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febrero, 1973:

Mártires en Guadalajara

 

Cuando se escribe de materias que llevan en sí la carga de muchos siglos a las espaldas, pueden ocurrir dos cosas diametralmente opuestas y lógicas como una proposición de Descartes: o que se acierte plenamente, lo cual suele ocurrir de verdadera casualidad, o que se incurra en el más calamitoso de los errores, contingencia mucho más dable. Es este tema que tocaré hoy por encima, de una, ambivalencia total en esté sentido, pues todo lo que de ello se diga, todo lo que se hable de mártires y santos de la Alcarria romanizada, goza «a priori» del doble calificativo de «cuento chino» y “verdad irrebatible”. Y lo seguirá gozando mientras no haya quien desmienta a esa legión de comentaristas martirológicos como lo fueron los cronistas Usardo, Gelesino, el obispo Equilino, el cardenal Baronio, Dextro, Luitprado, y aún el mismo Francisco de Torres. Señores que, recogiendo datos más o menos fidedignos, acumulando relatos que la tradición piadosa guardaba en los archivos del pueblo, y poniendo la guinda digna y gloriosa según propias referencias elaboraron listas y biografías telegráficas de santos, santas y mártires en general.

Y digo que todo puede ser completamente falso porque ha de tenerse en cuenta que los romanos perseguían y ajusticiaban por delitos comunes, por robos, asesinatos y atropellos de honores. Y no todo el que moría traspasado por la espada era un santo… El cristianismo era una doctrina subversiva considerada sociológicamente dentro del estilo político romano. Sus adeptos eran, pues, enemigos del Estado. Así, pues, tanto amor a Dios y tanto heroísmo caerían ante la fría lógica de un Derecho rigurosamente aplicado. También, cómo no puede ser perfectamente viable el otro punto de, vista: el de la represión cruel y sádica, dirigida por el inquieto Satán, contra los cuerpos puros de vírgenes, obispos y pastorcillos cristianos que se sometían felices a cualquier, atrocidad antes que renegar de su Fe recién adquirida.

El espíritu del mártir, del cristiano que se deja pisotear y luego cocer a fuego lento, bien entero o bien en trozos, es bastante difícil de apresar, más aún en estas cuatro cuartillas atadas con el cordel de la prisa. Son los españoles, sin embargo, los que dieron consistencia y tradición a esta manera tan ambigua de sublevarse ente una sociedad gastada y en vías de desmoronamiento. No es el cristianismo la causa de que naufrague el Imperio Romano, pero sí que constituye un factor decisivo en el proceso. Entroncan, pues, estos mártires de la España Romana con los místicos del Siglo de Oro. Santa Teresa quería ir a tierra de infieles para que allí la martirizaran. Para Miguel de Molinos (1) hay cinco cosas de las que se debe desembarazar el que desee llegar, por vía mística, al seno de Dios sabio y misericordioso: olvido de las olvido de las criaturas, de las cosas temporales de los dones celestes, de sí mismo, de Dios incluso. Pero, ¿para qué tanto desembarazamiento, tanta renuncia? ¿Qué consigue el alma con quedarse vacía de todo, huérfana del cuerpo incluso? Llegar a Dios rápida y ligera, como un blanco velero sin dueño. Para Unamuno (2) la cosa se presenta, en ciertos momentos, bastante clara. El vasco indómito fue, a pesar de todo, un místico atormentado, y creía que era ese vaciarse todo lo que ayudaba a quedar, después de la muerte, bien anclada en el suelo. Ansia de inmortalidad, en fin, que llevaba el doble filo inconsistente de encuentro espiritual con Dios y permanencia palpable y dolorosa en la tierra.

¿Eran estos los pensamientos de aquéllos mártires de los siglos, que en boca de león o lanza de soldado dejaban rodar sus rojas y calientes entrañas? La elucubración del ensayo ha de dejar paso, abrir portón al aire, vivificante ahora, pero enseguida mustio y ojerizo, de la Historia. En el libro del padre Quintanadueñas (3) aparecen datos curiosos sobre gentes martirizadas en tierras de Guadalajara, o bien naturales de ellas que sufrieron el tránsito en otros lugares. Fray Gregorio de Argáiz (4) completa muy superficialmente algunas de estas informaciones, que a continuación se exponen conjuntadas y reunidas.

