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septiembre, 1973:

Mondéjar en el siglo XVIII (I)

 

Mucho se ha escrito y hablado en torno al Mondéjar de arranques principescos, de renacentismos en piedras y brocados, de gentes mendocinas que encumbraron su nombre, de monjes y artistas que hicieron dilatada su presencia en los iniciales momentos de la nueva era moderna y pensadora. Pero hay otro momento del pueblo, de la vida española en general, que está poco estudiada y menos comprendida. Es el Siglo de las Luces que algunos llaman, la decimoctava centuria en la que un nuevo afán de sabiduría, y, sobre todo, una puesta en marcha de las libertades individuales, se inician.

Es en la primera mitad de ese siglo cuando, bajo el reinado de Fernando VI, aparece una gran figura en la política española, de la que no podemos cantar el total encomio porque envidiosas manos dejaron inconclusa su decidida reforma: don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, secretario ó ministro en varios departamentos y verdadera «mano derecha» del monarca, inició una serie de reformas, tanto en política nacional como internacional, que apuntaban con visos de sabiduría (1).

A la hora de establecer un nuevo sistema impositivo y fiscal, en orden a implantar la única contribución y así simplificar y agilizar el cómputo de ingresos del Estado, el ministro decretó la realización de lo que posteriormente se conocería con el nombre de «Catastro del Marqués de la Ensenada», una exhaustiva catalogación de las personas y entidades que en el país eran sujetos de trabajo o dueños y poseedores de las más diversas haciendas. Pueblo por pueblo se hizo. Quedó registrado en viejos libros manuscritos que, gracias a Dios, de muchos sitios se conservan y permiten el conocimiento de la vida española en la mitad justa del siglo XVIII.

De las contestaciones que el pueblo de Mondéjar dio a tal interrogatorio han salido los datos para elaborar esta visión retrospectiva (2).

El asunto comenzó un 25 de abril de 1752, cuando por todos los rincones de la villa apareció pegado un edicto en el que, según «Real Instrucción», se mandaba a todos los vecinos que en el término de 20 días, entregasen en la Audiencia una relación jurada y firmada, de todos los haberes y efectos que cada uno gozase y poseyese en la población y término de Mondéjar. El plazo se amplió por dos veces, y consta que, así y todo, hubo rezagados que tuvieron que pagar «2 ducados de vellón» en concepto de multa.

Se nombraron peritos para los casos dudosos en la operación de evaluación de haciendas, a don Alfonso López Soldado y a Juan Martínez Saavedra y Guzmán. Para el reconocimiento y peritaje de «las casas, corrales, pajares, edificios y otras posesiones» de los vecinos de Mondéjar, vino contratado el maestro alarife Pedro Mondéjar, que a la sazón era vecino de Alovera.

Previas las recepciones de declaraciones, y la correspondiente recopilación de datos, tuvieron lugar dos reuniones «en la Casa Palacio del Excmo. Sr. Marqués de esta villa, en donde tiene su audiencia el señor don Manuel López Espino, juez subdelegado del señor don Juan Díaz de Real, corregidor e intendente general de Rentas y servicios de Millones de la ciudad y provincia de la ciudad de Guadalajara», a 28 de julio y 14 de agosto de ese mismo año de 1752, en las que se redactaron las contestaciones correspondientes al interrogatorio oficial.

La villa de Mondéjar era todavía de señorío. Ninguna convulsión social había ni siquiera tambaleado el férreo sistema jerárquico que tenla su base, la más directa y visible, en el reparto de tierras y preeminencias con que don Pelayo comenzó en Asturias la reconquista patria. Desde que a finales del siglo XV los Reyes Católicos crearon el marquesado de Mondéjar (que iría a recaer en su primera andadura en don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, y nieto del primer marqués de Santillana), hasta esta mitad del siglo XVIII, la villa había tenido por dueño absoluto al marqués correspondiente, quien cada vez vio, eso sí, más mermadas sus atribuciones y jurisdicción, pero nunca llegó a perder el poderío.

