraban para hacer o deshacer, en el oficio. También había un herrero, y un botero y tres herradores, y un curtidor con su correspondiente aprendiz, y tres cardadores, y un tundidor, y siete sastres, y seis zapateros. Pero el mayor volumen de trabajadores se centraba, es lógico, en las faenas agrícolas: 72 labradores se declaraban tales. Y 58 arrieros, que aunque algunos tiene 2 caballerías, regularmente no handan más que con una, empleando la otra en la servidumbre, de su Casa». Se completaba el cuadro de «transportistas» con un par de carreteros. Y el total de oficios útiles con 12 pastores mayorales, otra docena de zagales, y un par de hortelanos. El resto de la población activa se completaba con los 24­ frailes que moraban en el convento franciscano de San Antonio,» en las afueras del pueblo; con una docena de sacerdotes y clérigos, a cuya cabeza figuraba don Lucas López Soldado, cura propio y arcipreste de la Parroquial. Había, también, fielmente consignados por la oficial declaración, «veinte pobres de solemnidad, vecinos naturales de­ la, villa.»

No puede quedar sin consignar, en este abigarrado desfilar del Mondéjar dieciochesco por  estas páginas el cuidado que en la beneficencia ponía el Ayuntamiento. Existía un Hospital, que con el nombre de San Juan Bautista, constaba de Casa y Capilla; “sus, rentas consisten en varios Censos, renta de tierras y olivos, cuyo producto se invierte en curar los pobres de esta villa, y forasteros que vienen a él, ropa para las camas, adorno de dicha capilla, y reparos que se hacen en la expresada casa”.

Los gastos del Ayuntamiento, o Común de la Villa, eran numerosísimos. Más de treinta y tres mil reales pagaba al año Mondéjar en impuestos y salarios a sus empleados. Por vía de ejemplo, vemos como se iban 68 reales en «Salario del que cuida el Reloj»; 152 reales «por la cera de la Candelaria» y 529 más de lo mismo en «gasto de la festividad de la Cruz». Se pagaban también el derecho de Cientos y Millones, las Penas de Cámara y Gastos de Justicia, la renta del aguardiente, la Contribución de Cuarteles y utensilios de las Reales Guardias de Corps, la Martiniega y Vasallajes al marqués, etc.

En fin, un mundo no tan, complicado como este nuestro de hoy en día, sin gases ni prisas, sin neurosis obsesivas (casi), y con el mismo afán de ser felices. Si estas líneas han servido a alguien de meditación, ya es excelente resultado. Si, a unos cuantos, entretuvo, grata tarea ha sido. En última instancia, se le quitó el polvo a un viejo libro. No se perdió la mañana.

(1) Intérprete del bajón o fagot. Intervendría como solista en algunos casos, y fundamentalmente jara dar el tono al cantante o salmista en las funciones ‑religiosas del grandioso templo parroquial mondejano.