Mártires en Guadalajara

sábado, 24 febrero 1973 0 Por Herrera Casado

 

Cuando se escribe de materias que llevan en sí la carga de muchos siglos a las espaldas, pueden ocurrir dos cosas diametralmente opuestas y lógicas como una proposición de Descartes: o que se acierte plenamente, lo cual suele ocurrir de verdadera casualidad, o que se incurra en el más calamitoso de los errores, contingencia mucho más dable. Es este tema que tocaré hoy por encima, de una, ambivalencia total en esté sentido, pues todo lo que de ello se diga, todo lo que se hable de mártires y santos de la Alcarria romanizada, goza «a priori» del doble calificativo de «cuento chino» y “verdad irrebatible”. Y lo seguirá gozando mientras no haya quien desmienta a esa legión de comentaristas martirológicos como lo fueron los cronistas Usardo, Gelesino, el obispo Equilino, el cardenal Baronio, Dextro, Luitprado, y aún el mismo Francisco de Torres. Señores que, recogiendo datos más o menos fidedignos, acumulando relatos que la tradición piadosa guardaba en los archivos del pueblo, y poniendo la guinda digna y gloriosa según propias referencias elaboraron listas y biografías telegráficas de santos, santas y mártires en general.

Y digo que todo puede ser completamente falso porque ha de tenerse en cuenta que los romanos perseguían y ajusticiaban por delitos comunes, por robos, asesinatos y atropellos de honores. Y no todo el que moría traspasado por la espada era un santo… El cristianismo era una doctrina subversiva considerada sociológicamente dentro del estilo político romano. Sus adeptos eran, pues, enemigos del Estado. Así, pues, tanto amor a Dios y tanto heroísmo caerían ante la fría lógica de un Derecho rigurosamente aplicado. También, cómo no puede ser perfectamente viable el otro punto de, vista: el de la represión cruel y sádica, dirigida por el inquieto Satán, contra los cuerpos puros de vírgenes, obispos y pastorcillos cristianos que se sometían felices a cualquier, atrocidad antes que renegar de su Fe recién adquirida.

El espíritu del mártir, del cristiano que se deja pisotear y luego cocer a fuego lento, bien entero o bien en trozos, es bastante difícil de apresar, más aún en estas cuatro cuartillas atadas con el cordel de la prisa. Son los españoles, sin embargo, los que dieron consistencia y tradición a esta manera tan ambigua de sublevarse ente una sociedad gastada y en vías de desmoronamiento. No es el cristianismo la causa de que naufrague el Imperio Romano, pero sí que constituye un factor decisivo en el proceso. Entroncan, pues, estos mártires de la España Romana con los místicos del Siglo de Oro. Santa Teresa quería ir a tierra de infieles para que allí la martirizaran. Para Miguel de Molinos (1) hay cinco cosas de las que se debe desembarazar el que desee llegar, por vía mística, al seno de Dios sabio y misericordioso: olvido de las olvido de las criaturas, de las cosas temporales de los dones celestes, de sí mismo, de Dios incluso. Pero, ¿para qué tanto desembarazamiento, tanta renuncia? ¿Qué consigue el alma con quedarse vacía de todo, huérfana del cuerpo incluso? Llegar a Dios rápida y ligera, como un blanco velero sin dueño. Para Unamuno (2) la cosa se presenta, en ciertos momentos, bastante clara. El vasco indómito fue, a pesar de todo, un místico atormentado, y creía que era ese vaciarse todo lo que ayudaba a quedar, después de la muerte, bien anclada en el suelo. Ansia de inmortalidad, en fin, que llevaba el doble filo inconsistente de encuentro espiritual con Dios y permanencia palpable y dolorosa en la tierra.

¿Eran estos los pensamientos de aquéllos mártires de los siglos, que en boca de león o lanza de soldado dejaban rodar sus rojas y calientes entrañas? La elucubración del ensayo ha de dejar paso, abrir portón al aire, vivificante ahora, pero enseguida mustio y ojerizo, de la Historia. En el libro del padre Quintanadueñas (3) aparecen datos curiosos sobre gentes martirizadas en tierras de Guadalajara, o bien naturales de ellas que sufrieron el tránsito en otros lugares. Fray Gregorio de Argáiz (4) completa muy superficialmente algunas de estas informaciones, que a continuación se exponen conjuntadas y reunidas.

El año 67 de nuestra Era fue particularmente riguroso en la represión de la nueva Fe cristiana. Era Nerón emperador en Roma, y Denio su gobernador en la provincia hispánica. Cuando San Pedro visitó España, se le unió Liberato (nombre harto explicativo) y enseguida fué elevado a la categoría de obispo de Granada, sucediendo a San Cecilio. Huyendo de la persecución romana, llegó hasta Hita, la antigua Petra Amphitera, y allí murió el 20 de diciembre de ese año 67. Por la misma época sufrió martirio en la villa de Cifuentes, San Blas, primer obispo de Calatrava. Desde el lugar manchego donde tenía encargada por San Anastasio «la conversión de tantos gentiles y hebreos, como habitantes en aquel distrito», tuvo que huir a este lugar alcarreño, donde Denio intentó hacerle apotatar y, al no conseguirlo, «le mandó quitar la vida». Su cuerpo se guarda en el pueblo, fue venerado durante muchos siglos por los habitantes de la región, y al fin paró en la iglesia del convento de Dominicos que el Infante D. Juan Manuel fundó en los alrededores de su villa de Cifuentes. Hoy, naturalmente, no queda rastro de todo ello.

Los santos Emiliano y Geronio padecieron martirio en nuestra ciudad el 2 de septiembre del año 86. Dice Pedro Gelesino que “con si sangre derramada por Cristo, regaron y fertilizaron a Guadalaxara”.

Uno de los primeros obispos de nuestra ciudad, que en época hispano‑romana fue sede importante en la nueva organización religiosa, fue San Licerio, que aquí pasó muchos años de su vida, yendo a ocupar luego la silla de Lérida, donde murió en el año 311.

San Gregorio, que fue Arzobispo de Toledo y «gran defensor de la Fe, gran perseguidor de los Herejes, gran prelado de su iglesia», murió en Hita en el siglo IV, siendo tradición que sufrió martirio.

Es, sin embargo, la imagen de Santa Perseveranda, la que atrae con más fuerza nuestra atención. De su figura se han ocupado, muy superficialmente, pues no hay datos fidedignos para hacerlo de otra manera, la mayoría de los Martirologios y comentaristas de estos temas, siendo fecha admitida la del 26 de junio de 364 para fijar la de su martirio, que ocurrió en la ciudad de Guadalajara. Según, Argáiz, era Santa Perseveranda virgen y, monja, profesa en el convento que la orden del Carmelo tenía desde el siglo II por lo menos, en nuestra ciudad. Da este autor una fecha distinta, la del año 363, para su muerte.

Así pasan por nuestras tierras, ya calientes de amor y de ideales, las zumbantes y blancas historias de religión y martirio. Pocos nombres, pocos datos han quedado. Sobre ellos habrá sus más y sus menos vacilaciones. Pero su dato y su espíritu quedan, como ­sello lacrado de una remota época, en estas calles y horizontes cada vez más huérfanos de pasado. Cada vez más solos.

(1) «Guía espiritual que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior».

(2) «Del sentimiento trágico de la vida», capitulo X.

(3) «Santos de Toledo.

(4) «Población eclesiástica de España y noticia de sus primeras honras».