En esta fecha que ahora comentamos, el marqués de Mondéjar residía en Madrid. Ya hemos visto cómo su antigua y solariega casona, que aún hoy en día se conserva a espaldas de la iglesia, era sede de la Audiencia y, ya burocratizada, alguna que otra lágrima de nostalgia escaparía de esos tres blasones coronados que en su portada en blanco y noble mármol, igual, que hoy relucían. El marqués tenía, no obstante, el poder de nombrar alcalde mayor y los Justificias de la Villa. Por tal atribución, el pueblo le pagaba anualmente 300 reales (a su escribano, por los trámites y la tinta gastada, 60 reales). Por razón de Martiniega y Vasallaje se le pagaban 294 reales de vellón al año, y en Pascua de Navidad se le daban, «por vía de regalo», 12 gallinas y 12 capones, que por entonces venían costando, un año con otro, 110 reales de vellón. Entre otras posesiones, especialmente tierras de labor, pertenecían al marqués los tres «hornos de pan cocer» que había en Mondéjar, a los que llamaban «de la Fuente», «del Castillo» y «el nuevo» según sus localizaciones y época de construcción. Producían entre los tres más de mil reales al año de beneficio. También poseía el magnate una tenería.

En breve repaso podemos recordar las fuentes de riqueza que tenía Mondéjar en este ecuador del siglo XVIII. Las tierras del término eran todas de secano, produciendo generalmente trigo y cebada, y algunos años, centeno y avena. Ya en menor cantidad, había hortalizas, viñas, y olivos para aceite; también «álamos negros que producían palos para vender» y monte de robledal.

Quizás el capítulo de más alto significado económico estaba representado en el ganado: «mulas, machos, pollinos, para el ejercicio de la labor, y para el de la Arriería» los había en gran número. También ganado lanar, churro, cabrío, de cerda para el consumo de los vecinos, ganado mular, cerril, y caballos potros de trato para vender.

La industria que a ello cabía añadir era muy escasa. Registraban «un Molino de sacar cera, que se usa muy poco, por no coxerse en este término», y «una jabonería, que no se usa» y que ya por entonces estaba medio arruinada. Lo que más prósperamente marchaban eran los Molinos aceiteros, de los que había siete en Mondéjar. Lo que parece extraño es que, en todo el término, sólo hubiera 12 colmenas, que pertenecían a don Alfonso de la Plaza y don Cristóbal Urbano, presbítero de la villa.

Notas

(1) Mucho se ha escrito sobre la figura y obra del marqués de la Ensenada. Aunque no es de éste lugar tal tarea, conviene recordar algunas obras en las que por menudo se analizan sus empresas. González de Amezúa, A., «Un modelo de estadistas, el marqués de la Ensenada», Madrid 1950; Vicens Vives, J., «Historia económica de España», Barcelona 1960; Domínguez Ortiz, A., «La sociedad española del siglo XVIII», Madrid 1954 Pérez Bustamante, C., «El reinado de Fernando VI en el reformismo español del siglo XVIII».

(2) Del libro de «Autos Generales» del Interrogatorio para el establecimiento de la Constitución única. Se conserva en el Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, al tomo CMLIX de la numeración propia del Catastro.

Noticia de un hallazgo

 

Con motivo de las obras que se están realizando, desde hace ya algunos meses, en la parroquia de San Nicolás de nuestra ciudad, se ha producido en estos días un im­portantísimo hallazgo arqueológi­co, que viene a depararnos el fe­liz rescate de la memoria de una de las más caracterizadas familias arriacenses del siglo XVI: los La­sarte y Obregón, fundadores, del Colegio de Jesuitas de Guadala­jara. Su culto párroco, don Juan José Villamayor, arcipreste de la ciudad, ha cuidado en todo momen­to de la meticulosa extracción, lim­pieza y guarda de estas laudas sepulturas, tres de las cuáles están en perfectas condiciones de conser­vación, y una de ellas rota en su mitad desde hace ya muchos años. Se encontraban en el subsuelo de la capilla del bautismo de esta pa­rroquia, a donde fueron traídas el siglo pasado desde la antigua iglesia de San Nicolás, que ocupa­ba el solar donde hoy se alza el Banco de España. Derribado, ese templo por imperativos urbanísti­cos, y vacío ya el de los jesuitas de la Trinidad, a éste fueron tras­ladados todos los objetos que se creyeron de interés artístico y me­recedores de conservación, dando así un buen ejemplo nuestros an­tepasados de lo que debe ser una razonada liquidación del pasado: fue colocada en oscura capilla la estatua yacente, magnífica en to­dos los sentidos, del Comendador de Santiago don Rodrigo de Cam­puzano, merecedora de un lugar más visible e iluminado del que ahora ocupa. Fue traída, también una pila bautismal grande y lisa, descubierta igualmente el mes pa­sado, y que debe ser conservada, si no en la iglesia, en la que ya no cumple su misión sacramental, sí en algún lugar de nuestros par­ques ciudadanos, donde al tiempo que prolonga su multisecular vi­da, colabore en el ornato de los jardines. Por fin, estas cuatro lá­pidas pertenecientes a una misma capilla, de las que ahora tratare­mos cumplidamente.

