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enero, 1973:

Recuerdos de una excursión

 

El viajero que esto suscribe tiene la vulgar costumbre de ver pueblos y mirar cosas diversas los domingos. De esos viajes festivos e informalísimos van saliendo apuntes, descripciones, recuerdos las más veces que luego elabora tranquilamente en casa y publica en las benévolas páginas de NUEVA ALCARRIA para que sus lectores descubran nuevas posibilidades en el inabable conocimiento de nuestra provincia, o recuerden lo que, antes que él, ya vieron.. Hoy, sin embargo, no hay recopilación ni extracto; no se hablará aquí de un atrio románico, una costumbre popular o un hito histórico provincial. Pondré algo de lo que en la mente queda de uno de esos viajes domingueros, tenaces e incorregibles, donde la improvisación se erige, como, ahora se podrá ver, en directora.

No hace apenas dos, semanas que esto ocurría. A galope los recuerdos, las bruscas impresiones se suceden. Las primeras luces del día se derraman sobre Guadalajara desde los páramos de la primera Alcarria, El viajero ha ido a buscar a sus amigos, José Ramón López de los Mozos y José Luís Marina, y camino de Torrelaguna, por Torrejón del Rey y el Casar de Talamanca, se han ido parloteando alegres. El humor como una palanca de blanco acero moviendo al día. Han subido luego a Lozoyuela y por la general de Irún llegan a Buitrago, donde el sol rompe la niebla unos instantes. Desde el primer feudo de don Iñigo López de Mendoza, la carretera se adentra en los perímetros serranos y fríos de Sonsaz y Somosierra. Se pasan los madrileños enclaves de Gandullas, Prádena y Montejo. Los charcos de la carretera están helados, y la sábana pálida de la nieve cubre los altos más cercanos.

Aparece, por fin, el primero (o último, según se mire) de los pueblos serranos de Guadalajara: el Cardoso de la Sierra en el que los emigrantes que vienen de Madrid a pasar el día con los abuelos, ponen una falsa nota de animación. Los viajeros buscan la iglesia de la villa (van siempre con la callada esperanza de encontrar una inédita producción románica) y ven en su lugar las cuatro altas paredes de enyesada pizarra que en tiempos pretéritos abrigaron piedades y fervientes súplicas. Fue antiguo el edificio, sin duda: hoy sólo los muros callados, el ábside redondo y la alzada espadaña triangular manifiestan lo que en ningún anal, en ningún libro o documento dejó constancia de su equilibrada existencia. Si El Cardoso, aún grande y habitado, no da para más digresiones, por lo que uno de los viajeros aprovecha para horadar su estómago con una copa de ginebra.

Adelante el camino se hace irregular, pedregoso, muy curvado y artístico. También con mucho hielo en los puentes y zonas umbrías, especialmente en la hoz del arroyo Berbellido, que baja trotando como un alegre leñador de las montañas. Se llega, ya muy metida la mañana, a Colmenar de la Sierra, el otro pueblo de Guadalajara hasta donde aún se puede arrastrar sobre sus ruedas el vehículo. Casas hundidas, escombros a la orilla de la calle principal, dan un melancólico y sombrío barniz al pueblo, ya oscuro de por sí y por la pizarra con que todas sus edificaciones fueron levantadas. A Colmenar no sabemos quién le ha hundido, si el ventarrón sureño que por lo visto ha soplado durante toda la noche, si los gatos tristes que perdieron el amor en septiembre, si la vejez y el arrugado caminar de unas abadesa eternizables. Entre las quebradas callejas, cubiertas de cascotes y exuberante hierba, aparecen dos hombres, tocados de boina, más bien autóctonos, y detrás otros dos con gabardinas y sombreritos americanos. Se quedan mirando, entre recelosos y asombrados, para los viajeros que se bajan del coche y cargan sus hombros con macutos y cámaras fotográficas. Uno de los dos aldeanos, al parecer últimos supervivientes de tan hondo cataclismo social, se llama Eufrasio, y hasta trata de orientar a los viajeros en su pretendida excursión Montaraz hacia La Vihuela, el último reducto de la soledad y el olvido. Tal vez lo hubiera conseguido de no mediar el otro aborigen y los dos madrileños acompañantes: entre los cuatro armaron un lío tal a estos viajeros, que al fin se decidieron a emprender el caminó con la sola ayuda de un mapa y seis botas convenientemente colocadas:

Hasta hace solamente dos meses hubo gente viviendo en la Vihuela. Se dedicaban exclusivamente al pastoreo y cuidado de los pinares abundantes que van surgiendo en la comarca. Desde Colmenar había una hora de camino andando, salvando el Jarama por un puente de madera que, a través de reformas, sobrevivía desde la Edad Media en que se pobló el lugar. La tarea civilizadora del ser humano, su mano firme y domeñadora del Universo había llegado a este rincón planetario, poniendo límites a la Naturaleza, pegando en sus lomos el sello colorado de su altísima tarea. Ocho siglos después (sociólogos, majetes, venir aquí y explicárnoslo) las risas de los niños han desaparecido; las chimeneas han perdido su pálido penacho azul, el puente de madera, una y otra vez amorosamente restaurado, ha caído al agua sin levantarse… las casas, las veredas, los oscuros portalones, los verdegrises pinares, las familiares montañas, los ríos y arroyos ferozmente espumosos, todo ha pasado a las manos del Banco Coca, que lúcida y matemáticamente los tiene registrados, entre acciones de Ensidesa e intereses de préstamos, en la anginosa lista de sus riquezas.

Estos tres viajeros salen a buscar La Vihuela. Atraviesan primero una llana paramera, luego un riachuelo minúsculo y helado, allá en el fondo de un barranco en el que, cierto viajero, por efectos de una caída, creyó que se le rompía hasta el apellido, pasan luego el Jarama sobre «puente del molino», y se lanzan camino arriba, a ver qué pasa. Sobre la cota de los 1.300 metros (el mapa todavía funciona) aparece el hielo y la nieve de otros días. A un lado del camino, surge el jabalí oscuro y medieval, que resopla iracundo e impotente y al fin se aleja, más temeroso aún que los viajeros. Sigue la subida, aumenta el viento y la niebla empieza a borrar todos los límites del día. Al fin, el mapa se estropea, la brújula se vuelve loca y comienza el más largo y agotador peregrinaje que estos tres viajeros han tenido en su vida: durante cinco horas anduvieron, hasta el límite del agotamiento, perdidos por la montaña, nevada, y cubierta de una extraor­dinariamente tupida vegetación. Cuando ya de noche, a varios grados bajo cero, con la ventisca de nieve estallando sobre sus capuchones y boinas, después de haber cruzado el último arroyuelo, con el agua hasta la rodilla, llegaron a Colmenar, vieron como aun, en contra de todos los vaticinios, tras los cristales de dos o tres casas brillaban las llamas de un hogar inapagable. Un viejo cruzó la oscuridad con unas ramas secas en las manos. Con su antiguo corazón de hombre serrano, sintió pena de los tres pobres viajeros que, a pesar de su entusiasmo y sanas intenciones, habían sido vencidos por la montaña. Porque la verdad es que nunca pudieron llegar a la Vihuela. Se conformarán con sobrevivir, con hacer una foto de brillantes horizontes neblinosamente luminosos, con poder contar a sus amigos la peripecia inolvidable de un domingo fatigoso sobre las últimas estribaciones serranas de la provincia de Guadalajara.

Un documento de Villaviciosa

 

«al profesor don Manuel Berlanga, sabiendo que le han de entretener estas palabras».

Hay en la villa de Villaviciosa, asomada por un extremo al valle del Tajuña más verde y aterciopelado, y por el otro a la sumisa y dura meseta de la primera alcarria, unas ruinas grises, aburridas, hipotensas. Unas ruinas fáciles de pisar, sufridas, discordantes. Son las del antiguo monasterio de San Blas, que allá en el gótico siglo XIV (entre 1347 y 1348) fue levantado por el arzobispo toledano don Gil de Albornoz, quién allí puso comunidad de canónigos regulares de la orden de San Agustín, formada en principio por un prior y seis hermanos, mandándoles decir misa y observar una existencia religiosa, a cambio de levantarles casa, iglesia y claustro, y concederles una asignación económica para vivir sin preocupaciones. También se edificó don Gil lo que él llamaba palacio, y que con humildad más propia de asceta que de magnate eclesiástico, consistía en dos reducidas y húmedas estancias. (1).

