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agosto, 1973:

Tendilla, la recta sinuosa

 

La recta sinuosa de Tendilla es representación fiel de una pasada época, latido constante de otros anteriores siglos que renuncian a evaporarse o morir desintegrados. La sorpresa de quien por primera vez contempla y saborea la calle mayor de Tendilla, se multiplica a cada paso que da por sus soportales, por la sombra rumorosa que forman las inacabables columnatas blancas.

Ya en el siglo XVI estaba así constituido el urbano aspecto de Tendilla. En la relación que del pueblo escribió Juan Fernández de Sebastián Fernández, se dice que en la plaza y en las demás calles de la villa hicieron unos Salidizos y portales, que aunque llueba se puede andar la maior parte de la villa sin varros, limpieza que no se halla en pueblos de su manera. Las columnas son grandes, cuadradas, blanquecinas. Rematan en doble o triple cornisamento que no llega a tomar carácter de capitel. Algunas, con el de-venir de los tiempos, han ido tomando nuevo aire, más pobre o más rica apariencia, pero siempre con su calor y alto revolotear de éxtasis.

Se puede detener el viajero ante uno u otro de los monumentos arquitectónicos que pueblan esta calle: la iglesia parroquial, suntuosa, inmensa, inacabada; o el oratorio y palacio dieciochesco que fundara D. Juan de la Plaza Solano. Pero siempre quedará su sensibilidad prendida en la estela zigzagueante e íntima de los soportales, de su procesión callada y pálida, uno de los mejores conjuntos de urbanismo medieval que existen en la Alcarria.

Tendilla será, en la mente de muchos, y después de su visita y apacible recorrido, un largo recuerdo, una muda canción por donde deslizarse en cualquier momento de atenazante nostalgia.

En el quinto centenario de los jerónimos de Tendilla

Hoy es un día importante para el alcarreño lugar de Tendilla. Tal vez allí no se hayan dado cuenta, pero en cada torrentera, en cada boscal, en cada pequeño arroyo que baja de la montaña, suena la canción de la alegría. Porque hoy hace exactamente cinco siglos que el primer conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, fundó de una manera oficial y pública el monasterio jerónimo de Santa Ana de la Peña. Y no podía pasar esta fecha sin que, al menos en este Glosario de lo recóndito y lo olvidado, apareciera su nombre, su latido, su brevísima recapitulación.

Es este el año jerónimo por excelencia. En el mes de octubre conmemoraremos los seiscientos años de la fundación de la Orden en España, por el arriacense D. Pedro Fernández Pecha, y, al mismo tiempo, de su primer cenobio en Lupiana, el todavía existente de San Bartolomé. La historia del de Tendilla es muy otra, pero también interesante. Ahora pues, en esta de los aniversarios, la presencia del pasado nos llega revestida como para una fiesta, con todos sus libros abiertos, sus medallas relucientes, y el dorado de sus piedras dando gritos. Reavivar el pasado es hermosa y obliga-da tarea. Que aumenta cuando queda tan cuadriculada como en esta ocasión.

En una prominencia que a Levante del pueblo se estira, junto al Pinar y algo más abajo del Castillo, hubo desde hace muchos siglos ermita dedicada a Santa Ana. Don Iñigo López de Mendoza, hijo del marqués de Santillana de igual nombre, y primero en ostentar el título condal de Tendilla, consiguió del Papa un jubileo plenísimo para ella, con lo que la afluencia de peregrinos desde los más variados puntos de España fue muy abundante. Con las limosnas recogidas se comenzó a levantar casa que el conde quería fuese para comunidad de religiosos. Según se construía el edificio, fueron padre e hijo (el segundo de ellos, don Diego Hurtado de Mendoza, ya a la sazón obispo de Palencia) al Capítulo General que los Jerónimos habían de celebrar, como era su costumbre, en el monasterio de San Bartolomé de Lupiana. Era el año 1472. Mas no se alcanzó el deseado acuerdo entre los aristócratas y los monjes, por lo que el camino para la instalación de comunidad jerónima en Tendilla parecía cerrado.