El año 67 de nuestra Era fue particularmente riguroso en la represión de la nueva Fe cristiana. Era Nerón emperador en Roma, y Denio su gobernador en la provincia hispánica. Cuando San Pedro visitó España, se le unió Liberato (nombre harto explicativo) y enseguida fué elevado a la categoría de obispo de Granada, sucediendo a San Cecilio. Huyendo de la persecución romana, llegó hasta Hita, la antigua Petra Amphitera, y allí murió el 20 de diciembre de ese año 67. Por la misma época sufrió martirio en la villa de Cifuentes, San Blas, primer obispo de Calatrava. Desde el lugar manchego donde tenía encargada por San Anastasio «la conversión de tantos gentiles y hebreos, como habitantes en aquel distrito», tuvo que huir a este lugar alcarreño, donde Denio intentó hacerle apotatar y, al no conseguirlo, «le mandó quitar la vida». Su cuerpo se guarda en el pueblo, fue venerado durante muchos siglos por los habitantes de la región, y al fin paró en la iglesia del convento de Dominicos que el Infante D. Juan Manuel fundó en los alrededores de su villa de Cifuentes. Hoy, naturalmente, no queda rastro de todo ello.

Los santos Emiliano y Geronio padecieron martirio en nuestra ciudad el 2 de septiembre del año 86. Dice Pedro Gelesino que “con si sangre derramada por Cristo, regaron y fertilizaron a Guadalaxara”.

Uno de los primeros obispos de nuestra ciudad, que en época hispano‑romana fue sede importante en la nueva organización religiosa, fue San Licerio, que aquí pasó muchos años de su vida, yendo a ocupar luego la silla de Lérida, donde murió en el año 311.

San Gregorio, que fue Arzobispo de Toledo y «gran defensor de la Fe, gran perseguidor de los Herejes, gran prelado de su iglesia», murió en Hita en el siglo IV, siendo tradición que sufrió martirio.

Es, sin embargo, la imagen de Santa Perseveranda, la que atrae con más fuerza nuestra atención. De su figura se han ocupado, muy superficialmente, pues no hay datos fidedignos para hacerlo de otra manera, la mayoría de los Martirologios y comentaristas de estos temas, siendo fecha admitida la del 26 de junio de 364 para fijar la de su martirio, que ocurrió en la ciudad de Guadalajara. Según, Argáiz, era Santa Perseveranda virgen y, monja, profesa en el convento que la orden del Carmelo tenía desde el siglo II por lo menos, en nuestra ciudad. Da este autor una fecha distinta, la del año 363, para su muerte.

Así pasan por nuestras tierras, ya calientes de amor y de ideales, las zumbantes y blancas historias de religión y martirio. Pocos nombres, pocos datos han quedado. Sobre ellos habrá sus más y sus menos vacilaciones. Pero su dato y su espíritu quedan, como ­sello lacrado de una remota época, en estas calles y horizontes cada vez más huérfanos de pasado. Cada vez más solos.

(1) «Guía espiritual que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior».

(2) «Del sentimiento trágico de la vida», capitulo X.

(3) «Santos de Toledo.

(4) «Población eclesiástica de España y noticia de sus primeras honras».

Milagro en los jerónimos

 

Cercano a nuestra capital, en una de las alturas que rodean a Lupiana y ponen alto muro pardogris a su valle, está desde el siglo, XIV el monasterio Jerónimo, de San Bartolomé donde unos eremitas españoles e italianos, bajo el ánimo de don Pedro Fernández Pecha fundaron el primer cenobio de la naciente orden. Las peripecias de la fundación y acrecentamiento, la tarea directriz de su instauración en la Península (de Lupiana salieron monjes a poblar Yuste, Guadalupe y El Escorial) y las obras de arte que tuvo y conserva no van a ser tocadas ahora aquí, pues más o menos ya son conocidas de todos y requerirían mucho más espacio del aquí dispuesto.

Es una ráfaga de su historia la que hoy nos llega. Un día cualquiera de la vida monástica, en el siglo XVII; por ejemplo, en un atardecer caliente y bochornoso de un día 4 agosto (1). Hace poco tiempo que se clausuró el Capítulo General de la Orden, que periódicamente se reunía entre los muros de San. Bartolomé. Es el 28 de agosto de 1630; ya se han dicho las Completas y tocan a las Ave María. La comunidad en pleno se alinea en procesión, y con velas encendidas, rezando Salmos y Alabanzas, acompañan al Viático que, por recomendación del médico del monasterio, va a darse a Melchor de Pastrana, donado que vive con los criados en edificio separado del Convento, pero dentro de sus cercas.