Muy poco tiempo duró la institución agustiniana en este lugar alcarreño, pues del mal cariz e irresponsable caminar del siglo se contagiaron los canónigos, a los que en 1395 visitó don Juan Serrano, obispo de Sigüenza, por mandado del arzobispo de Toledo, don Pedro Tenorio, al objeto de comprobar si eran ciertas las acusaciones recibidas contra los frailes de que andaban «dando con sus vidas mal exemplo». Un presbítero y otro con órdenes menores quedaban tan sólo. El prior, don Diego Fernández, paraba fuera de los muros del monasterio. De común acuerdo los dos prelados decidieron suspender la institución, y ofrecer el local vacante a la pujante orden de San Jerónimo, nacida en tierras de Lupiana, en el convento de San Bartolomé. A su prior fray García escribieron y solicitaron monjes para poblar este monasterio de San Blas. En 22 de mayo de 1396 llegaban a Villaviciosa seis monjes de Lupiana, entre los cuales salió elegido fray Pedro Román como primer prior (2).

No es mi intención ahora la de historiar el interesante devenir de este Monasterio, aunque dicha labor se verá acometida en un futuro próximo. Ha salido a colación este tema al descubrir un documento, inédito y desconocido hasta ahora, que relaciona al monasterio jerónimo de San Blas de Villaviciosa con don Iñigo López de Mendoza, señor de Hita y Buitrago, y primer marqués de Santillana. No encierra dicho documento un gran valor histórico o trascendente en el devenir del convento, pero para los que nos atenemos más a la emoción y el sentimiento producido por las cosas pequeñas, ver aparecer la firma de don Iñigo, la letra grande y clara del autor de las «Serranillas», sobre el duro y amarillento tesón de un pergamino varias veces secular, ha vencido sobre la objetiva importancia del hecho, y ha querido explayarse en estas líneas cuyo único fin es el de despertar interés evocar pasadas épocas, ayudar a pasar curiosamente unos momentos de la tarde del sábado.

Para centrar un poco el documento en cuestión, hay que anotar previamente cómo al poco tiempo de su fundación, concretamente en 1350, el arzobispo don Gil de Albornoz donaba a los canónigos regulares de la casa de San Blas en Villaviciosa, en la persona de su tesorero o sacristán, un medio préstamo en la iglesia de Muduex, otro en la de Trijueque y algunas mercedes más con que aumentar su ya rico patrimonio (3). De estas pertenencias de los reglares de San Agustín, iban a heredar los jerónimos de Villaviciosa más disgustos que beneficios. Pues a poco de ocupar su nueva casa, suscitaron el arcipreste y clérigos de la villa de Hita un ruidoso proceso alegando su derecho sobre el beneficio y medio préstamo que en la iglesia de Trijueque venían disfrutando los monjes de Villaviciosa. El caso se falló en Illescas, el 10 de marzo de 1399, por el vicario general del arzobispado de Toledo, don Vicente Arias, en favor de los jerónimos del lugar alcarreño (4).

No acaba aquí, sin embargo, la serie de disgustos que los cuatro cuartos de ese beneficio y medio les iban a reportar a los monjes de San Blas. A lo que se ve, fueron los «paniaguados» que el Monasterio tenía en Hita y en Heras los que sufrían el constante agravio, que pesaría gravemente sobre sus economías, de no poder percibir los diezmos y rentas que el beneficio y medio de Trijueque, en nombre del monasterio de Villaviciosa les producía. Los vasallos que en dichos lugares de Hita y Heras de Yuso tenía don Iñigo López de Mendoza como señor del territorio, eran los que impedían percibir sus derechos a los paniaguados del monasterio. Quejóse de esta situación el prior de San Blas al magnate poeta, quien enseguida, enterado del caso, contestó con esta carta, elegante y sincera, que a continuación transcribo. La letra gótica y pulcra e tinta parda, sobre el pergamino duro y amarillento, le dan un valor de joya doméstica, de tesoro sencillo y cotidiano en el que un gran príncipe, un gran guerrero y un gran literato, puso su firma imperecedera. El documento se conserva muy bien, aunque en su parte superior le cayó alguna gota de ácido, borrando y comiendo algunas pocas palabras que se sustituyen por puntos suspensivos (5):

