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marzo, 1973:

Los capiteles románicos de Pinilla de Jadraque

 

La iglesia románica de Pinilla de Jadraque de la que no hace mucho aparecía en estas páginas el documento gráfico de Su «apuntalamiento» e incierto futuro, es uno de los más dignos ejemplares del arte románico con que cuenta la provincia de Guadalajara. De su estructura (nave única y atrio porticado), de su gran espadaña a los pies del templo, del aire aldeano y medieval que en los atardeceres del verano exhalan sus piedras, ya nos habló cumplidamente el desaparecido Dr. Layna, Serrano, que la visitó y estudió antes de la guerra.

De entonces acá, el templo parroquial de Pinilla ha sufrido algunas variaciones. Si por un lado ha mostrado la aguda herida de su costado, por otro ha desvelado el secreto de los capiteles del ala de Poniente del atrio, tabicados cuando el Dr. Layna la estudió, y que ahora se nos muestran y ofrecen para ser estudiados y considerados como merecen.

El arco situado más al norte de los de este ala, está hoy todavía cegado, Sirviendo de pared a un cuarto trastero formado en el ala de Poniente del atrio. En él aparecen dos capiteles de decoración exclusivamente vegetal, pero que Superan en este dominio a todos los del ala meridional del atrio, al poseer, entre otras cosas, unas nítidas representaciones de la piña y la manzana, como símbolos de la fertilidad (vida perenne, resurrección) y la muerte (pecado original).

Pero el mayor interés iconográfico se centra en los dos capiteles que le siguen a su derecha. Son éstas dos magníficas piezas donde el sentido mítico que corre soterraño bajo la capa de religiosidad medieval, se explaya a su gusto. La fuerza simbólica de las representaciones artísticas en el período románico, tiene en este lugar una demostración ilustrativa y de un directo expresivismo. Su aire rural no le resta nada de fuerza y de misterio.

El primer capitel que corre doble sobre el par de columnas adosadas al muro, lanza al aire su imagen en dos de sus caras. Otra de ellas aún permanece tapada y la cuarta está prácticamente destruida. En él se ve una figura de larga y rallada vestimenta cogiendo un pez en cada mano. En el esquinazo de ambas caras, una sirena masculina, barbada, derrama sus dos colas a cada lado del capitel. En la otra cara aparece otra figura, más pequeña que la primera, con un pez en la mano izquierda. En el lugar que correspondía a su mano derecha, un martillazo inmisericorde nos ha privado de poder redondear uno de los conjuntos simbólicos más inauditos de nuestro arte provincial.

El tema se presta a la disquisi­ción amplia, pero no es éste el momento de entrar en ella. Baste señalar la raigambre mitológica de la sirena, en especial la de dos colas, de la cual hay ya un ejem­plo anterior al siglo X, en el tímpano de la capilla, de San Miguel, en Aiguilhe de Puy; en España son sus claros antecedentes los ejemplares que aparecen en sendos capiteles del ábside del mo­nasterio de San Cugat, y del claustro de San Pedro de Galligans, ésta última de ceremoniosa y barbada presencia, como en el caso de Pinilla.

Por otra parte, la presencia de dos figuras con un pez en cada mano, nos pone en inmediato contacto con los signos zodiacales de Géminis y Piscis, cada uno con sus esotéricos e intrincados significados, resucitando la leyenda de Oamnés, el hombre‑pez de los, caldeos, y dando a todo el capitel un tinte de dualidad, de balanceo y emparejamiento, que nos hace pensar en las intenciones del escultor de resaltar el número dos, y hacerlo con figuras y temas del más puro signo pagano y mitológico.

Frente a él, el capitel religioso, el capitel espiritual donde el número tres, es la clave y el camino para, desentrañar su clara intencionalidad piadosa y representativa de la contrapartida de lo terrenal: aparte del Tetramorfos, vemos una representación del Calvario, con tres figuras claves y los tres Reyes Mayos; y una misteriosa escena en la que otras tres figuras parecen representar el bautismo de Cristo.

