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noviembre, 1972:

Almonacid: la leyenda del pajarito

 

El folclore de nuestra bravía y románica Alcarria tiene en sus haberes curiosísimas notas de piedad popular que, levemente analizadas, resultan ser ancestral rémora pagana transformada en votiva ceremonia rociada de inciensos y mirras católicas. Desde las diversas advocaciones marianas hasta el rito carnavalesco de los sanblases y las santaáguedas, pasando por las hogueras y luminarias de San Juan y la Natividad, cumbres de los solsticios y cambios radicales en la evolución anual de la Naturaleza.

Hoy traigo una leyenda alcarreña que, según el documento consultado (1), tiene todos los visos de verosimilitud, aunque, como luego veremos, se queda en mero relato devoto, y nada más. Ocurrió en Almonacid de Zorita, a lo largo del siglo XVI, y es Matías Escudero quien nos lo relata. Este hombre, erudito viajero y gran enamorado de su tierra natal, nos dejó un hermoso libro, inédito, que tituló «Relación de cosas notables» y en el que se retrata («por las obras les conoceréis, no por sus palabras») un renacentista de los pies a la cabeza, sin que le importe mucho dejar en ridículo, cuando la ocasión lo permite, a varias autoridades y aristócratas de la época. Hombre que, seguramente influi­do por Erasmo y otros de su equi­po, sólo cree en lo que ve. Por eso cuenta ese «milagro» como por referencias, «se vio» «vieron las gentes» dice en el relato, pero nunca lo pone en primera persona, Lo cual ya nos indica la manera de ser de Matías Escudero, que, viviendo en un pueblo pequeño, del que él es el mayor y más cumplido cronista, en el que ocurre un «grande milagro» según las gentes del lugar, él ni se molesta en ir a ver con sus propios ojos. Buen crédito le tendría todo ello. El, sin embargo, nos lo cuenta así: la víspera de Nuestra Señora do septiembre de 1540, apareció en la puerta de la muralla llamada «de Zorita» un «pajarico pequeño muy hermoso el cual andubo limpiando, y quitando con su pico, y alas, las arañas que había en la dicha Caxa donde estaba nuestra Señora» (alguna imagen gótica o románica colocada desde siglos antes en el huequecillo que dicha puerta, aún conservada tiene en lo alto, bajo las almenas). Todo el pueblo acudió a ver el milagro, y, a pesar del ruido, el pájaro sin inmutarse, continuó su labor de limpieza. El Sol se puso «y toda la gente que lo vio quedó dando gracias a nuestro Señor y a Nuestra Señora por la maravilla que habla allí hecho». Al año siguiente, en el mismo día, a la misma hora, volvió «otro pájaro de la forma y manera del susodicho» para hacer lo mismo que el anterior. La devoción mariana de los de Almonacid llegó a extremos insospechados, poniendo una lámpara todas las noches de sábado junto a la imagen, y limpiando puertas e imágenes de la Virgen.

Pero debió suceder que el fervor cayera y la suciedad y las arañas se aposentaran de nuevo junto a la Virgen. Y así ocurrió que en 1580 año en que escribe Matías Escudero la Relación de su pueblo, llegó de nuevo un «pajarito mui hermoso» la mañana del 7 de mayo y otra vez, como sus antecesores, se dedicó con raro afán a la limpieza de imagen y capilla «y a ver esta maravilla se llegó casi todo el pueblo, y nunca el pajarico se fue».

No vamos a entrar ahora a analizar estadísticamente las posibilidades que hay de que un pájaro se pose, en el período de 40 años, en un lugar determinado. Escudero tampoco hizo comentario al hecho. Pero su misma sequedad, ya estaba calificando el arrobamiento de la multitud que aguantó unas horas mirando al pajarito, vehículo del Cielo.