«ihs Yo Iñigo Lopes de Mendoza envío mucho saludar a vos los terreros y arrendadores que… te aquí adelante en el lugar triueq. de los panes y vinos. Hago vos saber que por parte del prior e convento del Monesterio de Sant blas de Villa Viciosa de la orden de Sant ierónimo me es fecho saber en como el dicho monesterio tiene en la iglesia de este lugar un beneficio y medio prestamera por razon delos quales dicen que han de aver su parte de los dichos diezmos por tasuya, el pan en las eras y el vino en uva y que algunos de vosotros nongelo queredes dar por tasuya como dicho es, diciendo quelo yo defendí, en lo qual digo que si assí passasse vendría al dicho monesterio grand daño. Et só mucho maravillado enlo vosotros assí ser, sabiendo que el dicho monesterio y personas que en él biven son cosas a quien yo mucho tengo de, guardar e ayudar. Por que vos mando que de aquí adelante dedes libremente al dicho monesterio o a quien por él lo oviere de aver toda su parte de los dichos diezmos assy panes como vinos por tasuya, el pan en las eras y el vino en uva en cada año bien comodamente en guisa que le non mengüe ende cosa alguna, nyn les tomedes dinero alguno por rason de tercería ó mayordomía nín alquiler de casa ni por otra rason alguna, ca my entencion e voluntad es que lo non pague. E los unos e los otros non fagades ende él sopena dela my merced y de dosmil maravedís a qualquier por quien fincare desto assy faser y complir. Et de más facerles ha pagar todas las costas y daños que al dicho monasterio sobre esta rason se les rescebiere, por que non valga carta que yo e doña Catalyna demos en contrario desta salvo si la tal carta en contrario siguiese desta especial mención. E desto les mande dar esta my carta firmada de my nombre, que fue fecha a qatorce días de marco año del nascimiento de Nuestro Señor iesu Xristo de mill y cuatrocientos y beynte y siete años.» «firma, Iñigo López de Men­doza».

En este año de 1427 aún no había recibido de Juan II el título de marqués de Santillana, pero ya andaba el caballero López de Mendoza muy metido en la revuelta política de comienzos del siglo XV. El infante don Juan de Aragón se hacía rey de Navarra interpretando a su manera el testamento, de su mujer doña Blanca; su hermano el infante don Enrique salía de nuevo de prisión, a sembrar Castilla con sus banderías y algaradas, tema enervante e interesantísimo éste de los infantes de Aragón, y del que ya traté hace tiempo en estas mismas páginas.

Y para que este pequeño trabajo se lleve impresa su correspondiente moraleja, pongo aquí lo que, sin fecha pero con letra del siglo XVI aparece escrito al reverso del precedente documento: «estos papeles son de los paniaguados que tenía este monesterio en Eras y Trijueque por mandato de los señores de la casa del Infantado, de que no se goza muchos años ha». ¿Para qué sirvió tanta queja, tanto juicio y tanta preocupación?

Para que al final se lo llevara todo ese viento sutil y maquiavélico del negro olvido.

(1)   fray José de Sigüenza, «His­toria de la orden de San Jerónimo», libro 2.2, pág. 109.

(2)   op. cit., pág. 111.

(3)   Memorial Histórico Español. Relación de los pueblos de Guadalajara, tomo 43, pág. 52.

(4)   Archivo Histórico Nacional, sección de Clero, carpeta 585, número, 4.

(5)   Archivo Histórico Nacional, sección de Clero, carpeta 585, número 13.

Ser Devoto

 