De este capitel, los fallecidos cronistas provinciales señores Catalina García y Layna Serrano, alcanzaron a ver una sola cara, en la que el primero de ellos, inexplicablemente, creía ver al profeta Daniel rodeado de leones, mientras que el Dr. Layna bastante más observador, identificó fácilmente la representación del Tetramorfos. El Pantocrátor, una figura de Dios Padre muy sencilla y ruda, aparece en el centro rodeada de ovala, da cenefa (la almendra del iris) al estilo francés de Chartres, Angulema o Toulouse. Le rodean cuatro figuras: un ángel, un buey, un león y un águila (de la que solo queda parte de una ala) y, como detalle curioso, añade una sencillísima palmera a la izquierda del Cristo.

La cara del capitel que mira al interior del atrio es, en mi opinión, la mejor obra de escultura románica que tenemos en la provincia (después de los relieves de Beleña). Es un Calvario sencillo a la vez que majestuoso. Su estado de conservación es, milagrosamente, muy bueno, a pesar de haber estado largos años tapado con un tabique. El color de la piedra es oscuro, y su situación de marcado contraluz me hizo imposible la obtención de una fotografía aceptable. Por lo que no queda más re­medio que recurrir a la descripción. Cristo descansa, como hecho de palo y cera, sobre una cruz griega de clásicas proporciones. Su gesto de estupor dolorido colma todos los clamores de la ingenui­dad y la fuerza que el arte románico arrastra consigo. La traza es verdaderamente primitiva, pues no existe escorzo en la postura ni apenas pliegues en los paños. Pero tiene «garra» y se mete muy dentro del que lo contempla. Las figuras de San Juan y Maria que le acompañan son más grandes que él, y sujetan con sus brazos los de la cruz. Es éste un modismo muy poco usado en la representación de los, Calvarios. Las figuras de la Virgen y el Apóstol predilecto van ganando tamaño lentamente en las obras del siglo XH, muy especialmente en los Evangeliarios (el de la reina Felicia de Aragón, el de don Gonzalo, en Oviedo, etc.) y aparece ya claramente esta composición en un capitel de la iglesia de Santa María de la Alabanza, en Burgos (hoy, en el Fogg Muscum, de Cambridge, Mass.) y en el tímpano mayor del pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela. Pero creo que su aparición en un capitel de iglesia aldeana, tan al sur de, todas las corrientes internacionales del románico, supone un dato de importante valor para la catalogación de esta obra.

En otra cara, tres figuras masculinas, de largas y ralladas vestiduras, sostienen una copa en la mano izquierda alzada y un pergamino o filacteria en la derecha.

Me inclino por su identificación con los tres Reyes Magos.

Finalmente, en la cara que da al exterior, una figura desnuda de medio cuerpo, surge de un recipiente cuadrado ayudado de otros dos. ¿Es el símbolo Se la Resurrección del alma? ¿La representación del bautismo de Cristo? De todos modos, el número tres constitutivo de su estructura, al igual que las otras escenas de este capitel, le da un marcado sentido espiritual y de purificación, frente al otro capitel pagano y terrenal.

Pinilla de Jadraque y sus recuperados capiteles románicos, en definitiva, un nuevo lugar a donde dirigir nuestros pasos caminantes

El románico de Aldeanueva

 

El tema de la arquitectura románica en la provincia de Guadalajara es todavía actualidad, algo que late y se mueve, que lanza sus ramas al aire, que nos habla… Cuando aún no hace dos años apareció la segunda edición de La Arquitectura románica en Guadalajara a la que el doctor Layna Serrano dedicó sus más juveniles impulsos y sus maduros retoques, parecía no quedar ya nada por decir. El tiempo, como una bola cuesta abajo que no para, sigue lanzando sus destellos: siguen apareciendo nuevas joyas de este arte medieval. Y es ahora muy cerca de la capital de la provincia, en el pueblo de Aldeanueva de Guadalajara, donde está a punto de rubricarse un nuevo capítulo de esta historia.