La tenacidad especial de don Diego supuso un nuevo viaje con su padre el conde, esta vez a Sevilla, donde fray Lope de Olmedo capitaneaba una secta disidente dentro de la orden jerónima. Fray Lope había sido Prior de Lupiana y General de la Orden, pero por sus ideas reformistas extrañas al parecer general del Capítulo, fue relegado del cargo y destinado como prior a San Isidro de Sevilla, en donde puso en práctica su eremítica comunidad. Las proposiciones de don Iñigo fueron aceptadas por fray Lope, y de esta manera se acordó que el ya concluido monasterio de Santa Ana de Tendilla fuera poblado de monjes isidros venidos de Sevilla. Tomaba posesión de la casa fray Juan Melgarejo, vicario del convento andaluz, y suscribían ante Juan Páez de Peñalver, notario público, la carta fundacional los señores condes don Iñigo López de Mendoza y doña Elvira de Quiñones. De todo ello hay cumplida reseña en la Historia de la Orden de San Gerónimo de fray José de Sigüenza y en la Historia de la Casa de Mondejar, manuscrito del marqués de Mondejar en la Real Academia de la Historia. Era el 25 de agosto de 1473. Hoy hace 500 años.

Comenzaba el nuevo monasterio su andadura con importantes donaciones de los aristócratas tendillanos: 43.100 maravedises en dinero, junto a molinos, cabezas de ganado, huertas, etc., y una buena porción de ornamentos sagrados para la iglesia: una cruz de plata, custodias, un cáliz con su patena, dalmáticas, incensarios y un órgano. A cambio de tanta generosidad, los condes adquirirían a perpetuidad, para ellos y sus descendientes, el patronato de la capilla mayor, donde dejaban dispuesto su enterramiento, tanto ellos como sus familiares, hasta la segunda línea del parentesco.

En 1479 murió don Iñigo, para quien fue construido un magnífico mausoleo en estilo gótico isabelino, en el cual aparecía su imagen echada acompañada a los pies de un paje. Igualmente se hizo con su esposa, doña Elvira. A ambos lados de la capilla mayor permanecieron durante siglos, hasta que, poco después de decretada la exclaustración de las órdenes monásticas, y abandonada esta casa de Tendilla, fueron trasladados ambos monumentos funerarios a Guadalajara, siendo colocados en los brazos del crucero de la iglesia conventual del también vacío convento de los dominicos, hoy iglesia parroquial de San Ginés, donde pueden admirarse los restos que la turbulenta pasión destructora de julio de 1936 dejó de ellos.

Muchas otras personas ayudaron al monasterio jerónimo, siendo las más principales los condes de Tendilla, marqueses de Mondéjar desde el hijo del fundador del cenobio. El primero de ellos, también llamado don Iñigo López, que fue capitán general de la frontera andaluza y pieza clave en la reconquista de Granada, junto a su hermano el obispo de Palencia don Diego Hurtado de Mendoza, dejaron importantes donativos.

Sería interminable reseñar las figuras importantes de la religión jerónima que por Tendilla pasaron; las obras de arte que atesoraba su templo; las donaciones y regalos que de todas partes recibía. Fue uno de sus más importantes protectores el licenciado López Medel, oidor de S. M. en la Cancillería de Nueva Granada, quien estando en la ciudad de Santiago de Guatemala, instituyó en 1566 una capellanía para este convento, disponiendo ser enterrada en él a su muerte, y haciendo importantes donaciones en dinero y obras de arte. En documento conservado en el Archivo Histórico Nacional, secci6n de Clero, carpeta 584, nº 1, se conserva la aceptación que de ello hace, en 1574, la Comunidad monacal alcarreña.

De tan larga y aquilatada grandeza, quedan hoy tan sólo cuatro paredes desbaratadas, tocadas del ala negra de los olvidas. Un alto paredón sujeto por anchos contra-fuertes, y amado por ligeras arquerías adosadas en su cara meridional, es cuanto de artístico queda de aquel templo que, sin trabajo, imaginamos gótico del último período, pues en los finales del siglo XV o comienzos del XVI sería construido. Y poco más queda de todo ello.

En el quinto centenario de los jerónimos en Tendilla

 

Hoy es un día importante para el alcarreño lugar de Tendilla. Tal vez allí no se hayan dado cuenta, pero en cada torrentera, en cada boscal, en cada pequeño arroyo que baja de la montaña, suena la canción de la alegría. Porque hoy hace exactamente cinco siglos que el primer conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, fundó de una manera oficial y pública el monasterio jerónimo de Santa Ana de la Peña. Y no podía pasar esta fecha sin que, al menos en este Glosario de lo recóndito y lo olvidado, apareciera su nombre, su latido, su brevísima recapitulación.