Analizar el hecho nos llevaría, sin duda, al partidismo. Explicar el simbolismo, que ha tenido el pájaro a lo largo de la evolución de la Humanidad, supongo que puede ser interesante complemento a la tradición antes relatada. Desde los textos védicos y los jeroglíficos egipcios, ha sido considerado el pájaro como símbolo de espiritualización: el alma, el espíritu, vuelan por encima de la tierra, sobre las ciudades, sobre todos los bajos problemas a los que el hombre está adscrito. Son, por lo tanto, como, los pájaros. Los egipcios representaron ya a ciertos pájaros con cabeza humana, expresando su idea de que el alma vuela después deja muerte. Más tarde aparece dicho símbolo, y con el mismo significado de purificadora ascensión humana, en el arte griego y en el románico europeo (2). En el subconsciente colectivo del género humano, queda esa imagen que asocia al pájaro con lo puro (el Espíritu Santo, la paloma de la paz, el pá­jaro que en Leyre cantó 300 años seguidos para enseñar a San Virila un pedazo de eternidad) y, a resultas de ello, la asociación de este animal con los mejores sentimientos idealistas y espirituales del hombre. ¿No eran, entonces, los mismos habitantes de Almonacid, los que se purificaban a si mismos viendo como un pajarillo limpiaba una y otra vez la imagen de su Virgen? ¿Descargando de esa manera el sentimiento de culpabilidad que su dejadez y vagancia les había fabricado?

La historia, sin embargo, se repite. Hay en Navarra una leyenda, más concretamente en Puente la Reina, que parece ser el retrato de la alcarreña. La llaman allí la leyenda del «chori» (Txori, en vasco, significa pajarillo). Ocurrió que en 1825 y años sucesivos, el 29 de agosto aparecía un pajarillo que se dedicaba a limpiar a la virgen del Puy que se veneraba en una minúscula capillita del puente sobre el Arga, y que a pesar del gran regocijo y expectación del pueblo, luces, músicas y otras muestras de piedad popular «el pájaro continuaba sereno en sus operaciones de limpiar a la Virgen, bajando al río hasta tocar las aguas y volviendo a subir a practicar lo mismo, revoloteando alrededor de la imagen, y rozando su rostro con las alas» (3).

Un rumor pálido, entre mitológico y devocional, corre por las tierras de la Alcarria. Leyendas, tradiciones, piedades místicas creencias antiguas… y nosotros, excesivamente bañados por todos los aires del universo, apuntando, las cosas, y recordándolas. Sin atrevernos a cambiar su curso, sin intentar, siquiera, explicárnoslas.

Notas

(1) Memorial Histórico Español, tomo XLII, «Relaciones de los pueblos de Guadalajara». Madrid, 1903.

(2) Marius Scheider, «El origen musical de los animales ‑ símbolos en la mitología y la escultura antiguas». Barcelona 1946.

(3) «Diccionario, de Navarra». Pamplona, 1842.

El Dorado de Jirueque (II)

 

Después de ver la pasada semana las dos imágenes de don Alonso Fernández que en su sepulcro de Jirueque hay esculpidas, vamos hoy a terminar  la descripción de dicho magnífico enterramiento, y a            adentrarnos un poco en las brumas de sus posibles autores.

En la fotografía que acompaña a las presentes líneas se nos aparece una imagen mensajera y reveladora: un arcángel que pregona dos cosas; la salutación a María por un lado, con su «Ave María gracia plena», y el alarido final del gótico, su alzado protestar contra el advenimiento del renacentista estilo. Este ángel, gótico en todas sus maneras, desde el par de alas esbeltísimas, hasta su cuatrocentista peinado, largo y sujeto en la frente, pasando por el ropaje medieval y fuertemente anguloso que te cubre, es el palpable ejemplo del arte de los pueblos que marcha a remolque, con vanas decenas de diferencie, del que se hace en los grandes centros culturales. Hecho en el siglo XVI ya esta imagen angélica revela unas formas todavía medievales, aún no tamizadas en el frío y cerebral hacer del nuevo hombre clásico. Es, sin embargo, una imagen bella y plena de fuerza, con un rostro severo y bien acabado, y una postura, aunque un poco forzada, denota en el autor un conocimiento, grande de lo que te trae entre manos.