A Aldeanueva se va por Iriépal, por una carretera que desde hace unos meses, gracias al incansable afán de la Excma. Diputación, tiene cubierta de suave asfalto su faz que fue arisca y pedregosa durante años. Así, a tan sólo 12 kilómetros de nuestra capital, aparece el románico. En la citada obra del doctor Layna Serrano, en el final de su página 219, aparece una brevísima alusión a su iglesia parroquial, calificando de «absolutamente desprovista de interés» a su portada. No cometió yerro nuestro desaparecido cronista, pues lo que él vio no ofrecía parar la atención ni cinco minutos. Lo bueno, lo auténtico, estaba oculto. Durante muchos siglos había permanecido tapada por el yeso y las «reformas» una obra de arte único en nuestra provincia. Gracias a nuestro señor obispo, doctor Castán Lacoma, que se dio cuenta de lo que había allí escondido, y al entusiasmo y sacrificio que día a día, desde hace ya unos cuantos meses, derrocha su párroco don Calixto García, sin olvidar el entusiasta aporte de medios económicos y trabajo personal del vecindario de Aldeanueva, y el singular interés del maestro‑albañil Aurelio Sánchez y compañeros Gregorio Sigüenza y Miguel Duque, la obra de restauración de esta iglesia está en marcha. Ahora lo que hace falta es que de todas partes llueva la ayuda económica que para su final feliz necesita. Que esos organismos oficiales que tantos millones se están dejando en obras de restauración en la capital y pueblos grandes, dejen en Aldeanueva algún pellizco, que tan digna como las otras es esta empresa acometida.

Pero vayamos ahora con su descripción. Es ésta una obra que adquiere todo su carácter en el interior del templo. Y por él queda catalogada perfectamente como muestre del románico mudéjar, de una gran carga hispano‑árabe a través del sentido cristiano reconciliador. Este carácter de mudejarismo se lo dan dos hechos: el de su erección en el siglo XIII, cuando una vez pacificada y occidentalizada esta zona alcarreña, aún queda entre su población un gran elemento árabe que no ha creído necesario huir hacia el sur, y que con el hombre de «mudéjar» convive pacíficamente con la nueva población, menor en número pero socialmente preeminente, venida de tierras más septentrionales. El otro hecho es el de la escasez de piedra y material noble para la construcción en toda esta zona de la baja Alcarria. Al igual que en Guadalajara (de ahí su gran parecido con la también restaurada iglesia de Santiago, mudéjar pura, aunque más elaborada y moderna) sólo el ladrillo y la mampostería se pueden usar en abundancia. Resultando de la combinación del blanco y el rojo un efecto sorprendente y muy agradable.

La portada de la iglesia de Aldeanueva está orientada, como es normal en estos casos, al sur. Posee un atrio de elevado pretil, en el que columnas de ladrillo alternadas con maderos sostienen el tejadillo. Una vivienda se construyó en la prolongación de este atrio, que está en proyecto ampliarlo hasta sus primitivas dimensiones. Un par de archivoltas de arista viva descansan sobre lisos capiteles apoyados en sus respectivas columnas. Es una portada de gran sencillez, completada con un frontal de ladrillo, en el que se deja ver algún juego y esbozar algún dibujo propio del hacer mudéjar.

El muro de poniente está reformado, aunque en época no posterior al siglo XVI. Debía tener una espadaña como todas las iglesias del estilo, pero por estar en mal estado (el muro es muy ancho y si la espadaña le abarcaba entero, vendría pronto a caer en grietas e inestabilidades) se derribaría y se levantó la torre, maciza pero no exenta de gracia, en el ángulo noroeste. En este mismo muro que hace el pie de la iglesia, aparece una curiosa puerta, pequeña y durante mucho tiempo ignorada, en que nos sorprende un arco de herradura apuntado, todo él revestido de ladrillo, y que pregona en voz muy alta su origen árabe. Es, quizás, el más curioso detalle de todo el templo, por lo que supone de incrustación orientalista en una iglesia rural.