La tarde parecía prestarse a los milagros. Empezaron las maravillas a sucederse, cuando Melchor de Pastrana, que siempre había sido algo tartaja, se disparó a charlar con ligereza y desenvoltura. Horas más tarde, y a pesar de estar postrado en cama por “unas calenturas malignas” que se lo iban a llevar al otro mundo de un momento a otro se encontró, tan curado que el médico dijo no podía deberse aquello a causas na­turales.

Pero lo más importante del día aconteció al volver otra vez el monasterio toda Comunidad en Procesión. Un fuerte viento se levantó, una de esas ventoleras que al atardecer de los calientes días de verano  suelen templar un poco el ambiente de la meseta alcarreña. Los largos y grises ropajes de los monjes se agitaron, apagándose pronto, todas las velas, excepción hecha de la del Padre General de la Orden, por entonces fray Francisco de Cuenca. Comenzaron entonces a oírse «unas músicas suavísimas con tan excelente armonía que los puso a todos en rara admiración». No sólo los monjes, sino también los seglares y gentes del pueblo que acompañaban al cortejo, oyeron el raro fenómeno, aunque no pudieron distinguir qué tipo de canto interpretaban, ni en qué idioma lo hacían. Todos, sin embargo, juzgaron era cosa del Cielo, «lo uno por  la altura en  que se oían las voces; lo otro, por lo nuevo y raro de la armonía». Ni un momento cesó el concierto celestial, hasta que, puesto otra vez el Santísimo en el Sagrario, la calma se adueñó de la atmósfera, seguramente ya con la noche entrada y las capas bajas más niveladas en sus temperaturas, Después, todo fueron alegres comentarios, y aún doctas disquisiciones entre los habitantes de la santa casa. Este argüía citas de los Libros Sagrados, aquél recordaba una cosa parecida en otro Monasterio de la Orden… hasta el maestro de la Capilla alabó «la hermosa composición, unión y correspondencia de los Coros». Y los niños de la Hospedería, ya en las camas de su enorme dormitorio, decían contentos que hablan oído cantar a los Ángeles.

La prudencia del General de la Orden le llevó, pasados los primeros días de algarabía y pasmo, a promover una información jurídica acerca de lo acaecido, declarando todos los que como testigos hablaban y opinaban de supuestamente milagroso seceso. Hizo bien fray. Francisco, de  Cuenca, pues enseguida pidió el Cardenal don Antonio Zapata, Inquisidor General a la sazón, que las juntas calificadoras de la «Santa y General Inquisición» estudiaran con detenimiento el caso. El entredicho en que desde el siglo XV había estado la orden jerónima, ante los ojos escrutadores, y recelosos del Santo Oficio (motivos había tenido éste pata ello, pues se descubrieron muchos casos de criptojudiaismo en el seno de la orden) hizo que se llevara adelante el proceso de información y análisis, del que resultó finalmente la declaración de «hecho milagroso.

Con las espaldas salvas y el prestigio del cenobio alcarreño todavía más alto, se aprovecharon los últimos días del año para dedicarlos a fiestas pías en las que las procesiones y misas de entremezclaron con los conciertos musicales, representaciones de Autos y cantos de villancicos. Como colofón de tan venturoso suceso, mandó el General de la Orden y prior del convento de Lupiana (ambos cargos estuvieron. unidos en una sola persona desde el Capítulo que, celebró la Orden en 1415.en el monasterio de Guadalupe) que en la bóveda del Coro de la iglesia se pintaran. escenas representando el milagroso suceso.

Y nada más, que con lo dicho ya, huelgan, los, comentarios. De días así, sencillos y misteriosos a un tiempo, está tejido el inmenso tapiz de la vida monástica en nuestra provincia. Poco a poco irás leyendo, si tienes la paciencia suficiente, cosas que así, calladamente, fueron inflando un mundo y socavándole al mismo tiempo. Un mundo del que hoy sólo nos quedan, echándole buenas intenciones, al asunto, estas recónditas memorias.

(1) Nos lo refiere fray Francisco de los Santo en su “Quarta parte de la Historia de la Orden de San Jerónimo”. Libro 3º, capítulo LVIII, pág. 618 y sigs.