Es éste el año jerónimo por excelencia. En el mes de octubre conmemoraremos los seiscientos años de la fundación de la Orden en España, por el arriacense don Pedro Fernández Pecha, y, al mismo tiempo, de su primer cenobio en Lupiana, al todavía existente de San Bartolomé. La historia del de Tendilla es muy otra, pero también interesante. Ahora pues, en esta de los aniversarios, la presencia del pasado nos llega revestida como para una fiesta, con todos sus libros abiertos, sus medallas relucientes, y el dorado de sus piedras dando gritos. Reavivar el pasado es hermosa y obligada tarea, que aumenta cuando queda tan cuadriculada como en esta ocasión.

En une prominencia que a Levante del pueblo se estira, junto al Pinar y algo más abajo de la ‑ Cruz, hubo desde hace muchos siglos ermita dedicada a Santa Ana. Don Iñigo López de Mendoza, hijo del marqués de Santillana de igual nombre, y primero en ostentar el título cande de Tendilla, consiguió del Papa un «Jubileo plenísimo» para ella, con lo que la afluencia de peregrinos desde los más variados puntos de España fue muy abundante. Con las limosnas recogidas se comenzó a levantar casa que el conde quería fuese para comunidad de religiosos. Según se construía el edificio, fueron padre e hijo (el segundo de ellos, don Diego Hurtado de Mendoza, ya a la sazón, obispo de Palencia) al Capítulo General que los Jerónimos habían de celebrar, como era su costumbre, en el monasterio de San Bartolomé de Lupiana. Era el año 1472. Más no se alcanzó el deseado acuerdo entre los aristócratas y los monjes, por lo que el camino para la instalación de comunidad jerónima en Tendilla parecía cerrado.

La tenacidad especial de don Diego supuso un nuevo viaje con su padre el conde, esta vez a Sevilla, donde fr. Lope de Olmedo capitaneaba una secta disidente dentro de la orden jerónima. Fr. Lope había sido Prior de Lupiana y General de la orden, pero por sus ideas reformistas extrañas al parecer general del Capítulo, fue relegado del cargo y destinado como prior a San Isidro de Sevilla, en donde puso en práctica su eremítica comunidad. Las proposiciones de don Iñigo fueron aceptadas por fr. Lope, y de esta manera se acordó que el ya concluido monasterio de Santa Ana de Tendilla fuera poblado de monjes “isidros» venidos de Sevilla (1). Tomaba posesión de la casa fr. Juan Melgarejo, vicario del convento andaluz, y suscribían ante Juan Páez, de Peñalver, notario público, la carta fundacional los señores condes don Iñigo López de Mendoza y doña Elvira de Quiñones. Era el 25 de agosto de 1473 (2). Hoy hace 500 años.

Comenzaba el nuevo monasterio su andadura con importantes donaciones de los aristócratas tendillanos: 43.100 maravedies en dinero junto a molinos, cabezas de ganado, huertas, etc., y una buena porción de ornamentos sagrados para la iglesia: una cruz de plata, custodias, un cáliz con su patena, dalmáticas, incensarios y un órgano. A cambio de tanta generosidad, los condes adquirían la perpetuidad, para ellos y sus descendientes, el patronato de la capilla mayor, donde dejaban dispuesto su enterramiento, tanto ellos como sus familiares hasta la segundo línea del parentesco.

En 1477 murió don Iñigo, para quien fue construido un magnífico mausoleo en estilo gótico isabelino, en el cual aparecía su imagen echada acompañada a los pies de un paje. Igualmente se hizo con su esposa, doña Elvira. A ambos lados de la capilla mayor permanecieron durante siglos, hasta que, poco después de decretada la exclaustración ‑ de las órdenes monásticas, y abandonada esta casa de Tendilla, fueron trasladados ambos monumentos funerarios a Guadalajara, siendo colocados en los brazos del crucero de la Iglesia conventual del también vacío convento de los dominicos, hoy iglesia parroquial de San Ginés, donde pueden admirarse los restos que la turbulenta pasión destructora de julio, de 1936 dejó de ellos.