En la cabecera del templo, también al exterior, un ábside semicircular de mampostería se cubre de teja que apoya en cornisa moldurada sostenida por tallados modillones muy sencillos. En el muro norte, que se ha conservado íntegro y original, aparecen contrafuertes de ladrillo y una cornisa en la que este elemento dibuja caprichosas filigranas.

El interior se ve ya, a pesar de estar todavía en obra, de un pleno y avasallador carácter medieval: una sola nave, muy alta, ve flanqueados sus muros por internos contrafuertes o pilastras adosadas que forman al juntarse un gran arco apuntando. Son tres los arcos de este tipo, íntegramente de ladrillo desnudo que sostienen la bóveda, formada por sencillo artesonado de madera. El muro que media entre uno y otro, es de mampostería surcada por hiladas de ladrillo, haciéndose algo más delgado a partir de los tres metros del suelo.

El elemento: principal del templo es, indudablemente, la cabecera, en la que se incluye el presbiterio de forma casi cuadrada, rematado por el ábside que no llega a alcanzar el semicírculo. El paso de la nave central al presbiterio (que es más alto que ella, necesitando dos escalones para ascenderle) se realiza por un gran arco triunfa de ladrillo descubierto, apoyado en cuatro columnas: dos de arista viva, las más exteriores, y otras dos adosadas, semicirculares, que remataban en capitales foliados, de los que sólo han aparecido dos, en el lado de la Epístola, de los cuatro que debería habar.

El presbiterio se cubre por cúpula de medio cañón, también de ladrillo, separada por la cúpula semiesférica, del ábside, hecha en el mismo material, por un arco formero de piedra tallada. Las paredes de presbiterio y ábside son también de piedra, y en el centro de éste, aparecen tres pequeñas y graciosas ventanas que con su orla de rojo ladrillo rompen la blanca monotonía de la pared final. El efecto que desde los pies del templo produce al espectador la visión de esa cabecera, en la que el blanco y el rojo combinan de tal modo que la vista nunca se cansa de admirarlo, es imborrable. Podernos decir sin ninguna clase de prejuicios, que es, en su estilo, única en la provincia. Su estado anterior, cubierta de yeso toda ella, con un antiestético coro a los pies y un retablo mayor desvencijado, de mal estilo barroco, carente incluso de sobredorado, y que, en bien de la estética y el buen gusto esperamos y deseamos que no volverá a colocarse, era como el de tantas otras iglesias de Guadalajara: soso y desangelado. Pero por obra y gracia de un obispo que sabe mucho de arte, y de un párroco que no ha querido seguir en la rutina fácil de cada día, sino que se ha lanzado, ayudado de sus fieles parroquianos, a la difícil pero hermosa tarea de hacer más auténticos a sus pueblos y a su patria, la de Aldeanueva de Guadalajara será, dentro de muy poco, punto de obligada visita para muchos turistas que buscan el sabor medieval de esta nuestra provincia.

A mí sólo me queda, después de lo visto, dar la felicitación y enhorabuena a todo el pueblo de Aldeanueva, por haber tenido la suerte inmensa de encontrar un espíritu, ese de don Calixto, grande e incansable, que ha recuperado para ellos una importante joya artística. Que dentro de muy poco, podamos verla terminada.

Conversaciones con Antonio Burgos

 

He pasado unas horas con Antonio Burgos, apoyados los codos en una mesa de madera, oyendo una máquina de discos (son indestructibles como el demonio) a lo lejos, y viendo por el cristal pasar deprisa a las gentes de Guadalajara, que cada vez sienten menos el regusto tintado en ocre de oír sus pasos sobre las desgualdramilladas aceras de los antiguos barrios. Antonio Burgos habla sin parar, es fácil tener con él conversaciones, aunque difícilmente puede uno lanzarse a la tarea de comprenderle. Para eso hay que tener, siempre, un dibujo suyo delante, un papel en el que haya trazado rayas, sombrías transparencias, unicuidades… ahí estará Burgos; ahí podremos charlar con él.

