Las idas y venidas de don Fadrique

sábado, 9 junio 1973 0 Por Herrera Casado

 

En  la  catedral de Sigüenza, que es toda oscuridad y vértigo al entrar por vez primera, va el visitante descubriendo, poco a poco, elementos de arte que entre sí constituyen, amalgama razonada, gentil torre donde el espíritu acordado y el ansia de belleza han resumido sus inquietudes. Entre, las románicas ventanas y el barroco trasaltar surge sonoro, coloreado y resplandeciente el mejor plateresco de la provincia, uno de los mejores de Castilla porque es nada menos, que obra de Covarrubias, que entre 1515 y 1530 trazó ese ángulo del brazo norte del crucero en que un altar y un mausoleo contienen el asombro a perpetuidad: el altar de Santa Librada y el enterramiento de don Fadrique de Portugal, obispo seguntino que costeó y mandó levantar ambos, Y con ellos dejar a su memoria una continua y agigantada orla de gratitudes, de entregas, de admiraciones.

Pero hoy nos detendremos no en el norte que trazara, no en el color o los grutescos de su obra. Será en su vida, en sus idas y venidas por España, en sus más y sus menos como eclesiástico y político, al servicio de un país, y de una grey que andaban por entonces algo alborotados.

Era Fadrique hijo del Conde de Faro don Alfonso, y de la Condesa de Odemira, doña María. Llamábanse sus hermanos, Sancho, Menela y Guiomar. Y por sus venas corrían las sangres nobilísimas del rey castellano Enrique II y del portugués, Fernando I. Teniendo tan altas ascendencias, le sería fácil hacer buena carrera en el estado eclesiástico. Pronto subió a una canonjía de Segorbe, y luego a otra de Albarracín. Para continuar la carrera de un antecesor suyo en Sigüenza, el Gran Cardenal Mendoza, don Fadrique pasó primero por el obispado de Calahorra. En 1508 subió al de Segovia, y en 20 de enero de 1512 llegaban los papeles de Julio II, Papa, eligiéndole para la mitra de Sigüenza. Era ésta entonces una de las más apetecidas de Castilla. Por su antigüedad, su prosapia y sus riquezas, a Sigüenza aspiraban los más de los eclesiásticos hispanos en este comienzo del siglo XVI. En Fadrique pesaron sus sangres azules y sus indudables luces y valías. Y tomó posesión en ese mismo año, a 12 .de mayo, entrando en la ciudad pocos días después, a lomos de la mula blanca que la tradición y el pueblo seguntino aplauden y gustan desde hace siglos. En la catedral más tarde, juraba solemnemente «guardar y mandar guardar a la dicha Ciudad y a sus vecinos y moradores todos los privilegios e sentencias e libertades que tienen, ansi de los Emperadores e Reyes de gloriosa memoria y de los Prelados que han sido de esta ciudad así como de los buenos usos y costumbres».

Pero sus intenciones se vieron en seguida: el frío invierno tal vez; otras inquietudes de miras elevadas; el prurito polifacético del hombre renacentista… todo se fun­de en don Fadrique. Y se marchó. Fue a San Sebastián, a tratar con la Armada inglesa que dirigía el marqués de Orset sobre lo conveniente de un ataque a Francia, y el aún más deseado negocio del católico rey Fernando, concerniente a la guerra contra Navarra, para caminar en la total unión de las tierras españolas. Cuando murió don Fernando de Aragón, el regente Cisneros pidió ayuda y consejo a don Fadrique, sobre el modo de llamar al príncipe Carlos que había de venir desde Flandes. El viejo cardenal no se atrevió, no quiso, mejor dicho ir al encuentro de Carlos. Y fue don Fadrique quien en nombre del omnipotente regente daba la bienvenida a Castilla al joven, mozo europeo, en el asturiano puerto de Tazones.

No se descuidaba, contra lo que pudiera parecer, del gobierno de su diócesis. Si por un lado acometió importantes obras artísticas, una de las cuales fué el mencionado altar de Santa Librada, comenzado en 1515, por otra parte sostuvo largo pleito, durante siete años, con don Bernardino López de Carvajal, que pretendía volver a la sede seguntina después de haber renunciado a ella años antes. Don Fadrique ganó la querella, y en 1520 regresó­ por Sigüenza, donde consagró aras para varios nuevos altares, y el pueblo aprovechó para demostrar su contento por tener un prelado tan caminante y hábil político.

Marchó pronto, sin embargo, a Portugal, con varios miembros del Cabildo, para solventar problemas políticos. Y luego a Cataluña, a tenor de ser nombrado por el Emperador Carlos, con quien gastaba gran confianza, Virrey y Capitán General de Cataluña, Cerdeña y Rosellón. Era 1525 y es éste el instante en que, culmina la estrella, en que escala la máxima cota de su carrera.  La ambivalente vocación política‑religiosa le hacía, seguramente sentirse feliz y armoniosamente cuajado de plenitudes. Era un gran hombre. Aunque el escritor de hoy, de últimos del siglo XX, se pregunte intrigado cuál era la labor pastoral y cristianizante de don Fadrique entre sus fieles seguntinos. Al parecer, sólo caben puntos suspensivos… ¿Algún interrogante? Dudas.

En, 1529 se quiebra el cuerno de la fortuna. Enferma el obispo seguntino y el cabildo, alarmado y lógicamente triste, hace una procesión el sábado 24 de julio a la iglesia de Nuestra Señora de los Huertos, para que Dios tenga a bien concederle la salud. Así fué, y aún volvió por la ciudad del alto Henares don Fadrique: en mayo de 1530. A contemplar cómo su mausoleo estaba terminándose. A disponer figuras, escudos, cartelas, para cuando la dorada piedra albergara su cansado cuerpo. Murió en 1539, estando en Barcelona. Desde 1532 era obispo de Zaragoza. De todos modos, a Sigüenza fue su cuerpo, porque allí estuvo siempre, a pesar de viajes y embajadas, su corazón y su nostalgia. Un obispo del Renacimiento, en suma, del que siempre cabrá el ditirambo artístico, y del que no queremos, porque no se lo merece, que vaya a morir en el vacío su recia y ejemplarizante historia.