San Agustín y el culto totémico

 

Tuvo siempre la villa de Fuentelaencina, situada en la vasta planicie de la segunda Alcarria, una singular devoción por San Agustín, Varios autores han tratado el tema, pero aún está por ver la relación que entre dicha devoción y el hispánico culto al toro existe.

El padre, fray Francisco de Ribera publicó en Madrid, en 1684, una «Vida de San Agustín» en la que se detiene a analizar el popular modo con que los naturales dé la, región festejaban y recibían favores de su celestial patrón. Dice este religioso que los alcarreños de Fuentelaencina tomaron a San Agustín «por Abogado contra la peste, que entonces padecía la Villa; contra las tempestades y piedra a que continuamente estaba expuesta; contra la langosta, que desde aquel tiempo jamás se ha visto en sus términos, en faltándoles el Cielo, con el agua a su tiempo, recurren a San Agustín: han experimentado que ­su protección es el único remedio contra los males que pueden tener, así de calenturas, como de cualquiera otros achaques».

Tenía el Santo, una pequeña ermita, y a su festividad acudían gentes de hasta diez leguas de distancia, haciendo un “Iubeleo plenísimo en su santo días”. En él se repartía la «caridad» o limosna milagrosa, que por la descripción que de ella hace el padre Ribera, debía ser más bien una alegre merendola campestre, herencia clara de las bacanales paganas.  Era de esta manera: el día de antes se celebraba la ancestral corrida de toros (corriendo más comúnmente algún novillo o vaca), y a la muerte del astado, del animal «tótem de la tribu íbera, se repartía su carne equitativamente entre todos los asistentes al acto. La comunión en la fuerza y el poder genésico del astado era el subterráneo caudal que por debajo de aquellas, devotas actitudes corría: Salomón, Reinach cuenta cómo los semitas se congregaban a comer, periódicamente, la carne de un camello sacrificado. El animal tótem, padre de la tribu, congregaba en su torno a todo el pueblo, que celebraba glorioso ágape con su carne. Creta, Grecia y el Próximo Oriente han visto hasta muy, recientemente estas manifestaciones de culto pagano. Dentro de la provincia de Guadalajara, ya fue estudiado por nosotros el claro ejemplo de «la fies­ta de los huesos», de Lupiana.

Aquí en Fuentelaencina, se ha­cían cuatro cuadrillas con los asistentes al acto: tres las formaban los del pueblo, y otra los forasteros. A cada una ponían alcalde, mayordomos y escribano, para que con orden se, repartieran 85 libras de carne del sacrificado animal entre los componentes de cada cuadrilla. Por otra parte, con el trigo que donaba el Concejo los oficiales del Santo y los vecinos del lugar, totalizan siempre más de 50 fanegas, se hacían, unos «pa­necillos o torticas» para ser repartidas también. He aquí la descripción que fray Francisco de Ribera hace del acto: «En el campo, junto a la Ermita, se pone al fuego una caldera grande de lagar, en que entrarán más de doze arrobas de agua, y en ella echan en trozos las ochenta y cinco libras de toro. Pónese a cocer la víspera del Santo, al anochecer;  y en siendo media noche, comienzan a repartir el caldo: y es tan numerosa la multitud que acude a recibirlo, ya en alcucilla para llevarlo a sus lugares, ya en escuadrillas, pucheros y otros vasos, que es forzoso, como le van sacando, ir añadiendo agua, de calidad que se gastarán más de sesenta arrobas, teniendo todos grande seguridad, que por ser cosa dedicada a San Agustín, han de conseguir por sus merecimientos el alivio que desean en sus males, necesidades y desconsuelos». Además del caldo, se repartían a cada asistente dos torticas y un cuartillo de vino.

Lo que de fiesta profana y aún religiosa tenía todo este acontecer, quedaba mezclado en popular algarabía con la fama taumatúrgica que la repartida caridad del Santo tenía. Añade el autor de la “Vida de San Agustín” que “son tantos los milagros que está obrando y obra todos los años, que no se pueden reducir a número ni, especificar: que cada año, será más de sesenta, en su día, en esta Villa. Y todos los ofrecidos y devotos que padecen tercianas, quartanas y calenturas, tomando su caridad y visitando su iglesia, se hallan libres de sus males.”