Sería conveniente recordar, como introducción, lo que Núñez de Castro nos dice de la antigua iglesia de San Nicolás (1): era una «Iglesia muy capaz, y hermosa, en lo más alto de la ciudad, y en su torre está la campana del Cabildo: ha tenido siempre muy buenos parroquianos, particularmente Los Condes de Coruña», familia de los Mendoza, y poseedores de un gran palacio, subsistente en parte, en lo que hoy es la manzana anexa a la actual parroquia de San Nicolás. Los Condes de Coruña poseían una capilla dotada en esta iglesia, con “un gran pedaço del Lignum. Crucis” en su altar (2). Otras capillas importantes eran las de los Campuzano; los Peñas, que fundó doña Mariana Osorio de la Peña y Contreras, y en la que, bajo sendos epitafios, estaban enterrados sus hermanos don Juan y don Diego, valerosos caballeros sanjuanistas, fallecidos, respectivamente, en 1628 y 1624; la de don Luís de Villegas y Lauri, y la que, a mediados del siglo XVII, regentaba como patrón don Francisco de la Cerda y Ciudad ­Real, caballero de Santiago y regidor de la Ciudad, en la que estaban las lápidas nuevamente rescatadas, y que D. Manuel Pérez Villamil (3) daba por perdidas entre los escombros. En el friso de sus paredes aparecía pintada al fresco una leyenda en latín, que traducida decía así: «Doña María de Encinas y Lasarte, hija de Sancho de Lasarte y de Marina Rodríguez de Coronado, mujer fértil, e insigne en la piedad, mandó construir a sus espensas este pequeño san­tuario, dotándolo ampliamente y asignándole perpetuamente a los presbíteros dedicados a los sagrados ministerios, instituyendo re­cuerdo religioso en muchas otras obras pías: de cuya memoria instituyó como Patrono a Sancho de Lasarte y Obrejón, primo herma­no suyo. Así comenzada esta obra, es acabada por don Antonio de la Cerda y doña Mayor de Lasarte y Obregón, hija del dicho Sancho y patronos de su recuerdo. Año del Señor de 1603.»

Las lápidas ahora recuperadas, como ya he dicho en perfecto es­tado de conservación, correspon­den a la fundadora de la capilla y otros familiares suyos, siendo esto lo que hemos podido leer en ellas grabado: en la primera pone «Aquí está sepultada doña María de Encinas y Lasarte fundadora desta Capilla y de las memorias que en ella están donadas fallecio a cinco días del mes de noviembre de 1583 años» (adorno). Debajo aparece escudo nobiliario de sus apellidos, coronado de yelmo em­plumado que mira a la derecha. En la segunda se lee: «Aquí están sepultados el señor licenciado Juan Calderón de Mena y doña Juana de Baldes y de Lasarte su mujer suegros de Sancho y Obregón Pa­tron desta Capilla y un hijo y tres hijas suyas Murió El a 20 de ju­nio de 1585 años y ella a 3 de junio de 1579”. Debajo está mag­níficamente labrado su escudo no­biliario, con emplumado yelmo que mira a la izquierda. En la última leernos: «Aquí está sepultada doña María Uzedo y Calderón mujer que fue de don Sancho de Lasarte y Obregon Patrón de esta Capilla y doña María de Lasarte su hija. Murió a 17 de octubre de 1597 años». En el centro de la lauda, igual que en las anteriores, otro escudo nobiliaria coronado de yel­mo que mira a la derecha. Aun queda otra lauda, rota por la mi­tad, bastante corroída su piedra, y, todavía sin limpiar. Esperamos poder dar en breve noticia de su texto.