Muchas otras personas ayudaron el monasterio jerónimo, siendo las más principales los condes de Tendilla, marqueses de Mondéjar desde el hijo del fundador del cenobio. El primero de ellos, también llamado don Iñigo López, que fue capitán general de la frontera andaluza y pieza clave en la reconquista de Granada, junto a su hermano el obispo de Palencia don, Diego Hurtado de Mendoza, dejaron Importantes donativos.

Sería interminable reseñar las figuras importantes de la religión jerónima que por Tendilla pasaron; las obras de arte que atesoraba su templo, las donaciones y regalos que de todas partes recibía (3). De tan larga y aquilatada grandeza, quedan hoy tan sólo cuatro paredes desbaratadas, tocadas del ala negra de los olvidos. Un alto paredón sujeto por anchos contrafuertes, y amado por ligeras arquerías adosadas en su cara meridional, es cuanto de artístico queda de aquel templo que, sin trabajo imaginamos gótico del último periodo, pues en los finales del siglo XV o comienzos del XVI sería construido. Y poco más queda de todo ello.

En esta jornada de cordial e íntima recordación no queda lugar para el lamento por lo perdido, sino, más bien para el contento gozar de haber tenido tan importante institución religiosa.

NOTAS

(1)    fr. José de Sigüenza, «Historia de la Orden de San Jerónimo», 2. ª parte, tomo 1, pág. 403 y siguientes.

(2)    Marqués de Mondéjar, «Historia de la Casa de Mondéjar», tomo II, pág. 56 y siguientes, manuscrito en la Real Academia de la Historia.

(3)    Fue uno de sus más importantes protectores el, licenciado López Medel, oidor de S. M. en la Cancillería de Granada, quien estando en la ciudad de Santiago de Guatemala, instituyó en 1556 una capellanía para este convento, disponiendo ser enterrado en él a su muerte, y haciendo importantes donaciones en dinero y obras de arte. En documento conservado en el Archivo Histórico, Nacional, sección de Clero, carpeta 584, número 1, se conserva la aceptación que de ello hace, en 1574, la comunidad monacal alcarreña.

Algo sobre los franciscanos de Atienza

 

La villa de Atienza, que alcanzó su máximo apogeo durante los siglos XIV y XV, siendo importante centro de comunicaciones y comercio, poseyó desde la mitad de la decimotercera centuria un convento de frailes franciscanos en el que la historia ha ido clavando sus duras garras devastadoras. Nació ya la institución con, el temor que dictaban las amenazas de los clérigos del Cabildo, muy molesto por ver la intromisión en su feudo religioso de unos cuantos varones que predicaban con el ejemplo y la ascética vida. No fué ello obstáculo para que la institución, mínima, y muy humilde al principio, creciera y se dilatara en potencia y en influencias espirituales por toda la comarca.

Vivieron los frailes en precarias condiciones, hasta que, a finales del siglo XIV, la señora de la villa, que por entonces lo era doña Catalina de Lancaster, esposa del rey Enrique III de Trastamara, construyó a sus expensas un nuevo edificio conventual, acometiendo también las obras para una nueva iglesia, que, de todos modos, quedó sin concluir. Obra de aquél medieval momento es el ábside esbelto, cuajado de puntiagudos ventanales de curvatura gótica, y recios contrafuertes adosados que no le restan, sino que le añaden, esbeltez y armonía (1).

Revolviendo viejos papeles en el Archivo Histórico Nacional, encontramos hace algún tiempo un interesante documento en el que se hacía referencia a la terminación de las obras de este templo conventual, iniciadas en el siglo XIV y aún no concluidas en el XVI (2). La iniciativa para esta empresa nació, en mancomún, del Concejo, vecindario y nobles de la villa, pero fué finalmente la ilustre familia de los Bravo de Lagunas, que tantas figuras dio a la historia de las provincias de Guadalajara y Soria, la que car­gó con la total responsabilidad de ella.