A la semana que viene, el sábado 24, inaugura su exposición en la ciudad en que ha nacido. En los salones de la Diputación Provincial, el inquieto trazo y la científica manera con que Antonio Burgos se pelea con las realidades, tendrán 56 marcos cobijándolos. Veremos qué pasará. «Yo no he ido nunca al Salón Nacional, ‑me dice Antonio‑ porque siempre ha tenido irregularidades: en la selección, en el reparto de premios… ha habido altibajos en la calidad. No presentan, además, ninguna de las figuras españolas actuales». Antonio Burgos ha sido primer premio de dibujo en los Salones de Pintura de África. Ha permanecido recientemente más de un año por las ciudades del Magreb y tiene desarrollado en mil recursos el mundo azulado y vaporoso de los zocos y las estaciones morunas de autobuses. ¿Qué piensas sobre los temas repetidos en arte? ¿Son necesarios? « ¿Te refieres a esto que hago yo ahora de moros, de temas africanos y todo esto? Creo que es necesario, porque es desarrollar una idea. La realidad tiene muchas caras, hay que captarlas todas. Y además se está siempre buscando, sabes? Pero, ¿se encuentra? «Sí, se encuentran cosas, pero sólo sirven para sacar a flote nuevas preguntas, nuevas inquietudes. Es un camino permanente. Yo he buscado y he encontrado. Pero no quedo contento. Además, no interesa encontrar algo definitivo. Lo que dice Picasso de que él no busca: encuentra, creo que es simplemente una frase. El encuentro supone aburguesamiento». Entonces, Velázquez, Zurbarán, y todos esos, que se pasan al vida haciendo lo mismo, muy bien hecho, pero siempre lo mismo ¿son burgueses? «no, no exactamente. Ellos rompen algo en su mundo, son revolucionarios con su estilo. Lo que ocurre ahora es que en el mundo actual todo va más de prisa: las modas nacen y mueren mucho antes, y claro, cada pintor, cada artista, se apunta a varios movimientos a lo largo de su vida». Más o menos, estamos en un río que arrastra fuerte. «Sí, si. Mucho más fuerte que antes. Pero esto es bueno». Y dime, Antonio, ¿quién mueve a quién: el pintor arrastrado por  las aguas, o por el contrario, él con sus brazos, las bate y ondula? “Es él, sí, el artista, quien hoy impone su estilo y su opinión el público. Antes se pintaba por encargo. Hoy se compra lo que el artista quiere vender».

Y la conversación se agiganta, se entrechoca y hunde, como un navío por estrecho. Afuera es ya la noche, casi el silencio. Háblame del consumismo, Burgos. No es bueno el consumismo, no es humano. La cuestión es pasarlo un poco mal, pero hacer la pintura que te gusta. Incluso es preferible dejar de pintar, antes que repetir y repetir, en serie, como si fueras una máquina en una fábrica». Y esto lo dice Antonio Burgos porque sabe, como sabemos todos, que hay malos espíritus que repiten, repiten, repiten… su canción hermosa y blanda, moribunda y mareada. “Hay que buscar siempre, en cualquier parte. Ya ves, yo hago de todo. Incluso me he metido en el mundo de los objetos, de las cosas aparentemente vacías, usualmente inservibles. Algún día os lo enseñaré”.

Yo pienso que algún día fui artista, cuando me tumbaba la tierra y me forjé, según, pasaban las nubes hacia el ocaso, una legión blanda de quimeras y brujas y zoológicos ensueños. ¿Hará falta escribir, pintar, saltar, romper o crear algo, para ser artista? «No, ni mucho menos. Existe el «alma de artista» aunque sea frase tópica. El hombre, el que por inquieto recibe este nombre en su auténtica dimensión, busca en la naturaleza: la da formas y crea arte. Lo decía Oscar Wilde, que el arte limita a la naturaleza».