La importancia suma de este hallazgo se basa en haber recobrado el recuerdo fidedigno, y los blasones nobiliarios, de tan lignificada familia arriacense, cuajada toda ella de valerosos militares, caballeros, santiaguistas y sanjuanistas, de monjas clarisas, frailes bernardos y jerónimos…

Llegaron los Lasarte a Guadalajara en 1407, acompañando a la reina doña Catalina, mujer de Enrique III de Castilla, cuando se celebraron Cortes en nuestra ciudad. Lope Sánchez de Lasarte era doncel del cortejo del rey. Casó con Inés de Torres, camarera de la reina (4). Un hijo de ellos, don Pedro de Lasarte, casó aquí con Mencía Hernández de Mendoza, y de ese matrimonio nació López Sánchez de Lasarte, «uno de los más valerosos hombres de su tiempo», famoso por su rara fecundidad, pues de sus tres matrimonios procreó 34 hijos varones y 2 hembras, llegando a sentar 24 a su mesa, todos ellos ciñendo espada. Y además tuvo hijos naturales. Así puede suponerse lo extendido que estuvo este apellido, en el siglo XVI alcarreño. Don Diego de Lasarte y Molina, y su esposa doña Mencía de Lasarte, descendientes suyos, fundaron el, Colegio de la Compañía de Jesús en Guadalajara.

Tras el detenido estudio de la nobleza arriacense, que Núñez dé Castro hace un tanto deslavazadamente en su obra, hemos llegado a establecer las relaciones familia­res de las personas cuyas laudas se han hallado. Ha sido preciso consultar los árboles genealógicos de otras familias, como los Calderón, también muy numerosos en Guadalajara, y ampliamente emparentados con los Pecha y los Dávila. También los Mena, proce­dentes de la Montaña de Burgos, estuvieron emparentados con ellos.

Así vemos que del matrimonio entre Pedro Fernández de Mena, alcalde que fue de Mandayona, con María Uzedo del Águila, nació Don Juan Calderón de Mena (2ª lau­da), quien, a su vez casó con doña Juana de Valdés y Lasarte (segun­da lauda), naciendo de este ma­trimonio doña María Uzedo Cal­derón. (3ª lauda). Casada esta se­ñora con don Sancho Lasarte y Obregón, primer patrón de la ca­pilla, tuvieron dos hijas, una de, ellas, María de Lasarte (3ª lau­da), enterrada junto a su madre; otra, doña Mayor de Lasarte y Obregón, casó con don Antonio de la Cerda, poniendo en 1603 el recuerdo escrito de la fundación y patronato de la capilla, tal como más arriba hemos traducido. Finalmente, doña María de Encinas y Lasarte (1ª lauda), al parecer soltera, hija de Sancho de Lasarte (tío del otro Sancho de Lasar­te y Obregón, primer patrón de la capilla) y de Marina Rodríguez Coronado.

Esperamos del recto juicio de don Juan José Villamayor, párro­co de San Nicolás y descubridor material de estos pétreos documentos de nuestra historia ciudadana, cuide al máximo su colocación vi­sible y digna en la iglesia que re­para, para que la memoria eterna de estos hombres y mujeres que­de en el lugar que les correspon­de.

NOTAS:

(1) Alonso Núñez de Castro, en su «Historia eclesiástica y seglar de la muy noble y muy leal ciudad de Guadalaxara», Madrid 1653, pp. 66 y ss.

(2) Refiere también Núñez de Castro la costumbre que había en Guadalajara de trasladar en procesión esta, reliquia hasta la ermita de Nuestra Señora de Afuera, situada al otro lado del Henares, todos los domingos de Lázaro. Al cruzar la procesión sobre el puente del río, los sacerdotes introducían la reliquia en el agua, «para con este medio, el río en aquel año no saliesse de sus limites», y no hubiera inundaciones.

(3)    En los, Aumentos a la Relación de Guadalajara, enviada por la ciudad a Felipe II en el siglo XVI, tomo XLVI del Memorial Histórico Español, pág. 133.

(4)    Núñez de Castro, op. cit., li­bro 5.21 pág. 349‑351.

Juan de Pereda, pintor renaciente

 

Dentro del amplio mundo del arte, plateresco, en nuestra provincia, que nos proponemos ir dando a conocer paulatinamente, por lo que de ilustrativo tiene en el devenir general de ese estilo en España, aparece hoy el primer te iba monográfico que viene de la  mano del color y la leyenda: se trata  del pintor Juan de Pereda, tenido por uno de los primeros cultivadores del estilo italiano en los primeros años del siglo XVI español, y que tan íntimamente conexionado está con Guadalajara ya, pues fué en Sigüenza donde dejó lo mejo de su arte, y por estas tierras anduvo bebiendo y concediendo nuevos modismos. Guadalajara pierde el tono gris de lo románico para ganar el dorado del Renacimiento.