Don Hernando de Rojas Sandoval y su esposa doña Catalina Medrano Bravo de Lagunas, en la primera mitad del siglo XVI, se erigieron en patronos de las dos capillas del crucero, construidas a sus expensas, y dedicadas a la Purísima Concepción de Maria (la del lado del Evangelio) y a los santos Sebastián, Fabián y Roque (en el lado de la Epístola). Algo después, éste mismo matrimonio fundó y dotó espléndidamente una nueva capilla en el crucero, puesta bajo la advocación de San Antonio, para la que mandaron hacer casullas y un terno, y regalaron tapices, frontal de altar, sabanillas, cáliz y vinajeras. Ordenaron también la colocación en su portada de una buena reja, que suponemos en la mejor línea del renacimiento seguntino, y, finalmente, dejaron encargada la talla de sendas estatuas yacentes que, en dicha capilla de San Antonio, cobijaran «in aeternis», stis cuerpos en blanca materia alabastrina transmutados. Si se llegaron a hacer tales estatuas funerarias es cosa que se ignora, aunque contando con muchas probabilidades de que así fuera. Y aún mandaron estos señores, en un sano afán de terminar y engrandecer el edificio religioso de San Francisco, en su villa de Atienza, la erección de una portada principal, el cambio de estructura del coro, y muchos otros pequeños detalles que harían interminables esta noticia.

Por el mismo documento citado, también sabemos que el hermano de doña Catalina, llamado don García Medrano Bravo de Lagunas, se encargó del patronato de la capilla mayor del templo así nuevamente remozado.

Era ese el momento cumbre del monasterio franciscano. Poco tiempo antes, en 1507, siendo Regente de Castilla fray Francisco Ximénez de Cisneros, fué declarado Real Convento éste de Atienza, y nombrado su Guardián o Superior como Regidor Decano de la villa, con dos votos en los Ayuntamientos, designación de persona para sustituirle en el puesto concejil siempre que lo creyera conveniente, y algunas otras preeminencias que venían a demostrar el alto poder que los frailes tenían en el regimiento de la alta villa atencina. Las nobles familias del lugar, que cada vez menguaban más alarmantemente, se preocupaban de estar a bien con ellos. Fue ésta de los Bravo de Lagunas la quo con mayor fervor les ayudó en este siglo XVI que comentamos (3).

Después de esto, y aun con las visitas que diversas reyes de España hicieron a la casa (Felipe TI, en 1592, estuvo en Atienza a su regreso de las cortes de Tarragona; Felipe III y, en 1660, su hijo Felipe IV. En 1706 descansó algunos días en el convento franciscano el primer Borbón de España, Felipe V), la estrella del monasterio fue decayendo, alcanzando su grado máximo aquella noche del 7 de enero de 1811 en la que las tropas napoleónicas devastaron casi hasta sus cimientos la residencia de los religiosos y el templo, siendo por entonces cuando desaparecerían cuantas joyas artísticas habían legado a la posterioridad los Bravo de Lagunas. Sirvan pues, estas líneas, de breve recordanza de un tiempo ido, de unas cosas habidas y ya sujetas al eternal retorno.

(1) En la fotografía, ya antigua, que acompaña estas líneas, aún estaban abiertas al sol y al viento las ventanas agudas del ábside. Hace varios años, y haciendo uso de su total derecho de posesión, el dueño de la finca los tapió y construyó en su seno un almacén de trigo. En tan lamentable estado hoy continúa.

(2) Se trata del testamento de doña Catalina Medrano Bravo de Lagunas, y noticias acerca de los pleitos originados a causa del mismo y del patronato instituido. A.H.N., sección Clero, legajo 1985.

(3) Recordamos el doble enterramiento de la capilla de Coria en la Colegiata de Berlanga de Duero, en que junto a don Juan Ortega Bravo de Lagunas, obispo de Ciudad Rodrigo, se halla enterrado su hermano D. Gonzalo Bravo de Lagunas, fallecido en 1471, y que había sido alcaide de la fortaleza de Atienza.

Doña Aldonza de Mendoza (II)

 

Nació doña Aldonza, como ya hemos visto, del matrimonio entre don Diego Hurtado de Mendoza, almirante de Castilla, y doña María, hija Ilegítima del rey Enrique II. Fue su venida al mundo entre los años 1390‑95, muy probablemente en Guadalajara, llegando a tal conclusión, y a falta de fidedigna documentación que lo acredite, teniendo en cuenta la fecha de boda de sus padres y el nacimiento de su primer hermanastro don García. Fue hermano de los mismos padres don Pedro González de Mendoza, que murió siendo niño. Y hermanastros, hijos del almirante y doña Leonor doña Elvira Laso de la Vega; doque también murió en la infancia; doña Elvira Laso de la Vega; doña Teresa de Mendoza; don Gonzalo Ruiz de la Vega, y don Iñigo López de Mendoza.