Ahora es protagonista de estas líneas, cualesquiera de los centenares de pueblos y aldeas que yacen, por decirlo de alguna manera, sobre los meridianos de esta nuestra provincia. Checa en el verde Señorío, Humanes en la Campiña coqueta, Valverde de los Arroyos en la gris y cortante serranía, o el mismo Valdesaz en su vallecico alcarreño, que precisamente el próximo día 15 de enero festeja a San Macario. Todos ellos, todas sus gentes, Son devotos. Le dan a esta palabra una dimensión propia, popular netamente, a caballo pintado entre una idiosincrasia étnica y una religiosidad con visos de subjetivismo. Es bonito ser devoto. Cada lugar tiene su santo patrón, su excelsa abogada celestial. La Virgen María, en cualquiera de esos mil nombres y formas con que a lo largo de esta tierra se la conoce y adora (de lo qué tanto sabe y podría hablarnos el señor García Sanz) posee sus rincones blancos y pardos de ermitas montaraces y cristalinas. Santos de luenga barba y mitológico empuje, San Bernabé, San Pedro, Santiago y Bartolomé… Santas de cosmológica fuerza y resistente anatomía ante el martirio, Santa Águeda, Santa Librada, Santa Lucía… y arcángeles blanquísimos, y Cristos ensangrentados y dolorosamente encallecidos, y santos Niños Mártires alevosamente descuartizados por los romanos… un gran dolor, en suma, se interpone ante la devoción del alma popular. Y en ese dolor, todo el amor sencillo y aldeano se coagula y prende.

No puedo, con cuatro palabras recortadas, decir por qué y para qué se hacen más rojos los corazones del pueblo, se mueven sus labios y ponen velas pálidas en los altares. Me consideraría contento con centrar un poco esta actitud del ser devoto. Con repintarla de nuevo, cogerla desnuda como una criatura recién nacida, y dejarla aquí, sentada, en esta vitrina forrada de papel, para que cualquiera de vosotros la visite. Se emocione con ella. La desee.

Ser devoto es, ante todo, tener una imagen de bulto, una buena estatua pintada o revestida, con cara piadosa o, a ser posible, de dolor. Ser devoto es, también, conseguir que esa imagen no sea venerada en, por lo menos, veinticinco kilómetros a la redonda. Jamás en los pueblos colindantes. En ese caso, la devoción pasaría automáticamente a guerra declarada. Ser devoto es sentir un bienestar anímico que parece caído del cielo, al saber que esa Virgen, que ese Cristo, que ese Santo o Santa, demostró o expresó en algún momento de los pasados siglos, su deseo de ser venerado en nuestro pueblo. Ser devoto es tener esa imagen santa en un buen altar dorado y luminoso, con muchos angelillos rodeándola y con bastantes velas, debajo, ardiendo incansables. En una ermita de las afueras o en altar propio de la parroquia, apartado de todas otras advocaciones. Ser devoto es tener un escapulario verde o morado (en algunos lugares lo tienen blanco o rojo) con la imagen venerada impresa en él. Ser devoto es, sobre todo, pertenecer a una Cofradía cuya advocación sea la del santo, santa o milagroso advenimiento virginal que se prefiera. Y que esa cofradía guarde férreamente unas ordenanzas venidas “de los mayores” hasta nosotros, pagando cuotas, celebrando ágapes, y sobre todo, sacando por las calles del pueblo, sobre las andas que con entusiasmo inusitado se hayan previamente subastado, la imagen querida. Cuando el devoto, o la devota, marcha serio y circunspecto, doblando pies y esqueleto en general, por las empinadas y pedregosas callejas, casi siempre húmedas y grises, con un velón de cera blanca de esos de a quince pesetas en la mano derecha, y la izquierda solemnemente apretada contra el pecho, serio y a la vez humilde, cargado de un dulce sentimiento de antigüedad, de buenas costumbres, de lealtad al Papa y a la Iglesia, de amor, sobre todo de amor, hacia el celestial patrón al que, ya de paso, le cantará algunas coplas de esas pareadas sutilmente y heredadas de antiguo. Ser devoto es asistir, en ese espíritu, a la corrida de toros que luego, en la plaza mayor del pueblo, se celebre. Y al bailoteo que a la noche se haga sobre las losas ensangrentadas con la sangre rabiosa de los animales. Y al día siguiente al funeral por los que fueron devotos y ya están, o deberían estar, en el cielo, junto a su patrón excelso. Ser devoto es, además, dar alguna vez un donativo al señor cura para mejora del culto de la imagen o arreglos en su ermita.