No se conocen datos biográficos respecto a Juan de Pereda. Es innegable su formación italiana, su estrecha aproximación a los grandes maestros de la vecina península mediterránea. Indiscutibles sus influencias leonardescas, rafaelescas y de, Ghirlandaio (1).

Para mí, la primera de las obras que se le atribuyen es un cuadro que se conserva en la iglesia de San Pedro, en Soria, en que aparece la Presentación de Jesús en el templo. Junto a vestimentas y fondos arquitectónicos muy descuidados, aparecen expresiones en los rostros de los protagonistas, y algunas actitudes, como la del acólito que permanece tras el Sumo Sacerdote, en que la influencia italiana se hace manifiesta.

En 1517 realiza para la catedral de Sigüenza una grande y arrebatadora composición religiosa: se trata del Descendimiento que se conserva en la Sacristía de la Capilla de Santa Librada, en la cual se manifiesta aún más su decidido empeño de superarse y conseguir todo el efecto en rostros y actitudes. Los paños y el paisaje están totalmente abandonados. Los rostros, en cambio, de la Virgen María y las dos Santas mujeres que la acompañan son de una gran fuerza expresiva, de una contorsionada viveza que entra, claramente, en el nuevo espíritu tensional del arte renaciente. Olvidado ya del hieratismo pulcro y severo de lo gótico. Abierto aún más a la vida y a la objetiva plasmación de las cosas.

La obra cumbre de Pereda es, sin embargo, el pequeño retablo, compuesto por seis tablas verticales, del altar de Santa Librada, que por orden del obispo don Fadrique de Portugal se levantó en el brazo norte del crucero. Pintó el maestro. Pereda esta obra entre 1525 y 1526, y cobré por ella la fuerte suma de 51.003 maravedises. Poco a poco había ido perdiendo brillo y fuerza su color, hasta que, en las múltiples tareas de reconstrucción de la catedral seguntina, tras la guerra de Liberación, se encargó de su restauración don Eugenio Lafuente, en 1940. Hoy podemos admirar estas tablas en toda su originaria pureza.

El tema central superior de este retablo es un Calvario, que se reproduce en la portada del presente número de NUEVA ALCARRIA, y en el que las dos figuras de la Virgen y San Juan, además de su medido color presentan un estudio de figura de frente y otro de perfil, respectivamente, de una mesura, sencillez, y elegancia que inauguran, magistralmente, el Renacimiento pletórico en Castilla. Cuando aún en muchos lugares del reino se está trabajando con la rigidez del gótico, Pereda en Sigüenza abre cauces, nos los descubre. El Cristo de este Calvario es, también, un portento de delicada anatomía, tratado con mimo, colgado de la cruz como si de marfil fuera. Paisaje y nubes son menos afortunados.

El resto del retablo son escenas, de la vida de Santa Librada, tomadas a tenor de la leyenda que de ella y su ocho hermanas ha corrido por el mundo, a través de los siglos, pero fundamentalmente del Breviario del obispo don Bernardo de Sigüenza, del siglo XII, cuyo original se conserva en la Catedral seguntina (2). En la tabla superior izquierda, según mira el espectador, aparecen las nueve hermanas gemelas, con Santa Librada en primer término, delante de un gran edificio de tradición y arquitectura muy italianas: Representa cuando las nueve vírgenes fueron llevadas hasta el palacio del rey Catelio, acusadas de profesar el cristianismo en la región gentil que dicho rey gobernaba. En el cuadro inferior izquierdo aparecen las nueve hermanas en presencia del rey Catelio quien, según la leyenda, era padre de todas ellas. Las posturas suavemente onduladas, cimbreantes y dulces de las santas, respiran por todos sus poros el hacer rafaelesco, tal vez el más alto grado de elegancia que el arte humano haya alcanzado nunca. Catelio se cubre de una muy renacentista estructura­ arquitectónica, en avenerado, solio. La tabla superior derecha es escena campestre: Santa Librada con unos pastores vive retirada en el campo, huida de la ira de su padre al no conseguir devolverla al paganismo. La tabla inferior derecha representa el martirio de la Santa, que según la versión  de Pereda fue la decapitación (3).

Figuran en esta pintura una serie de elementos que la convierten en pieza de total italianismo: las edificaciones del mejor estilo florentino o de Ferrara; el caballo, totalmente, leonardesco y que culmina el templete regio; los peinados imperiales de los espectadores; vestimentas y tocados de los personajes de primer término, y el escorzo, sacado del «Pasmo de Sicilia» de Rafael, del verdugo que se dispone a sablear el cuello de la Santa. La tabla central de este magnífico retablo es, sin duda, la mejor. Santa Librada, con un libro y la palma de su martirio enmarcada en una suma de perfecciones arquitectónicas, nos muestra un rostro de los que quedan grabados para toda la vida. Muchos museos italianos, y no digamos ya españoles, hay que recorrer para encontrar tal delicadeza de expresión, y tanta perfección en el dibujo.