Educada en la pequeña pero fastuosa corte arriacense mendocina, doña Aldonza se vio enseguida rodeada de lujos y continuas felicidades que, como se sabe, pocas veces suelen ir juntos. Cayeron, sin, embargo, agrias disensiones en el seno de la familia, por culpa, cómo no, de los celos femeninos, que ante nada ni nadie se detienen: creyó ver doña Leonor una excesiva confianza entre su esposo don Diego y la prima de éste doña Mencía de García de Ayala, que a su vez hacía de educadora de Aldonza. A tanto llegaron las asperezas, que el matrimonio se separó, yéndose Leonor a su villa de Carrión y quedando Diego aquí, a las orillas del Henares, donde finalmente pasó de este mundo el mes de junio de 1404.

Doña Aldonza quedó muy bien heredada. Recibía la villa, ya por entonces muy importante, de Cogolludo, «con sus castillos e aldeas» (l); las de Loranca de Tajuña, el Pozo de Portillo y la heredad de Torralba (que dio el rey Enrique a doña María, hija de éste y madre de Aldonza). Además, y como compensación a ciertas cantidades que su madre doña María le había dejado y que, por lo visto, don Diego había gastado en «caprichitos» de doña Mencía, le da sus villas de Tendilla, Coveña, la mitad del lugar de Novés, 50 cahices de sal en las salinas de Atienza, sus casas mayores de Toledo, as! como los lugares de Argecilla, Palazuelos, Robredarcas y varias heredades en Utande, Espinosa Y Membrillera, Carrascosa y Cutanilla; el monte de Tejer, el molino de Saelices, sus casas de Jirueque, Castilblanco y Mandayona, así como, finalmente, los ajuares de sus casas de Guadalajara, Buitrago y Madrid, y todo el aljófar y la plata dorada de los diez mil maravedies que por Juro de heredad deja don Diego a su prima doña Mencía, ordena que a la muerte de ésta pasen a su hija Aldonza.

Ya vimos que, tan ricamente cuajada de poderío, fue fácilmente concertado el matrimonio de doña Aldonza con el duque de Arjona don Fadrique de Castro, quien, como ya veíamos la semana pasada, y a causa de su ingerencia en la guerra «de los infantes de Aragón» en el partido contrario al monarca castellano, fue apresado por éste, aún con ser algo familia suya (2), y falleció finalmente en la fortaleza de Peñafiel. Más por culpa de su mujer que por azares de la política del siglo XV, se vio don Fadrique metido en líos familiares con su cuñado el marqués de Santillana: en 1422 llegaron a un acuerdo, tras larga desavenencia fraterna, partiendo en dos el señorío del Real de Manzanares, y los pueblos de Colmenar (de la Sierra), El Vado, y el Cardoso. El litigio a pesar de ello, continuó lago tiempo.

Vivió doña Aldonza cinco años en Guadalajara, desde 1430 en que falleció su esposo, hasta 1435 en que, ya enferma, se retiró a Espinosa de Henares, donde el otorgamiento de testamento y su muerte se sucedían en breve espacio de tiempo. Desde nuestra ciudad protegió decididamente al por entonces todavía no muy pudiente monasterio jerónimo de Lupiana. Además de las mandas que le dejaba en el testamento, costeó en vida el arreglo de la capilla mayor, que agrandó y ennobleció cubriéndola de artesonado y adornándola con un retablo que suponemos de estilo gótico, y bastante interesante por cuanto fr. José de Sigüenza, a pesar de ser muy devoto del arte medieval, le alaba encarecidamente(3). Encargó también la sillería coral, en madera tallada en estiló gótico, de la que hoy no queda resto alguno.

En Espinosa testó doña Aldonza, sintiéndose repentinamente enferma, a 16 de junio, de 1435, y dos días después fallecía. Sin hijos ni parientes bien allegados (a don Iñigo de López de Mendoza, su hermanastro, le ignora sistemáticamente, dispersa sus pertenencias entre monasterios y obras mandas piadosas, dejando también gran cantidad de bienes para sus primos Diego Hurtado de Mendoza y el adelantado Pedro Manrrique. En su larga lista de donaciones aparecen mencionados casi todos los conventos y casas de religión de Guadalajara y «zona centro», dando, incluso, para «las beatas de casa mayor fernandes de guadalfaiara dies myll mrs», y para «las beatas de la morería de guadalfaiara dos myll mrs».

