Ese pequeño rincón

sábado, 8 septiembre 1973 0 Por Herrera Casado

 

De la mano de estas Ferias y Fiestas que hoy comienzan, nos llega una noticia que puede pasar, entre el estruendo de estos ensordecedores días, desapercibida y semi-ignorada: el Ayuntamiento, de Guadalajara va a colocar, junto a la capilla de Luís de Lucena proyectara y costeara junto a la antigua iglesia de San Miguel, un poema que el desaparecido José Antonio Ochaíta compusiera en honor suyo. Sobre una simple pared de ladrillo, el brillo de la cerámica hará brotar eternas las palabras nuevas, siempre sorprendentes con las que d e continuo el poeta de Jadraque saludaba a la vida y acariciaba, sin mirarla, a la muerte. Todo será en una hora callada, con pocos amigos en torno, aprovechando que el sol se olvide del día algún instante. Un rincón, un bello rincón de nuestra ciudad, recibirá, su bautismo de cordialidad y recato poético. Ascenderá a la categoría de lo intocable, de lo angélico casi. Y recibirá el derecho a que nadie hable ya más de él.

Porque éste de Luís de Lucena será un lugar donde pasar un instante, dejar que el recuerdo del amigo que allí puso sus palabras, del arte y la historia que con su plomada y color torearon los siglos, se apodere de cada resquicio de nuestra alma, y sea así, fundido con los otros, un latido más del corazón de quien por allí detiene sus minutos.

El Ayuntamiento de Guadalajara hará muy bien en ascender de categoría a otros rincones de Guadalajara. De hacerlos etéreos, lejanos de este mundo, a fuerza de cargarlos de humanidad, de nostalgia y poesías. En esa minúscula plazuela del Carmen, tenemos entendido se prepara, quizás para más adelante, otra maniobra de este tipo. Tal vez el busto leve, de bronce ingrávido,  versificado, menudo, de su Cronista y soñador Ochaíta. Donde así renacerá, hablará de nuevo, será extremo perpetuo de la ciudad, constante corazón, huy, toda la locura que las manos del poeta quisieran dibujar, hora tras hora, sobre el ladrillo rosado del templo carmelitano.

¿Y allí, en esa plaza del Concejo que se planea, no está pidiendo su vida verdadera la rojiza materia de las arcadas ciegas del mudéjar? Tras de las tapias, en el páramo sin fin de nuestras mentes, hay ya allí un otro rincón de similar categoría ultramundana: no restaurar, no. No levantar cosas nuevas, falsas, ridículas. Respetar lo que los siglos y las ignorancias no pudieron tirar: esa pared simple, ese par de ventanillas de herrada cenefa enladrillada, silbo de algún alarife mudéjar que aún decía ser «wad-­al-hayareno». Con un pequeño parterre a los pies. Con un circulo de nadas y, de continuas vidas en su torno. Salvado para el latir tan sólo de los que casi ya no viven.

Recordar, alentar nueva vida, barnizar con el invisible velo del amor cualquier oscuro, encaminado rincón de esta Guadalajara tierna: el ángulo que formar las portadas renacentistas del Palacio de don Antonio de Mendoza, y la iglesia del convento de la Piedad, en lo que fue Instituto de Enseñanza Media y hoy no se sabe qué. El recodo de Salazaras bajando al puente de las Infantas, con el torreón del Alamín que sólo pide estar, tan alto, tan corpulento, tan bonancible siempre: estar en la primera puerta de Gua­dalajara. El costanillo donde tiene la peana el palacio, ya concejil también, de la Cotilla: cipreses, un blasón pálido, el aparejo de ladrillo y argamasa. Los jardines del palacio del Infantado, que buscan todavía, buscarán siem­pre, volver a ser la verde esperanza del escudo mendocino. El atrio de los Remedios, tan limpio ahora, pero tan yerto. Le queremos con vida, con silencioso pálpito, con innegable reciedumbre clásica. La Plaza de Santa María, con la fuente transmutada. La antepuerta de San Francisco, donde no estuvo enterrado Juan Ruiz, el Arcipreste. La calle de Ronda, ha­cia Budierca, tan en el ámbito inconcluso de la amistad cristiano‑árabe…

Pero no hace falta seguir. Tal vez, al final, pidiéramos el respeto para las baldosas de una calle ‑Bardales, por ejemplo‑, para las columnas de piedra de cualquier plaza ‑todas las de la Mayor, sin ir más lejos‑, para los cantos rodados de Budierca… los poetas, en fin, no debemos entrar en estas disquisiciones urbanísticas. Con que nos dejen algunos lugares donde tejer la fábula, relamer la historia, forjar un hueco en el aire para hacer más gozoso y sencillo el último ‑bronce… con eso nos conformamos. Aunque a veces, sobre todo por las mañanas, seamos personas normales y estemos dispuestos a comprender y estudiar todos los problemas.

Ahora, y es de donde veníamos, el plazal de Luís de Lucena en la cuesta de San Miguel, adquiere categoría de rincón. Nada más y nada menos. Será ya, pues, «el Rincón de Luís de Lucena».