Aún queda otro cuadro, éste en el Museo del Prado, que siempre fue tenido, por de Antonio de Messina, y que D. Elías Tormo (4) piensa sea de Juan de Pereda. También así lo creo, pues el parecido trato anatómico, de figuras, el severo empaque de las actitudes, y la profusión y, conocimiento de los,  elementos arquitectónicos introducidos en la obra, hacen pensar enseguida en el maestro Pereda. Se trata de una «flagelación de Cristo», atado a una columna cuyo capitel pertenece, por entero, al llamado, “renacimiento alcarreño”, con corona de hojas salientes, estrías perpendiculares, el toro decorado y el ábaco con escotaduras corintias. Son tan parecidos los, capiteles de este cuadro a los que sujetan zapatas en la galería baja del palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara, que yo diría el pintor se entretuvo en copiarlos iguales.

Queda, pues, aquí esbozado el arte y la producción toda conocida de este pintor, renacentista, quizás aragonés como opina el señor Camón, pero que entierras de nuestra provincia volcó lo mejor de su arte, y abrió nuevas y perfectas sendas para el nuevo modo de adornar el mundo, de comuni­car, si se quiere, la experiencia anímica que supone toda expresión artística.

Notas:

(1) Nos habla, sucintamente, de Pereda, D. ‑ José Camón Aznar en su obra «La pintura española del siglo, XVI», Madrid .1970, pp. 235‑237.‑ No hay referencias a las obras de Ceán o Palomino en las que de continuo bebe  este profesor.

(2) Han hablado o escrito de la vida de Santa Librada y sus hermanas el Deán D. Diego Eugenio González Chantos, quien en 1806 publicó una “Vindicación” de la Santa; fr. Toribio Minguella en su: «Historia de la Diócesis Seguntina», el Dr. Martínez Gómez-Gordo en su «Leyendas de tres personajes históricos de Sigüenza» el Dr. Castillo de Lucas y dos canónigos D. Gregorio Sánchez Doncel y D. Aurelio de Federico.

(3) Según otras leyendas y variada hagiografía, murió en la Cruz, siendo protomártir de este suplicio. Así se la representa en un respaldo de la sillería de coro de la catedral de Tuy, y así nos la presenta en abundantes grabados el Dr. Martínez Gómez‑Gordo en su citado estudio. Circula por Centroeuropa otra leyenda referente a Santa Librada, en la que la representan barbuda y crucificada. A este respecto escribió el Dr. Castillo de Lucas en su “La leyenda centroeuropea de Santa Librada”, y posteriormente lo hizo don Carlos Cid, en su estudio sobre «La Virgen fuerte y los Cristos románicos con túnica manicata».

(4) Lo publica en el tomo XXVI, año 1918, del Boletín de la Sociedad Española de Excursiones

En la bendición abacial de la abadesa de Valfermoso

 

El pasado viernes, 7 de septiembre, tuvo lugar en Valfermoso de las Monjas, en el Monasterio benedictino de San Juan Bautista, una ceremonia de antiguo y espiritual sabor: la bendición de su Abadesa, la R. M. María del Pilar de la Fuente Almendres, al cumplirse ya los tres años de su elección.

El día era luminoso y alto en el valle del Badiel. Verde y duro, como siempre, el paisaje en torno. Fáciles las montañas ocultando como en un cofre la horizontal mansedumbre del Monasterio. A las doce menos diez minutos la puerta del templo era un hervidero de gentes variadas: junto a altas jerarquías de la Orden de San Benito se mezclaban, la pana reluciente y las camisas blancas, de los aldeanos del lugar. Un antiguo respeto, una solemne corriente de pleitesías corría en aquél grupo. La señora abadesa, la dueña que fuera de muchas leguas en derredor siglos atrás, iba a ser bendecida por su Obispo. Se la quería ver con sus atributos de solemnidad y nuevo poder: con su báculo de plata, su pectoral, su anillo… con ese empaque que el negro de las tocas da a las mujeres santas.