Antonio Burgos no ha caminado por el arte abstracto todavía… «Bueno, no exactamente. Fíjate que mis paisajes, sobre todo, están cada vez más cerca de ello». Son paisajes primitivamente alcarreños, cuerpos heridos de la tierra, donde el anochecer, el pálido invierno, la hemorragia verdinosa de las pizarras, hacen saltar los ojos y chisporrotear a la piel que ante ellos se sitúa: son abstractos bebiendo paisaje. «Y en los dibujos también hay algún paso a éste plano de la realidad pictórica»… «No me gusta bautizar; estoy naciendo ahora. Si te digo que toco el surrealismo, que me acerco al expresionismo, que barrunto el abstracto, no te estoy diciendo sino que no hago nada de ello: hago lo mío, lo que me gusta». Y luego se pone de acuerdo conmigo en que eso de literaturizar la pintura es contraproducente: tratar de explicar lo que se pinta, ponerle un verso colgando a un dibujo, puede dar un resultado muy estético y resultón, pero siempre es falso. Cada arte se nutre de unas fuentes que muy difícilmente contactan.

Antonio, ¿qué técnicas prefieres utilizar? «El óleo y el dibujo a tinta china. Son las técnicas reinas.  Hago, o he hecho en algún momento, la acuarela, la témpera y el mural». Burgos no encuentra definición para el Arte: se hace, simplemente. Pero ¿por qué pinta Burgos? ¿Por qué no empleas tu tiempo en leer novelas, en hacer deporte, en ir a tabernas? «Pinto por necesidad. Sí, ya se que suena a tópico. Pero es verdad». ¿Pero qué necesitas: expresarte, comunicarte? «Todo… más bien expresarme, sí. Hay que soltar cosas íntimas, tensiones, anhelos. La comunicación en arte es muy problemática y escasamente auténtica». Yo, mientras, pienso indefectiblemente en los problemas freudianos de la libido, en la cargazón de angustia y agresividad del ser humano. Las palabras de Burgos me lo confirman: “Mis mejores momentos de creación son los de sufrimiento”. Sublimar, limar, supralimar la realidad cotidiana. Hermosa tarea que no todos comprenden y acometen. “Para pintar, ‑me dice Antonio Burgos‑ no es necesario llevar paletas y pinceles: con mirar es suficiente. Yo lo hago algunas veces como Papini: “soy escultor de humos”.

Fluye, se retuerce, a veces me estrangulada. La conversación, la plural reciprocidad del lenguaje se hace con Burgos etérea, innominada. Miramos al techo, a la ventana, al vaso vacío… «si no tuviera relación lo que pinto con la realidad, con mi realidad, no sería sincero. Siempre hay una vivencia íntima que va latiendo, que necesita salir, traducida en cualquier lenguaje». El de Antonio Burgos es la pintura. Es un hombre que engaña, que te da a entender que carece de opiniones, porque se escapa a veces, se escuda en la frase corta casi siempre. Parece que las creencias firmes no han penetrado nunca en su pecho. Pero a Burgos hay que mirarle bajo otro prisma, a través del agujero de su propio idioma, del único que usa: la pintura, el dibujo, la visión horizontal, coloreada, latiente… porque todo lo dice con sus pinceles.

Ahora, en Guadalajara, Antonio Burgos va a darnos, pues, su conferencia. Va a hablar largo y tendido, despaciosamente, sonriendo casi, huérfano de divismos y mitificaciones. Sencillo, como un alcarreño más, que coge su carpeta, y sus lapiceros, y su gabán verde, y baja por la calle Mayor desierta y barrida por el viento.