Al licenciado Juan Sánchez de Olivera, en 1675, le desaparecieron «unas calenturas muy fuertes que le dieron» con sólo encomendarse al santo. No era éste, sin embargo, el sistema idóneo para cortar de una manera radical el mal palúdico, que por lo que se puede colegir de estas relaciones, era en el siglo XVII, y en una zona tan alta y aireada como ésta de la Alcarria, un mal endémico.

El sistema infalible era la comu­nión con la carne y la sangre del mundo, santificadas en el día de San Agustín: novillo y pan mojado en su jugoso caldo; vino tinto para calmar la sed roja de las fiebres.

En 1647 le ocurrió a Diego de Brihuega «hallarse oprimido de unas tercianas muy rigurosas, y la sed tan intolerable que le parecía imposible poderla sufrir». Pidió, agua, y en ella mojada algo de pan del que se había repartido días antes en la Caridad de San Agustín: «apenas la pasó, quando se halló sano y libre de tan penoso achaque».

Luís Sánchez, vecino de Fuentelaencina, estuvo en 1656 «muy apretado de unas recias tercianas dobles» que le duraban, ya mucho tiempo. Cuando llegó agosto, y con él la fiesta del Santo patrono de su pueblo, «pidió con grandes ansias le diesen un poco de caldo en que se cocía el novillo de la Caridad». En tomándolo,  quedó sano totalmente

Hemos recogido, de la relación de milagros que San Agustín obró en Fuentelaencina, los que se refieren a las fiebres palúdicas y achaques  de oscura etiología reflejados únicamente en la fiebre o calentura. Siguiendo con ellos, veremos ahora lo que le ocurrió al padre fray Pedro de Huete, guardián del convento de los franciscanos de Paracuellos de Jarama. Por el año de 1680 «padecía tercianas que le molestavan mucho». Decidió viajar hasta Fuentelaencina, que a lo que se ve era lugar bastante conocido en la época, no sólo por las milagrosas intervenciones que San Agustín hacía en su ermita, sino por las industrias de curtidos y jabones que, al menos durante el siglo XVI, hicieron crecer su población hasta los dos millares de personas. La última etapa del franciscano fue desde Moratilla de los Meleros, «y en el camino, con la agitación y trabajo dél, le dio un recio frío». Al llegar a Fuentelaencina le atendió solicito el médico del lugar, doctor Lozano, quién «tomándole el pulso, le dixo que no se le podía por entonces hacer beneficio alguno, porque iba entrando el crecimiento con mucha fuerza». Pero ante la sobrenatural potestad que San Agustín y sus bendecidas especies tenía acreditada ¿no iban a ceder los males que, naturales remedios eran incapaces de curar? Claro que sí; lo único preciso era tener fe, y llevar adelante el rito taumatúrgico con sus mínimos detalles bien coordenados. El padre Huete «pidió el ­Breviario, y rezando la Antífona y Oración del Santo, tomó con mucha fe, un poco de una tortica; y no pudiendo pasarla, la mojó en agua, y la comió, y bebió el agua. Y al mismo punto dixo: Yo estoy bueno,». Cuando volvió el doctor Lozano, preguntó qué remedio le habían dado. «La Caridad de San Agustín, dixeron». Y el médico concluyó con que todo ello era milagro manifiesto

Poco más o menos le ocurrió a un religioso del  convento de San Felipe, de Madrid, quien en 1682 se hallaba en cama «muy fatiga­do de una ardiente calentura». Sus compañeros, antes que pensar en procurarle las medicinas que la ciencia de la época aplicara al caso, le dieron a comer «deste milagroso pan» y reconoció instantáneo alivio. La fuerza mitológica y todopoderosa del animal sagrado, católicamente barnizada por la mitra, el báculo y las buenas costumbres de San Agustín, era comunicada a todo objeto o alimento que con su cuerpo tuviera relación: el caldo de su carne se utilizaba para transmitir benéficos poderes a cualquier alimento que en él se bañara. De  ahí que también los huesos del animal sacrificado por los hombres del pueblo en el final del verano, (cuando la llama productora de los campos y las hierbas prendía en una abundante recolección) tuviera milagrosas facultades. En cierta ocasión pasó por Fuentelaencina un caballero soriano de camino hacia su tierra, y coincidiendo con ser la fiesta del patrón del pueblo, al ver tanta gente reunida mandó a su criado a enterarse de qué era aquello. Vino el criado habiendo comido de la Caridad de San Agustín, que en ese momento se repar­tía, y le ofreció un hueso de ella al caballero. Este rió de buena gana ante aquella ingenua y rural costumbre, despreciando, nada menos que un “hueso sagrado” que el criado, temeroso de Dios, ocultó entre unas piedras. Al llagar a Soria, el caballero enfermó y los médicos no hallaban el modo de curarle. Un neurotizante afán de culpa, un prurito moral muy normal en estos casos, le hicieron mandar a su criado otra vez a Fuentelaencina, para que trajera rápidamente aquel elemento que ahora veía como de salvación: “Mandó moler el güeso, y echando de sus polvos en lo que comía y bebía, reconoció tanta mejoría que brevemente recuperó la salud”.