Al mediodía justo, las campanas rompieron el aire y esparcieron sus pedazos por huertas y carrascales. Comenzó la ceremonia, solemnísima y cargada de reminiscencias medievales. El señor Obispo doctor don Laureano Castán Lacoma, junto a fr. Luís María de Lojendio, abad del Monasterio benedictino de la Santa Cruz del Valle de, los Caídos, y a fr. Odilón Cunill, asistente religioso de la Orden de San Benito en España, así como otros Varios monjes y sacerdotes acompañantes, celebró la Misa, en el transcurso de la cual procedió a la bendición abacial de la R. M. María del Pilar de la Fuente, con arreglo al ritual establecido recientemente por el Concilio Vaticano II.

Previamente a la Misa la abadesa, acompañada de dos religiosas asistentes, se colocó a la puerta de la clausura, a donde fue el señor ­Obispo a buscarla, acompañado del resto de sacerdotes y clero. En este orden procesional entraron en el templo, colocándose frente a frente el Prelado y la Abadesa, cada uno con sus respectivos báculos. En el momento solemne de la bendición, le levantó la Madre junto con sus acompañantes y, tras saludar a toda su comunidad que se hallaba reunida en el coro bajo, se postraron ante el Sr. Obispo, a quién las asistentes presentaron a su elegida abadesa. El Prelado la preguntó diversas veces sobre sus intenciones para con la Comunidad, y la Iglesia, contestando ella con el «Sí, quiero» recio y vinculante. Después le dio la Regla de San Benito y, al final, una voz lejana, suave, delgadísima, fue rezando la letanía de los Santos que todos contestan… San Beda, San Columbano, San Basilio, Santas Perpetua y Felicidad, San Bruno, Santa Gertrudis… Acabada la Misa, se retiraron Prelado y clero, mientras la R. M. Abadesa penetraba de nuevo en la clausura del coro y tomaba asiento en la sede del mismo.

Allí dentro otra vez, comenzaba la eternidad barnizada del canto intemporal, del canto resbaladizo y brillante de las monjas. No en una reclusión ni encastillamiento, sino en un voluntario y alegre apartamiento, en un felicísimo testimonio al mundo, en una enérgica, cotidiana contestación a nuestra desbaratada y suicida sociedad. Muchas personas tienen ideas equivocadas respecto a las monjas de clausura, y creen que son seres tristes, oscuros, desalentados, que sólo esperan la muerte para cumplir sumisión. Ni mucho menos. Basta hablar con ellas, con la ya bendecida Madre Abadesa de Valfermoso o cualquiera de sus hermanas de religión, para darse cuenta del inacabable caudal de alegría, de entrega, de altura vital que poseen. Durante el curso escolar se ocupan en atender a los niños de la Escuela‑Hogar que el Ministerio instaló hace unos años en edificio adyacente al Monasterio. Sus tareas de limpieza, de cocina, de asistencia continua a cualquier problema que surja, no les impide llevar su normal tráfico de vida comunitaria y rezos corales, de contemplación y súplica. Estas monjas contemplan a Dios y al mundo a un mismo tiempo, desde su enmarcada ventana claustral, tan ancha y tan diáfana como sus corazones. Mientras, en la ceremo­nia comentada, sonaban sus rezos cantados, sus voces finas y aéreas, sus alegrías inacabables en los labios, pensaba en que sólo esas mujeres, con su Madre Abadesa al frente, eran platónicamente perfectas: porque atesoraban en su humano existir la bondad, la sabiduría y la belleza. Y la Gracia de Dios sobre su humanidad, haciéndolas milagro continuado, prueba insoslayable de que la perfección evangélica también es posible.

Afuera, ya a las dos de la tarde, cala el sol con fuerza y, mientras invitados y familiares comían en unión de las religiosas, algunos marchábamos a nuestras obligaciones con el corazón un poco encogido de no poder continuar en aquélla comunión feliz de la espiritual y sencilla alegría.

Ese pequeño rincón

 

De la mano de estas Ferias y Fiestas que hoy comienzan, nos llega una noticia que puede pasar, entre el estruendo de estos ensordecedores días, desapercibida y semi-ignorada: el Ayuntamiento, de Guadalajara va a colocar, junto a la capilla de Luís de Lucena proyectara y costeara junto a la antigua iglesia de San Miguel, un poema que el desaparecido José Antonio Ochaíta compusiera en honor suyo. Sobre una simple pared de ladrillo, el brillo de la cerámica hará brotar eternas las palabras nuevas, siempre sorprendentes con las que d e continuo el poeta de Jadraque saludaba a la vida y acariciaba, sin mirarla, a la muerte. Todo será en una hora callada, con pocos amigos en torno, aprovechando que el sol se olvide del día algún instante. Un rincón, un bello rincón de nuestra ciudad, recibirá, su bautismo de cordialidad y recato poético. Ascenderá a la categoría de lo intocable, de lo angélico casi. Y recibirá el derecho a que nadie hable ya más de él.

