Nuestra heredada fiesta

sábado, 23 septiembre 1972 0 Por Herrera Casado

 

Cuando hace diez años se cambiaron nuestras Ferias y Fiestas de Otoño, las que ahora empiezan a sonar en el aire, desde mediados de octubre a este más tibio fin de septiembre, se estaba alterando con ello una tradición añeja y largamente saboreada por la ciudad; una tradición de siete siglos nada menos.

Eran esas Ferias y Fiestas octobrinas uno de los más resistentes monumentos del ámbito ciudadano. Más antiguas que palacios y casonas, más viejas aún que alcázares y murallas; en el límite ya con lo que de historia pasa a ser leyenda.

Los papeles son, nada más y nada menos, que un privilegio rodado del rey de Castilla Alfonso X el Sabio, firmado en Córdoba el 4 de julio de 1260, y que todavía se conserva su pergamino en el Archivo Municipal de Guadalajara. Todo vestigio del pasado, en esta época de prisas y olvidanzas, se convierte para nosotros en una joya clara y precisa que nos gusta saborear, tocar, mirarla por todos lados, y al fin permitirle que nos haga, con su peso de soles y latidos, más humanos y más dables a la consecución de un destino en el mundo. En fin, y sin caer en más retórica hueca, abrirnos plenamente ante el aire vivificante de un pasado que nos trae experiencias y rompe la voz opaca de nuestro impersonal «progreso». Vamos con Alfonso X, a ver qué nos dice a los de Guadalajara.

«Sepan todos los ombres que esta carta vieren y oyeren Como nós don Alfonso por la gracia de dios Rey de Castiella…» y sigue luego la larga y pomposa retahíla de títulos y dignidades que a su castellana corona eran anejos. No sólo él, sino su mujer «la Reyna dona Yolant» y sus hijos «el Ynfante don Sancho e el Ynfante don Pedro» eran los que concedían el favor. Lo hacían «por saber que avemos de fazer bien e merced a todos los vesinos e moradores de la villa de Guadalhaiara, por muchos servicios que ficieren a nos e a nuestro linage». Los alcarreños, como una simiente más de la nación que se estaba dando a luz sobre las estepas de Castilla, veían reconocido el esfuerzo de su brazo.

Y Alfonso X concretaba el favor. «Dámosles e otorgámosles que fagan dos ferias en la villa sobredicha de Guadalfaiara por siempre iamás». Ese siempre jamás era el que los hombres suelen lanzar con raro énfasis definitorio, pero que luego el cincel de los relojes se encarga de pulir y domesticar. Ninguna de esas dos ferias queda ya, aunque ésta que nos disponemos a celebrar sea la más directa y fiel heredera de la segunda concedida.

La primera duraría once días, por la Cinquesma, en ese momento frágil y sincero en que brota primaveral la Naturaleza. La otra feria, se disponía «que sea por Sant Luchas e comience ocho días antes de Sant Luchas e dure ocho días después». Dos semanas de festejo diario, entre el 10 y el 25 de octubre. Lo fundamental y primario en ella era el comercio. El intercambio de los productos del campo por el artesanado y la primitiva industria. Campesinos con el cereal y la hortaliza; tratantes de mulas y ganados; boteros, alfareros y tejeros cristianos; cambistas israelitas y músicos moriscos; los húngaros y los gitanos, los primeros banqueros europeos, juglares y bufones, perahiles, trajineros… todo el abigarrado mundo de D. Arcipreste o de Berceo se da cita en la explanada frontera a la puerta de Alvarfáñez, llamada entonces «de la Feria», al otro lado del barranco de S. Antonio. A todo ese poblado cúmulo de voces y sonrisas, de maquinaciones y poesías, Alfonso X concede «que todos aquellos que vinieren a estas ferias quier de nuestro sennorío o de fuera de nuestro sennorío también xpianos como moros como Judíos que vengan salvos a seguros con todas sus cosas a comprar o vender». «E aun por fazerles mayor bien e mayor merced, quitámosles que non den portazgo en ningún logar de nuestros Reynos».

La fiesta era, por tanto, de real categoría y contundencia, convirtiéndose la ciudad de Guadalajara, en las puertas del otoño, en un ruidoso y policromado retablo de gentes, de lenguas y de anécdotas.

Cinco siglos fue San Lucas, en la mitad de octubre, aglutinador reclamo para esta popular cita de nuestra feria. Carlos III, en 1.766, cambió la fecha a un mes antes: del 14 al 28 de septiembre. Se conoce que el San Lucas llovedor es de antigua raigambre en esta tierra. Luego se volvió bastantes años a usar del Otoño como patronímico de nuestras grandes fiestas. Pero ha sido la climatología la que al fin ha dado su veredicto escueto y frío, pero en el fondo lógico, contra la múltiple alegación de la historia y los legajos.

Que se han quedado, amarillentos y dignísimos, dentro de unas vitrinas en nuestro Ayuntamiento. Fiel corazón que ahora, en estos días de canto y de sonrisa, nos manda su cumplido latir de sangre añeja.

«Et nos sobredicho Rey don Alfonso regnante en uno con la reyna dona Yolant mi mugier e con nuestro fijo el Infante don fferrando primero e el Infante don Sancho e el Infante don Pedro en Castiella e en Leon… otorgamos este privilegio e confirmamosló».