López de Medina, inquisidor

 

Para cierto número de lectores, éste de don Juan López de Medina no será un nombre desconocido. La obra que dejó en Sigüenza fue importante y crucial para el desarrollo de la ciudad en ciertos momentos, sobre todo los que median entre las centurias XVI a XVIII. Es el fundador del Monasterio de Jerónimos y de su anejo Colegio de San Antonio de Portaceli, germen de la Universidad seguntina., De ese germen místico intelectual floreció la firme basamenta de una Sigüenza constituida en pieza clave de la Teología, el Derecho y la Gramática a lo largo de esos dos siglos citados. Y, para muchos, ahí ha parado el rostro y los ademanes de López de Medina, en su aspecto de prócer, de patriarca benigno y santo varón. Su figura es curiosa, sin embargo, por lo que aún guarda de todo lo contrario: de acaparador de beneficios y prebendas, de iracundo y déspota, de hombre duro, en fin, que culminó su carrera en el puesto que a sus maneras más ajustado le caía: en el de Inquisidor.

Los relatos y apuntes de su vida que modernamente aportaron el Deán Juárez y el obispo Minguella, están sacados en esencia del capitulo que el padre fray José de Sigüenza le dedica en el tomo II de su “Historia de la Orden de San Jerónimo” A continuación cito algunos de los pasos importantes de su vida, para conocimiento de los que aún no se habían encontrado con su figura.

Con la enérgica y esperpéntica del Arcediano­ de Almazán, uno de los muchos títulos que poseyó, y que prevaleció para la historia, Don Juan López era hijo de un doble pecado: su madre era soltera y su padre sacerdote, Ascendencia que ya quisieran para si muchas figuras de Cela. Estas cosas ocurrían, sin embargo, a comienzos del siglo XV, que a la fuerza había de dar tantos terremotos políticos cuando la base moral y social tenía tan minada. En el mismo Sigüenza nació don Juan, hacia 1410. Marchó pronto a estudiar, a la Universidad de Bolonia, donde trabó mucha amistad con Francisco de la Rovera, que llegaría a ser Papa con el nombre de Sixto IV y que le habría de ayudar mucho en sus continuos medros. Primer factor con que desvelar el secreto de los ininterrumpidos ascensos del arcediano: la amistad, que no sólo fue con el Papa, sino con el Cardenal Mendoza y aún con el de Cisneros.

Se licenció en Decretos estando en Italia, y a los 32 años obtiene dispensa papal de su origen, legitimo, para que pudiera ordenarse sacerdote y obtener toda clase de beneficios y prebendas. En 1452 cazó un medio beneficio en Cifuentes. En 1453 fué nombrado Teso­rero de Salamanca. En 1454 era Maestrescuela en Calahorra. En 1455 llega a canónigo de Santo Domingo de la Calzada. En 1463, obtiene una canonjía en Burgos. En 1465, por fin, llega a canónigo de Toledo. Todo ello con la particularidad de que no tenía qué dejar un cargo para ocupar el otro: eran todos acumulables, bien dotados económicamente, y vitalicios. La fortuna de don Juan López de Medina se iba haciendo progresivamente dilatada.

Desde 1467, sabemos con segu­ridad que reside en Sigüenza de una manera habitual. Aquí es nombrado arcediano de Almazán, abogado del Cabildo seguntino,

Provisor de todos los negocios temporales y espirituales del Obispado, autor de las «Ordenanzas» de la ciudad y, finalmente, Vicario general y administrador cuando el Cardenal Mendoza pasó a ocupar las mitras de Sevilla y Toledo. Durante varios años fué nuestro don, Juan López de Medina el auténtico obispo de Sigüenza. Sus indudables dotes de mando le consagraron en el puesto. Además de su genio fuerte y demasiado brusco, que le llevó a tener una seria discusión pública, el 5 de agosto de 1474, con don Gonzalo Antonio de Trujillo, prior del Cabildo.