Porque éste de Luís de Lucena será un lugar donde pasar un instante, dejar que el recuerdo del amigo que allí puso sus palabras, del arte y la historia que con su plomada y color torearon los siglos, se apodere de cada resquicio de nuestra alma, y sea así, fundido con los otros, un latido más del corazón de quien por allí detiene sus minutos.

El Ayuntamiento de Guadalajara hará muy bien en ascender de categoría a otros rincones de Guadalajara. De hacerlos etéreos, lejanos de este mundo, a fuerza de cargarlos de humanidad, de nostalgia y poesías. En esa minúscula plazuela del Carmen, tenemos entendido se prepara, quizás para más adelante, otra maniobra de este tipo. Tal vez el busto leve, de bronce ingrávido,  versificado, menudo, de su Cronista y soñador Ochaíta. Donde así renacerá, hablará de nuevo, será extremo perpetuo de la ciudad, constante corazón, huy, toda la locura que las manos del poeta quisieran dibujar, hora tras hora, sobre el ladrillo rosado del templo carmelitano.

¿Y allí, en esa plaza del Concejo que se planea, no está pidiendo su vida verdadera la rojiza materia de las arcadas ciegas del mudéjar? Tras de las tapias, en el páramo sin fin de nuestras mentes, hay ya allí un otro rincón de similar categoría ultramundana: no restaurar, no. No levantar cosas nuevas, falsas, ridículas. Respetar lo que los siglos y las ignorancias no pudieron tirar: esa pared simple, ese par de ventanillas de herrada cenefa enladrillada, silbo de algún alarife mudéjar que aún decía ser «wad-­al-hayareno». Con un pequeño parterre a los pies. Con un circulo de nadas y, de continuas vidas en su torno. Salvado para el latir tan sólo de los que casi ya no viven.

Recordar, alentar nueva vida, barnizar con el invisible velo del amor cualquier oscuro, encaminado rincón de esta Guadalajara tierna: el ángulo que formar las portadas renacentistas del Palacio de don Antonio de Mendoza, y la iglesia del convento de la Piedad, en lo que fue Instituto de Enseñanza Media y hoy no se sabe qué. El recodo de Salazaras bajando al puente de las Infantas, con el torreón del Alamín que sólo pide estar, tan alto, tan corpulento, tan bonancible siempre: estar en la primera puerta de Gua­dalajara. El costanillo donde tiene la peana el palacio, ya concejil también, de la Cotilla: cipreses, un blasón pálido, el aparejo de ladrillo y argamasa. Los jardines del palacio del Infantado, que buscan todavía, buscarán siem­pre, volver a ser la verde esperanza del escudo mendocino. El atrio de los Remedios, tan limpio ahora, pero tan yerto. Le queremos con vida, con silencioso pálpito, con innegable reciedumbre clásica. La Plaza de Santa María, con la fuente transmutada. La antepuerta de San Francisco, donde no estuvo enterrado Juan Ruiz, el Arcipreste. La calle de Ronda, ha­cia Budierca, tan en el ámbito inconcluso de la amistad cristiano‑árabe…

Pero no hace falta seguir. Tal vez, al final, pidiéramos el respeto para las baldosas de una calle ‑Bardales, por ejemplo‑, para las columnas de piedra de cualquier plaza ‑todas las de la Mayor, sin ir más lejos‑, para los cantos rodados de Budierca… los poetas, en fin, no debemos entrar en estas disquisiciones urbanísticas. Con que nos dejen algunos lugares donde tejer la fábula, relamer la historia, forjar un hueco en el aire para hacer más gozoso y sencillo el último ‑bronce… con eso nos conformamos. Aunque a veces, sobre todo por las mañanas, seamos personas normales y estemos dispuestos a comprender y estudiar todos los problemas.

Ahora, y es de donde veníamos, el plazal de Luís de Lucena en la cuesta de San Miguel, adquiere categoría de rincón. Nada más y nada menos. Será ya, pues, «el Rincón de Luís de Lucena».