Ser, devoto es, todavía, tener fe absoluta en la importante inter­cesión que ante Dios tiene nuestro santo o santa: rogarle con insistencia ante cualquier enfermedad que la familia, el ganado o uno mismo pueda padecer; ante dificultades económicas, morales, familiares o aún políticas. Y para mejor conseguir sus favores, poner una vela en la iglesia o una lamparilla en casa, delante mismo de una estampa (también vale el escapulario) y dejarlas que ardan, que se consuman, que echen humo agrio en el que vaya toda la devoción y el sentimiento… y si consigue el favor solicitado, o a milagro suyo se achaque curación inesperada, pondrá un ex‑voto de amarillenta cera (si es mujer, podrá dejar también una mata de pelo o una coleta) sobre la resig­nada pared de la capilla. Ser e    voto es, finalmente, llamar a esa Virgen morenita, a ese Cristo transido, a ese santo varón fortísimo, o a esa martirizada santa, en el crítico momento dé la muerte, y dejar en, el testamento algunas perrillas con que decir un par de misas en su altar de tal día en un año.

Aún quedan muchos devotos en la provincia de Guadalajara. Y, aunque los hay de Variadas categorías, está ese que lo es por patriotismo, la que lo es por decencia, aquél por gloriosa herencia, aquélla por convicción íntima, todos se revisten del mismo uniforme en sus prácticas: el viejo vestido de pana negra, duro y perdurable como los montes de yeso; la boina almohadillada y temblorosa; el refajo y la barba mal quitada… el pañolón de seda negra a la cabeza, las tres faldas y los plateados pendientes de la feria. Hombres y mujeres, seres devotos de nuestras tierras, enclaves sólidos de una historia que en ellos se microniza y disuelve, pasando sin ser notada al cotidiano discurrir y abrir las puertas. Para ellos es hoy este recuerdo, este homenaje, estas palabras de agradecimiento sincero.

La “Relación de Cosas Notables”

 

Uno de los objetivos que se ha marcado la recién nacida sección de Historia de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», es el de ir reeditando, lentamente, pero sin pausa, todos esos viejos libros, interesantísimos y sorprendentes, que hablan de nuestro pasado, de nuestras tradiciones, de nuestras cosas raras y notables. Escritos por gentes nacidas aquí, o en cualquier otro lugar de España, pero siempre cargadas del cariño y el recio espíritu que el pardo color de nuestras tierras confiere a todo lo que de ellas trata. Muchos libros rarísimos ya, cuyas únicas ediciones, desde el siglo XVI al XIX, sólo se pueden encontrar en bibliotecas nacionales o particulares especializadas, tendrán ahora la oportunidad de multiplicarse y llegar con su limpio castellano a cualquier persona amante de conocer sus viejos decires y sus antañonas historias. Incluso obras que nunca llegaron a entrar en las imprentas, que se quedaron huérfanas de tinta en un cajón metidas y olvidadas de todos, podrán lanzarse al mundo y bailar ante los que sepan apreciarlas en su valor auténtico.

Esta tarea se va a comenzar con la reedición de la obra de don Juan Catalina García «La Alcarria en los dos primeros siglos de su Reconquista», cuya única edición de 1897 sólo se encuentra en unas pocas bibliotecas. Será, al mismo tiempo, un redescubrimiento de quien en el siglo pasado, y con el cargo de Cronista Provincial, investigó más y mejor sobre Guadalajara y su provincia: una rehabilitación de don Juan Catalina, el más científico y auténtico investigador histórico de todos los que en Guadalajara han sido. Y se piensa reeditar esta interesante obra inmersa en las páginas de la «Revista de Estudios Alcarreños», que con una periodicidad semestral va a ser vehículo de las múltiples facetas que el alcarreñismo y los estudios de todo tipo referentes a nuestra provincia de Guadalajara, se escriban o se hayan escrito.

Todo esto viene hoy a cuento de saber quién podía suceder a esta edición en la larga tarea asumida por la sección de Historia. Muchos, muchísimos nombres y muchísimas obras hay que piden su oportunidad y exhiben sus méritos. Pero nos hemos fijado particularmente en una que siempre se conservó inédita, guardada en la Biblioteca Provincial de Toledo, y cargada, cargadísima, de curiosas noticias, de graciosas chumeterías, de impertinencias incluso que se refieren a gentes y cosas de la Guadalajara del, siglo XVI, sin olvidar el entorno patrio de toda la nación. Su título completo es

«Relación de cosas no

tables que an sucedido

en diversas partes

de la Christiandad,

especialmente en es

paña con los nasçimientos y muer

tes de Algunos príncipes y eleciones

de sumos Pontífices

Romanos y las guerras que

an sucedido Assí en la mar como

en la Tierra Desque el Emperador

Constantino perdió

el ynperio de la Constantinopla

hasta nros. tiempos.