Al otro lado del jarrón de azucenas, emblema de la virginidad, aparece la Virgen, en pareja figura y estilo del ángel anunciador. Es éste de la Anunciación un panel que por sí solo, ya merecía todos nuestros elogios y nuestros entusiasmos viajeros. Pero es que se completa al otro lado del sepulcro con otro relieve, también en el amarillento alabastro de toda la obra, en que se ven a Santa Catalina y Santa Lucía, con los símbolos de sus martirios, terrible rueda acuchillada, el par de ojos sobre el platito, esculpidas por el mismo maestro y en el mismo estilo goticista, simple, rudo y bello, de toda la obra.   Son dos mujeres achaparradas y enanitas, con una expresión de ojos claros y rubio pelo, acariciadas por una música de cuerdas a millares, al fondo los trigos y por el suelo un agua celeste que sempiterna lo que toca. Entre ambas figuras, aparecen escudos-emblemas del sacerdocio (unas llaves cruzadas, las de San Pedro, escoltadas por un par de estrellas) que se encierran en redondas coronas de laurel con un, sentido muy victorioso de la vida (en este caso, naturalmente, de la muerte).

Cuando llegó a Jirueque el rumor de la guerra civil, del 36‑39, un vecino de un pueblo cercano, pretendió solucionar los problemas de la Patria dando de martillazos al singular monumento de Jirueque. Gracias a que los del pueblo lo impidieron a tiempo y ensamblaron como pudieron los retazos, lo han hecho bastante bien, y el espectador se hace muy buena idea de cómo fue el primer día.

Finalmente, en el panel de la cabecera aparece un par de angelotes desnudos sosteniendo el ya citado emblema del sacerdocio. Son un par de figuras bastante desproporcionadas y poco perfectas, que nos sirven espléndidamente como contrapunto renacentista de lo anteriormente visto. Fue, sin duda, el relieve tallado en último lugar, y que, al todos los bultos son del mismo autor, señala en él una evolución notable (lo que no quiere decir una perfección).

Abajo, en el suelo, sosteniendo con fuerza y selvática agresividad, seis cabezas leoninas que no desmerecen en nada del conjunto de la obra: sus melenas abundantes y finamente tratadas, sus dentaduras amenazantes, sus cadenas sujetas al cuello, casi en el aire, y su feroz actitud, completan este monumento que, sin hipérbole de ninguna clase, entra de lleno entre las diez mejores obras mortuorias de nuestro arte provincial.

Finalmente, tocar sólo por encima un tema que tiene muy pocas posibilidades de ser airosamente resuelto: la asignación de un autor o autores para la talla. El Dr. Layna se inclinó por la posibilidad de que fuera Lorenzo Vázquez, el arquitecto del Cardenal Mendoza, el autor de ella. Si no su autor material, tarea que se encomendaría a un cantero o marmolista bastante hábil, si el autor de la, traza y los dibujos. ¿Se hizo a partir de 1510, año de la muerte del sacerdote enterrado, o para entonces ya estaba todo acabado? Se funda el doctor Layna, para utilizar esta posibilidad de que Lorenzo Vázquez fuera el autor de la obra, en que hasta hace poco tiempo existía en Jirueque la costumbre de entregar  anualmente varias fanegas de trigo a la parroquia de Cogolludo. Deduce que ya entonces habría relaciones entre ambos pueblos, y como fue en Cogolludo donde Vázquez dejó su mejor obra, en ese pasmo de piedra que es el palacio de los Medinaceli, llega a pensar en que el arquitecto se trasladará, a Jirueque, o, sin llegar a ello, en el mismo Cogolludo trazaría para su amigo Alonso Fernández de la Cuesta el esquema de su enterramiento. Pudiera ser. Hay que tener en cuenta, no obstante, que el palacio de los Medinaceli estaba acabado ya en 1495.

