En la bendición abacial de la abadesa de Valfermoso

sábado, 15 septiembre 1973 0 Por Herrera Casado

 

El pasado viernes, 7 de septiembre, tuvo lugar en Valfermoso de las Monjas, en el Monasterio benedictino de San Juan Bautista, una ceremonia de antiguo y espiritual sabor: la bendición de su Abadesa, la R. M. María del Pilar de la Fuente Almendres, al cumplirse ya los tres años de su elección.

El día era luminoso y alto en el valle del Badiel. Verde y duro, como siempre, el paisaje en torno. Fáciles las montañas ocultando como en un cofre la horizontal mansedumbre del Monasterio. A las doce menos diez minutos la puerta del templo era un hervidero de gentes variadas: junto a altas jerarquías de la Orden de San Benito se mezclaban, la pana reluciente y las camisas blancas, de los aldeanos del lugar. Un antiguo respeto, una solemne corriente de pleitesías corría en aquél grupo. La señora abadesa, la dueña que fuera de muchas leguas en derredor siglos atrás, iba a ser bendecida por su Obispo. Se la quería ver con sus atributos de solemnidad y nuevo poder: con su báculo de plata, su pectoral, su anillo… con ese empaque que el negro de las tocas da a las mujeres santas.

Al mediodía justo, las campanas rompieron el aire y esparcieron sus pedazos por huertas y carrascales. Comenzó la ceremonia, solemnísima y cargada de reminiscencias medievales. El señor Obispo doctor don Laureano Castán Lacoma, junto a fr. Luís María de Lojendio, abad del Monasterio benedictino de la Santa Cruz del Valle de, los Caídos, y a fr. Odilón Cunill, asistente religioso de la Orden de San Benito en España, así como otros Varios monjes y sacerdotes acompañantes, celebró la Misa, en el transcurso de la cual procedió a la bendición abacial de la R. M. María del Pilar de la Fuente, con arreglo al ritual establecido recientemente por el Concilio Vaticano II.

Previamente a la Misa la abadesa, acompañada de dos religiosas asistentes, se colocó a la puerta de la clausura, a donde fue el señor ­Obispo a buscarla, acompañado del resto de sacerdotes y clero. En este orden procesional entraron en el templo, colocándose frente a frente el Prelado y la Abadesa, cada uno con sus respectivos báculos. En el momento solemne de la bendición, le levantó la Madre junto con sus acompañantes y, tras saludar a toda su comunidad que se hallaba reunida en el coro bajo, se postraron ante el Sr. Obispo, a quién las asistentes presentaron a su elegida abadesa. El Prelado la preguntó diversas veces sobre sus intenciones para con la Comunidad, y la Iglesia, contestando ella con el «Sí, quiero» recio y vinculante. Después le dio la Regla de San Benito y, al final, una voz lejana, suave, delgadísima, fue rezando la letanía de los Santos que todos contestan… San Beda, San Columbano, San Basilio, Santas Perpetua y Felicidad, San Bruno, Santa Gertrudis… Acabada la Misa, se retiraron Prelado y clero, mientras la R. M. Abadesa penetraba de nuevo en la clausura del coro y tomaba asiento en la sede del mismo.

Allí dentro otra vez, comenzaba la eternidad barnizada del canto intemporal, del canto resbaladizo y brillante de las monjas. No en una reclusión ni encastillamiento, sino en un voluntario y alegre apartamiento, en un felicísimo testimonio al mundo, en una enérgica, cotidiana contestación a nuestra desbaratada y suicida sociedad. Muchas personas tienen ideas equivocadas respecto a las monjas de clausura, y creen que son seres tristes, oscuros, desalentados, que sólo esperan la muerte para cumplir sumisión. Ni mucho menos. Basta hablar con ellas, con la ya bendecida Madre Abadesa de Valfermoso o cualquiera de sus hermanas de religión, para darse cuenta del inacabable caudal de alegría, de entrega, de altura vital que poseen. Durante el curso escolar se ocupan en atender a los niños de la Escuela‑Hogar que el Ministerio instaló hace unos años en edificio adyacente al Monasterio. Sus tareas de limpieza, de cocina, de asistencia continua a cualquier problema que surja, no les impide llevar su normal tráfico de vida comunitaria y rezos corales, de contemplación y súplica. Estas monjas contemplan a Dios y al mundo a un mismo tiempo, desde su enmarcada ventana claustral, tan ancha y tan diáfana como sus corazones. Mientras, en la ceremo­nia comentada, sonaban sus rezos cantados, sus voces finas y aéreas, sus alegrías inacabables en los labios, pensaba en que sólo esas mujeres, con su Madre Abadesa al frente, eran platónicamente perfectas: porque atesoraban en su humano existir la bondad, la sabiduría y la belleza. Y la Gracia de Dios sobre su humanidad, haciéndolas milagro continuado, prueba insoslayable de que la perfección evangélica también es posible.

Afuera, ya a las dos de la tarde, cala el sol con fuerza y, mientras invitados y familiares comían en unión de las religiosas, algunos marchábamos a nuestras obligaciones con el corazón un poco encogido de no poder continuar en aquélla comunión feliz de la espiritual y sencilla alegría.