Con algunas cosas que suçedieron

en la tierra del auctor.

escripto por mathías Escudero»

y su autor, el automencionado Matías Escudero, un hidalgo de Almonacid de Zorita, de quien se sabe muy poco, pero lo suficiente para ponerle pie a esta su monumental obra. No se sabe cuando nació, pero sí que fue en Almonacid, él lo dice, y que ya en 1544 .andaba a caballo por los caminos de la Alcarria. Hijo de Juan Escudero y Francisca Cobeña, no cursó nunca estudios universitarios, y se limitó a vivir en la apacible sombra de su casa, a. pasear por las calladas callejas de su pueblo, a cabalgar en la tarde tibia por los campos y las cañadas de la Alcarria. A llevar la vida de un hacendado rico de la España renacentista, distrayendo sus numerosos ratos de ocio con el quehacer inofensivo de llenar de palabras los papeles. Lo poco que sabemos de él es porque lo cuenta en su libro. En 1559 fue a Toledo, en representación de sus convecinos, para tratar con el Arzobispo Carranza del nombramiento de un párroco para Almonacid. Muchos hermanos tuvo, entre ellos, uno que fue monje cisterciense en Valbuena de Duero. Igual que su padre, Matías Escudero fue regidor de la villa de Almonacid. Casó con doña Ana Lorenzo, y, según el P. Bartolomé Carranza, murió en 1595, de edad avanzada.

El libro de Escudero es grande, es voluminoso. Lleva dentro mucho del reposado y turbulento ir y venir del siglo XVI español. Nos da una visión amplísima, aunque no sea lo completa que se pediría a un libro de historia, de este país de toreros y gitanas, de clérigos Y Poetas, de labradores y cazas. Pero es que tampoco ha querido ser un libro de historia. Bien claro lo ha dicho el título. Una «Relación de cosas notables», de lluvias, de cólicos nefríticos, de sangrientas venganzas, «que han sucedido en diversas partes de la Cristiandad», en este país de toros y torcaces también, en estas orillas del Tajo, en estas callejuelas de Pastrana.

Finalmente, y casi como propaganda del librito, que, con paciencia y buena fe, algún día andará en manos de todos los auténticos alcarreños, aquí van tres «cosas notables» que por estos lugares acaecieron: hablando del año 1527 dice, «En Enero y Febrero hubo en Castilla un gran temporal de aguas y nieves: las gentes no podía trabajar en el campo, los ríos y arroyos se llevaban los molinos y los puentes y no era posible el tránsito por los caminos y senderos. En este mismo año apareció un cometa muy espantable». De 1573, entre otras cosas, dice Escudero, «Murió Ruy Gómez de Silva en Madrid a 28 de Agosto: le abrieron el’ cuerpo, ya difunto, y le encontraron nueve piedras en la vejiga y un riñón quitado, medio podrido; le trajeron con gran acompañamiento a enterrar en Pastrana. La Princesa se entró en el monasterio de descalzas, donde hizo mucho sentimiento por dos años, y después se salió a gobernar sus estados». Por último, aquí va lo que de 1586 nos refiere el enterado autor: «En otoño de este año, yendo el marqués de Mondéjar desde esta su villa a holgarse en una casa de placer que tenía en las orillas del Tajuña, con un criado suyo, a quien quería mucho y llevaba en su coche, y que se llamaba Rosón, sucedió que a media noche lo sacaron fuera de la villa (al criado) y lo mataron. El marqués hizo inútiles averiguaciones para encontrar al asesino, pero no apareció, nadie culpado. Después, por orden del Consejo Real, estuvo en Mondéjar un alcalde de Corte y prendió a la mujer del muerto y a una hermana suya y las dio tormento, así como a otros criados del marqués. Estando en esto murió en Mondéjar el alcalde, que se llamaba Alvar García de Toledo, y vino el alcalde Bravo, el cual prendió al magnate y lo llevó preso a la Mota de Medina y luego lo trasladaron a Santorcaz.

Y así hasta mil. ¿No está prometiendo horas y más horas de cumplido entretenimiento?