No sentaremos ninguna conclusión unte los hechos reseñados.

Quede ello para quien se encuentre con fuerzas y conocimientos suficientes. Baste, pues, saber en qué consistían las maneras del divertirse en los pueblos alcarreños del siglo XVII, cuáles eran sus creencias religiosas, cuales sus profundas raíces paganas cuales sus infalibles mecanismos taumatúrgicos… testimonios todos ellos de una perdida época.

El hospital de San Mateo en Sigüenza

 

Paseando no hace mucho tiempo con mi buen amigo Antonio Sevilla por las desiertas calles de Sigüenza, ya bien pasada la media noche, vinimos a dar ante la lúgubre y destartalada masa pedregosa que ha sobrevivido del que, fué hospital de San Mateo. Un portón de renaciente aspecto, mal avistado por lo cerrado de la noche, daba entrada a lo que prometía ser bello remanente del pasado. Detrás de las lisas paredes, altas y frías, coronadas por un alero de románicos modillones a todo lo largo de la calle de la Estrella, esperaban unos cuantos siglos con su rutinaria y sin embargó interesante historia dentro. Buscábamos en aquél momento la impresión, necesitábamos de un fuerte golpe de nostalgia que nos colocara adecuadamente en el ambiente seguntino. Ese bofetón de penas estaba al otro lado de la antigua puerta de entrada, en la oculta calle del Hospital, de cuyo frontispicio se retiró un relieve gótico, en alabastro, que representando a Cristo sedente rodeado de su Madre y San Juan, bajo el cual aparecen dos ángeles sosteniendo el escudo del fundador, con leyenda explicativa y recordatoria del hecho incluida, hoy se conserva dignamente en el Museo Diocesano de Arte Antiguo.

La ruina es estrella donde el viento levanta clamores de llanto. Un claustro magnífico, completo y dignamente conservado, mantiene sus cuatro costados plenos de columnas y arcos sencillísimos y austeros, dentro del estilo del siglo XVIII en que se levantó. Su techo es el blanco cielo nublado de la noche seguntina. Su misión actual (al otro lado la moderna Escuela ‑ Hogar de la comarca) el despertar recuerdos y añoranzas. Su historia es ésta, mal hilvanada pero quizás suficiente para ti, viajero empedernido por las pardas tierras de Guadalajara, cuando pidas nombres y fechas para esas piedras grises, enhiestas, heroicas y lastimosamente cuerdas que llevan aún con orgullo el nombre del ­Hospital de San Mateo.

No fue el primer establecimiento de este tipo que tuvo Sigüenza: a fines del siglo XII fundó uno el obispo don Rodrigo, quizás el que ‑ fue conocido ‑ durante mucho tiempo con el nombre de Nuestra Señora de la Estrella. El hospital de San Mateo, éste del que recinto, claustro, capilla y bienandanzas todavía quedan, lo fundó en 1445 don Mateo Sánchez, que fué chantre de la Catedral seguntina y hombre, a lo que se ve, de buen corazón y cristianos arranques.