Al monasterio de Lupiana dejó doña Aldonza, entre otras cosas, los 50 cahices de sal de Atienza que le dejó su padre, y 19 excusados paniaguados que tenía Juro de heredad en Guadalajara. Le da también algunos ricos tapices y 100.000 maravedís para comprar cálices, cruces y una custodia. Todo el lujo del Cuairocentos español, cayendo de las manos de esta noble dama.

De las desavenencias familiares, rayanas en la guerra comarcal, que se produjeron a su muerte no creo sea este lugar propicio para hablar. Baste saber que uno de los herederos de doña Aldonza, don Diego Hurtado de Mendoza, y el hijo del otro, don Diego Manrique, se apoderaron inmediatamente de gran parte de los muebles y joyas de la finada, yéndose con todo a Cogolludo. El Marqués de Santillana, todavía enojado con, su desheredamiento, no encontró otra situación que irse inmediatamente, seguido de una hueste de 600 lanceros, a por los dos alegres aprovechados, que salvaron la vida gracias a la autoridad real, que se interpuso entre ambos bandos (4).

Y esta es, en resumidas líneas, la crónica de la vida y milagros de doña Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona, que ahora cuenta ya de nuevo, si bien en silenciosa talla alabastrina y clara, entre los alcarreños, sus paisanos.

(1) Hizo testamento don Diego Hurtado el 2 de abril de 1400, en El Espinar. Se conserva en el Archivo Histórico Nacional, casa de Osuna. Lo publica íntegro el Dr. Layna Serrano en su «Historia de Guadalajara…», tomo I, pág. 298.

(2) Este duque de Arjona era nieto del infante don Fadrique hermano natural de Pedro I, e hijo del condestable de Castilla don Pedro Enriquez. Su parentesco con el rey castellano era muy lejano.

(3) Fr. José de Sigüenza, «2.1 y3.1 parte de la Historia de la Orden de S. Gerónimo», 1600.

(4) Glosan este episodio tan medieval, de fraternal trifulca guerrera por cuestión de herencia D. José Amador de los Ríos en su «Vida del Marqués de Santillana», Y el Dr. Layna Serrano, en su Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI.

Doña Aldonza de Mendoza (I)

 

Cuento, Guadalajara desde el pasado 11 de julio con su sección de Bellas Artes del proyectado Museo Provincial, de momento situado en la planta baja del Palacio del Infantado, y que gracias al interés de la Dirección General de Bellas Artes, que la ha habilitado para su adecuado montaje, y al decidido afán de la Excma. Diputación Provincial en colaborar con sus fondos pictóricos, se ha podido llevar a cabo en un corto espacio de tiempo.

Cuando el Museo de Guadalajara abría sus puertas, todos los alcarreños nos vimos gratísimamente sorprendidos al encontrar, en el centro, de su sala principal, el enterramiento de doña Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona, que tantas páginas de la historia de nuestra provincia hizo escribir durante el siglo XV. Esta importante pieza de la estatuaria funeraria medieval fué labrada, en alabastro blanco, cuando falleció la duquesa. Ella misma mandó mil florines de oro para hacerlo, ‑ordenando se fabricara de manera «convenyble a my persona», y se situara en el centro de la nave de la iglesia conventual de los jerónimos de Lupiana. No se llegó a colocar allí, sino en el muro de la izquierda del presbiterio, de donde fue retirada en 1835, a raíz de la Desamortización de los bienes eclesiásticos, y trasladada al Museo Arqueológico Nacional, donde durante más de un siglo ha permanecido en un discreto semiolvido del que ahora, afortunadamente, ha salido. Para contento de todos los alcarreños.