Tal vez sean éstas, las mías, ganas del complicar más el asunto. Lo veo, sin embargo, como algo que no puede dejar de hacerse. Aunque reconociendo, ya de antemano, que sólo son eso, suposiciones, y que su fin es únicamente el de no dejar ningún cabo suelto. Jirueque estaba en el siglo XVI, tan bien comunicado con Cogolludo como con Sigüenza, Henares abajo o arriba, respectivamente. Y aunque Lorenzo Vázquez brillara con su prerrenacentismo en el primero, era más allá, en Sigüenza, donde estaba el toco principal del arte. También el Cardenal Mendoza, obispo de la Diócesis, se preocupaba por las obras de arte en la ciudad mitrada.

¿No puede ser uno de los muchos artistas que allí trabajaban, el autor de este, sepulcro de Jirueque? Yo veo esta obra dentro del círculo artístico irradiado por Sigüenza (terna éste de la influencia seguntina en el arte de los siglos XV y XVI que bien se merece un detenido estudio) y a cualquiera de sus componentes como el autor del sepulcro de don Alonso Fernández. ¿Podría ser Francisco de Baeza, discípulo de Vasco de la Zarza, autor del tímpano de la capilla catedralicia del Doncel? Trabajó en varias obras de Sigüenza durante los primeros años ­del siglo XVI. ¿Y por qué no ese Sebastián de Almonacid, ahora tan traído y llevado desde que el profesor Azcárate apuntaba la posibilidad de que él hubiera sido el autor del Doncel? Este maestro Sebastián tuvo taller en Guadalajara y está documentada su actividad en Sigüenza. Jirueque está en la mitad del camino… Francisco de Coca, el maestro Gaspar, el toledano Peti Juan, el maestro Guillén, Juan de Talavera, y tantos otros artistas que en el, tránsito del XV al XVI laboran el coro, el mausoleo de D. Fadrique, el claustro de la catedral. Son muchos nombres, muchas posibilidades… y muy pocos papeles que digan la última, la definitiva palabra. El historiador ha de jugar, con ellos, con los papeles. Si no los hay, punto final y a otra cosa. Pero el ­Dorado, de Jirueque sigue siendo el mismo, agudizando su perdido soplo y helando con su frío rostro el aire que se atreve a tocarle. Se queda en nuestro recuerdo, pálido y escueto, flotando, entro la maraña gris de la otoñal amanecida.

El Dorado de Jirueque (I)

 

Hemos pasado por Jirueque en una mañana fría y neblinosa. Las tierras de Jadraque, adentrándose con suavidad en las sierras ibéricas, lanzan su llamada agónica, su pulso débil y pajizo contra el cielo que se infla y se evade como un globo roto e inconcreto. Arriba del pueblo, hemos entrado en la iglesia. El cura decía misa, le ayudaban tres chiquillos rubios y ateridos, pedía a Dios por una larga lista de amigos muertos, con nombres de fuerte sabor campesino, Crispín, Filomena, Félix, Julián, Engracia…

Y allí lo vimos, en una capilla con dos puertas enrejadas, al lado de la Epístola. La escasa luz del día se multiplicaba en su dorado alabastro, haciéndole brillar con el pálido fragor de los siglos atesorados y engullidos. Diez minutos antes, ninguno sabíamos de su existencia. Ahora, nos era cotidiano y fiel. Le estábamos debiendo un rojo chorretón de san­gre.

La mañana de Jirueque, los verdes pastos cuajados de rocío, las disipadas lejanías malvas y grisáceas nos decían el nombre, nos contaban la historia de su silencio, nos abrían la brecha del ignorado siglo en que cuajó su idea. El alabastro, carne pura y celeste para los que pecaron, en la tierra, estaba allí, aprisionado y luminoso entre las manos levemente cruzadas sobre el pecho. Don Alonso Fernández de la Cuesta, el Dorado de Jirueque, se prestaba a la disección de nuestros ojos.