Quisiera advertir primeramente lo que, desde nuestra Edad Media hasta el siglo pasado, se entendió por Hospital, institución abundantosa en el país y que hasta en los más recónditos lugares de nuestra geografía provincial tuvo su cabida. No tenla él Hospital la misión que cumple hoy esta institución, pues hay que reconocer que hemos adoptado, en unión con gran parte de los países, mediterráneos y occidentales, un nombre inapropiado para los centros donde se administra la salud. Las palabras Hospital y Hospicio derivan del latín «hospitum» que significa la hospitalidad, la buena acción (obligatoria en algunos fueros medievales) de dar cobijo al transeúnte, al peregrino, al pobre. En forma de institución organizada surge a la vuelta del año 1000 con el fin de acoger bajo, un techo benigno a los huérfanos, a los desheredados, a los que padecen alguna enfermedad repudiada por la sociedad. Son, pues, estas «casas de hospitalidad», de caridad y reposo, las que van surgiendo lentamente, a lo largo de los siglos bajo‑medievales, y con el nombre de «hospitales» intentando remediar un mal casi incurable: el de la pobreza. Para nuestras actuales instituciones sanitarias hay que ir tratando de buscar una definición más acorde con sus funciones, como han hecho los alemanes con su palabra «krankenhaus» (Casa de salud).

El fundador del hospital que ahora nos ocupa, el chantre de Sigüenza don Mateo Sánchez, lo dotó con bienes de su propiedad y lo puso bajo el patronato del Deán y Cabildo catedralicios. A esta fundación se agregó, a mediados del siglo XVI, otra que hizo el Canónigo Maestro Pedro Almazán, con destino a recoger niños expósitos, y que durante algún tiempo estuvo situada en la calle Nueva, fuera de la muralla, un poco más abajo de la que fue puerta de Guadalajara.

La principal institución de caridad de Sigüenza contó desde el primer momento con la ayuda decidida de los señores de la ciudad, los omnipotentes obispos seguntinos, que dieron dinero y prerrogativas a este hospital de San Mateo. Así en 1597, don fray Lorenzo de Figueroa y Córdoba dio 3500 ducados piara que, invertidos en rentas, se dedicasen a la colocación y sostenimiento de seis camas con destino a convalecientes.

En 1649 el obispo don fray Pedro de Tapia encargó al Cabildo aprobara una donación que hacia, al Hospital, con objeto de «hacer dos cuadras (dos habitaciones) con sus camas y todo lo necesario para convalecientes», todo lo cual se haría con los réditos que importaban los seis mil ducados que donaba. Para ello dio 4000 fanegas de trigo, para que el Administrador del hospital las vendiera a 18 reales la fanega, y si por cualquier razón había de ser a menos, él daría lo que faltara hasta los ducados prometidos.

A finales del siglo XVIII, la importante actividad social del obispo don Juan Díaz de la Guerra recayó también sobre esta benéfica institución. Visitaba a me nudo el hospital, se preocupaba expresamente por los niños expósitos “cuyas lactancias pagaba él mismo”. Por entonces mandó construir en, Gárgoles de Abajo una fábrica de papel, en la que rápidamente se comenzó a producir uno muy apreciado en toda Europa. A la vez que promocionaba la industria provincial, hizo donación de la dicha fábrica, con todos sus beneficios, al Hospital de San Mateo, de Sigüenza. Esto ocurría en 1793. El año anterior habla concluido el nuevo barrio seguntino de San Roque, señorial y elegante. Con los beneficios que la venta de sus casas reportaron, mejoró las condiciones «de los expósitos, convalecientes y tiñosos» del Hospital. Varia clientela tenía, como se ve, el piadoso instituto. Llegó a contar, en su mejor época, con 25 o 30 enfermos, entre hombres y mujeres; unos 50 expósitos «en régimen de lactancia» y otros 18 a 20 críos mayores de 7 años que recibían «manutención, educación e instrucción» a cargo de los dos capellanes que el señor Díaz de la Guerra puso para estos menesteres.

Las Leyes Desamortizadoras de Mendizábal acabaron con este Hospital de una manera pasajera, pues aunque fue despojado dé todos sus bienes, las grandes salas y el recoleto claustro vio todavía durante muchos años el celo y el bienhacer de las Hermanas de la Caridad para con todos aquellos enfermos pobres que hasta su puerta llegaban. Esta comunidad tuvo aquí su asiento desde 1843 hasta la época de la Guerra Civil pasada, en que sus avatares, le trajeron al suelo casi por completo. Con su ruinosa presencia se ponía broche a varios siglos de continuada y desinteresada labor humanitaria. Ojalá pueda llegar un día en que veamos de nuevo alzada esta presencia herida del Hospital ‑de San Mateo, cumpliendo con cualquiera de lós.mil objetivos con que un edificio puede servir a la sociedad. Con esa carga de empaque y elegancia, de larga­ historia almacenada, tendría ya su éxito asegurado. Reconstruir no cuesta tanto.