La conservación de la escultura es perfecta. Se ignora su autor y él año exacto de su construcción, aunque no se haría mucho después de su muerte. Podría fecharse su talla entre el 1435 en que, muere doña Aldonza y el 1440; y esto sin posibilidades de error por cuanto la moda femenina medieval es tajante en la utilización de sus patrones. El cinturón alto, bajo el pecho, y el vestido recorrido de pliegues perfectos, que, sin embargo, no llegan hasta el borde inferior del vestido. Es la moda usada en los años treinta del siglo XV (1). Descansa la cabeza de doña Aldonza, cubierta de sencilla toca, sobre un par de almohadones prolijamente tallados. Sostiene entre sus manos ‑derechos sobre izquierda‑ un rosario en dos vueltas. El borde inferior de su vestido está también cubierto de minuciosa decoración mientras los pies se elevan unos centímetros sobre el plano del sarcófago, para proporcionar más perfecta horizontalidad al cuerpo de la difunta. A lo largo del reborde del catafalco corre una inscripción de letras góticas, pintada en negro sobre el alabastro, que dice así: «le doña aldoca de medoca qe dios aya dupesa de arjona mujer del duqe don fadrigue fino sabado XVIII días del mes de junio año del nascimiento del nro salvador ihu. Xpo de mil e quatrocietos e XXXV años» (2). La sustentación del bulto funerario es un bloque alabastrino en cuyas cuatro caras aparecen los escudos de la familia rodeados de vegetación o figuras ce­lestiales.

Es curioso observar que, conforme alo que casi siempre ocurre en la escultura funeraria, se representa al difunto con los rasgos más acentuados de la vida. La duquesa de Arjona está viva en el alabastro. Y más joven aún de como sería en su muerte, acaecida cuando frisaba los cincuenta años: su garganta llena, sus labios frescos, su nariz tersa, sus ojos turgentes y su frente sin arrugas son la misma imagen de la belleza serena, del plácido sueño reposado. Claro es que el escultor no buscaba reflejar los efectos de la muerte en la estatua de doña Aldonza, (sí lo buscaba, y lo consiguió plenamente, Alonso de Berruguete cuando talló al Cardenal Tavera, en Toledo, dejándonos una de las mejores esculturas funerarias de todos los tiempos) pero no le hubiera venido nada mal un poco de fidelidad a la obra, siempre sabia y hermosa de la naturaleza.

Para situar en el tiempo y la historia a doña Aldonza, hay que recurrir a nombrar todas las personalidades, que ocupan el siglo XV alcarreño: era hija del almirante don Diego Hurtado de Mendoza, ya desde el siglo XIV muy introducido en estas tierras de Guadalajara, donde poseía heredades, señoríos y vasallos en gran número, Casó don Diego en primeras nupcias con Doña María de Castilla, hija natural del rey Enrique II, y de ese matrimonio nació doña Aldonza. Bastante joven quedó huérfana de madre, y el almirante volvió a casar, ahora con doña Leonor de la Vega. De ella nació, entre otros, el universal don Iñigo López de Mendoza, que llegaría a primer marqués dé. Santillana. Nunca se llevaron bien los dos hermanastros, fundamentalmente por causa de la madre del segundo, doña Leonor. Casó doña Aldonza con don Fadrique de Castro, descendiente por línea natural del rey don Pedro el. Cruel, cargado de títulos y riquezas, ostentando con superior orgullo el ducado de Arjona. Por causa de cierta tibieza en el servicio al rey Juan 11, cuando la guerra con los infantes de Aragón, fué encarcelado por el monarca, a quien no le dolían prendas de familiaridad, pues era en realidad primo, aunque muy lejano, del duque. Este murió preso en la fortaleza de Peñafiel, dejando ricamente heredada a su viuda, de la que no había logrado descendencia.

De la vida de doña Aldonza, fundamentalmente a raíz de la muerte del duque de Arjona, haremos un breve repaso en el próximo número de NUEVA ALCARRIA.

(1) Carmen Bernis, «La moda, y las imágenes de la Virgen», Archivo Español dé Arte, tomo XLIII, 1970, pág. 193 as. Carmen Bernis, “Indumentaria Medieval Española” 1956

(2) La inscripción que actualmente figura en el enterramiento, ha sido pintada hace poco tiempo, quizás para colocarle en el Museo de Guadalajara, y se ha hecho con una distribución de las frases diferentes a como estaba anteriormente. Véase la fotografía que acompaña este trabajo, y compárese con la lámina XIV del tomo I de la «Historia de Guadalajara» y sus Mendozas», de D. Francisco Layna Serrano. Testó dos días antes de su muerte, a 16 de junio de 1435, en la villa de Espinosa de Henares. El original de su testamento se conserva, en el Archivo Histórico Nacional, sección Clero, pergaminos del monasterio de Lupiana. Inexplicablemente, el Dr. Layna afirma en varios lugares de su obra que la duquesa murió en julio, cuando está suficientemente demostrado que fué el mes anterior.