Actividad Política también la tuvo: Enrique IV de Castilla le nombró su Embajador en la corte francesa y en el Vaticano, con Paulo II. En el aprecio de los Reyes Católicos caminó también con paso firme, yendo a Bayona con don Juan de Gamboa para negociar la paz con Francia. La reina Isabel le nombró obispo de Córdoba poco tiempo antes de morir, sin que llegara a tomar posesión de su sede.

Es otra, sin embargo, la faceta de don Juan López de Medina, el arcediano de Almazán, la que más llama ahora mi atención. Fue su última actividad, tal vez la que más cuadraba con su violento carácter, la de Subdelegado Inquisidor en la Orden de San Jeró­nimo. El lo recibió del mismo Inquisidor General, fray Tomás de Torquemada, y su misión era la de colaborar o formar tribunal con fr. Juan de San Esteban, prior de Mejorada, y fr. Pe­dro de Trujillo, prior de Santa Catalina de Talavera, nombrados por la orden jerónima, para mantener a la dicha Orden monástica “limpia de escándalos” que tanto la desprestigiaron en el último cuarto del siglo XV.

Se ha ocupado muy detenida­mente de este tema el gran historiador Américo Castro, en los «Aspectos del vivir hispánico» que publicó en Chile en 1949. A lo largo del último siglo medieval, sin que exista una razón suficiente, muchos conversos que decidieron entrar en religión escogieron la orden jerónima para ello, apareciendo indefectiblemente conatos. de soterrado judaísmo que rápidamente hizo girar todas las miradas hacia la postura que autoridades eclesiásticas, en particular el Santo Oficio, adoptaron sobre el asunto. Estos, conversos, acudían a la orden jerónima. “por ser pequeña, humilde, escondida y recogida”. Pero es que, según Américo Castro, habla algo más que una infiltración judaizante entre los jerónimos: la orden, a mediados del siglo XV, era de las más pequeñas de Castilla, de las más calladas y oscuras. En ella se fraguaba, por parte de los espíritus más puros, «La idea de un cristianismo universal, paulino, interior y bíblico». Aquello era terreno abonado tanto para la Reforma luterana como para el culto críptico de la ley de Moisés. Y no sólo en la orden de San Jerónimo, sino en muchos intelectuales y aristócratas castellanos, cunde un nuevo brío cristiano, que llevó a don Luís de Guzmán, maestre de Calatrava, a encargar la traducción del Antiguo Testamento directamente del hebreo, al rabí Arragel de Guadalajara. El mismo fray Alonso de Oropesa, elegido general de los jerónimos en 1457, se erigió en declarado y apasionado defensor de los cristianos nuevos conversos.

La situación, sin, embargo, va cambiar sustancialmente al advenimiento al trono de los Reyes Católicos, Toda la benignidad y tolerancia que con los judíos gastaron los Trastamara, se tornará en persecución y santo celo por parte de Isabel y Fernando: se les expulsa del país, se les fuerza al bautismo, se crea la Inquisición para cortar de raíz cualquier nuevo intento de resurrección judaica… y es en esos momentos cuando don Juan López de Medina entra en acción. Según el padre Sigüenza, nuestro arcediano «hizo la visita de diferentes Conventos de la Orden con un verdadero celo apostólico, tanto que ninguna cosa se disimuló ni quedó sin castigo, pues hicieron castigos, públicos y ejemplares hasta llegar con algunos a la hoguera y otros en cárceles perpetuas reclusos, otros privados de las órdenes, y finalmente, que se purgó y se limpió la era con la mejor diligencia que fué posible». En la relajación de fray Juan de Madrid y en la quema de otros varios frailes del monasterio jerónimo de la Sisla «que ovyeron seydo priores e tenido grande honra en la dicha orden» no andaría lejos López de Medina, pues tuvo lugar dicho auto de fe en Toledo, a principios de 1488. Pocos meses después moría esta figura seguntina, curiosa y agria como un aguafuerte de Goya o un boceto de Solana. Si dejó buen recuerdo en Sigüenza, fue porque con sus muchos dineros fundadores de monasterios y colegios, borró los duros perfiles de su corazón violento