Muy pocos conocen su existencia, y muy escasa es la documentación referente a él. Orueta ni siquiera lo menciona en su clásica obra sobre la estatuaria funeraria en Castilla la Nueva (1), y don Francisco Layna Serrano se ocupó de él de una manera somera y descriptiva, aunque apuntando hipótesis respecto a su autor o autores (2). Poca luz se puede o podrá arrojar ya sobre el asunto, pues la destrucción del archivo municipal y parroquial en la guerra civil pasada nos deja en la más absoluta orfandad de datos. Describir y jugar a las posibilidades es todo lo que nos queda por hacer ¡Bueno, no! Nos queda algo más­ importante: nos queda la estatua, el mejor documento de todos, y, por tanto, el goce superior de su contemplación y la conciencia de encontrarnos entre sus poseedores.

El hecho de encontrar, en el centro de una capilla, una estatua yacente sobre sepulcro exento, con rica decoración y excelente talla, nos llevaría a pensar, de manera intuitiva, que nos encontramos ante la muerte consagrada y cincelada de un gran señor o prelado. Y nada de eso es cierto. El recostado sobre la fría losa pálida es un sacerdote, corriente y moliente, que a finales del siglo XV lo fue de las parroquias de Jirueque y de los pueblos de Cendejas de Enmedio y de la Torre. Nada sabemos de su vida o costumbres. Basándose en el apelativo de “Dorado” que para él guardan las gentes del lugar, el doctor Layna suponía que era poseedor de un gran caudal monetario el tal don Alonso Fernández. Considerándolo fríamente, nos parece un desenfado excesivo llegar a tal interpretación, siendo tan difícil, igual hoy que en el siglo XV, que un cura de aldea llegara a acumular el oro necesario como para merecer el calificativo de «Dorado». La estatua y enterramiento están hechos con un alabastro amarillento, «homogéneo y algo traslúcido, de manera que dicen los lugareños que al colocar dentro una vela, se trasparenta todo como si fuera «cuasi como de vidrio» (3). ¿Es aventurado, entonces, deducir su mote popular de «el Dorado» por su tinte crepuscular y suavísimo, que le da volumen y son de hueso tallado y redimido?

Pero dejemos éstas, que sólo son disquisiciones folclóricas, y pasemos a ver en qué consiste el mérito de la obra. Una caja sepulcral apoyada en seis cabezas de león, se cubre con tapa de pestaña voladiza y sobre ella descansa la estatua yacente del sacerdote. Las cuatro caras del enterramiento, exento, están decoradas y muestran también un gran interés.

Vamos paso a paso, y analicemos dos efigies que del Dorado aparecen en este enterramiento. (Quede lo otro para un próximo Glosario.)

En la pestaña voladiza, circundando el cuerpo, alabastrino, hay una leyenda en letras góticas, limpias y bien, legibles, que dice así: «aquí está sepultado el honrrado alonso fernández, cura que fue desta yglesia y las cendejas, el qual falesció a quinse días dell mes de octubre año de mill y quinientos y, dies años». Sobre la tapa, la primera y mejor representación del susodicho Alonso Fernández: correctamente colocada en posición de decúbito supino; la cabeza alzada apoyándose en un par de bordados almohadones; con ambas manos sujetando sobre el pecho el breviario cerrado, de prolija decoración; cubierto todo el cuerpo con la casulla de sacerdote ricamente adornada en las cenefas y en el rostro pintado, entre asceta y cruel, el rictus severo del hombre abandonando el mundo. Es esta estatua yacente una de las mejores obras de la escultura alcarreña, guardada en su cofre rústico, esperando la llegada de todas las ávidas miradas.

Don Alonso Fernández de la Cuesta aparece representado de otra manera en su propio sepulcro. Tal y como se ve en la fotografía, ocupa todo el espacio del paño delantero una sencilla figura arrodillada y orante que representa a un clérigo de rudas facciones,  amplia tonsura y largo flequillo, lisa casulla sin mangas y con amplias aberturas laterales por dónde aparecen los brazos, que se unen con dos manos grandes y toscas, en oración sencilla.

(1) Ricardo de Orueta, «La escultura funeraria en España», tomo 1, 1919.

(2) Dr. Layna Serrano, «El sepulcro de Jirueque». Boletín de la Soc. Esp. de Exc., tomo II, 1948.

(3) Layna Serrano, op. cit.