La Edad Media en Guadalajara

sábado, 2 septiembre 1972 0 Por Herrera Casado

 

En estas tierras duras y de al­borotada luz solo hay una voz y, una mirada cuajadas en todas las esquinas: la voz y la mirada del Medievo, la silenciosa oquedad de visigodos y ramiros, el sudoroso galopar de alfonsos y rodrigos, la suave y orgullosa mirada, de iñigos y pedros. Cuajaron pardo de una vida como fuente derramada, sentimientos luciferinos cortando el aire todavía, llevando en los pinchos acerados de sus puños la caliente sangre del enemigo. Guadalajara, en su ondulado ir y venir de sierras, de alcarrias y campiñas, con su perenne gesto de dama en esperanza, atesora memoria de días, memoria de torres, de piedras y colores que se gobiernan en el callado recinto de la historia, a sí mismos.

El vano, empeño de los inventarios lo rompe las ruinas de Recópolis, aquella ciudad de  fasto y altísimas andanzas que a orillas del Tajo lento y amansado edificara Leovigildo. Cavernas de Ujados, leyendas de Anguita y Romanones, donde la Tizona del Cid lavara su encrespada cabellera. Alta presencia de Atienza, redorada, limpio recuerdo del asalto a Castejón de Henares “gañó a Castejón, y el oro y e la plata…” El de Vivar hacia Valencia, y su primo, Alvarfáñez inaugurando puertas, conquistando en cálida noche de San Juan la capital, defendiendo y olvidando la alta proclama de Zorita.

Es un pasadizo de vientos y aguas, un largo corredor por donde Alfonso VI, con otros Sanchos, otros Fernandos y otros barbados caballeros subirían la escalera de su gloria, o bajarían el pozo de sus desventuras. En todas las esquinas, en todos los portones naturales, las altas y pálidas siluetas de los castillos alcarreños: Galve de Sorbe, Riba de Santiuste, Palazuelos, Atienza, Sigüenza, Guijosa, Pelegrina, Beleña y Torresaviñán. Hoy con la media luna encima, mañana coronados de la cruz de Cristo. Ruido de metales, polvo de caminos, voces en árabe y romance, al aire el escarlata sucio de los mantos… Yusuf ben Texufin, el guerrero asceta lavado con la arena hirviente del desierto, lanzado contra Zorita, que ve caer la altísima teoría de sus torres. Doña Blanca de Molina, entrando a galope por las puertas de su rojizo alcázar; el arzobispo Alonso Carrillo, atacando día y noche la indomable postura de los navarros en Torija; las águilas, incluso, picoteando el alto cadáver, rojo y heroico como un dios griego del castillo de Villel de Mesa… Almenas, calabozos, rondas y barbacanas, son los protagonistas de la más dura Edad Media en Guadalajara. Allí no hay poesías, no hay pinturas ni hay amores. Ni siquiera primavera llega a su cumplida cita. En medio del vendaval, de la nevisca, del atardecer de hielo o de bochorno, el vigía grita, las nubes de polvo se agitan a lo lejos; la sangre, las blasfemias, los latidos todos de una historia sísmica ruedan por entre los castillos de Guadalajara, más allá de esas siluetas tenebrosas y galanas de la draque, de Arbeteta, de Embid, de Zafra, de Cifuentes, de Anguix…

Ha pasado, lento y sonriente, el fraile. Irá a cantar sus coplas en la plaza mayor de Cogolludo a la fuente soñolienta de Arbancón, a la avenida pedregosa de Retiendas. Juan Ruiz, don Arcipreste, esconde su tocino y sus dulces bajo el sotañón recio. Pero no su verso procaz y entusiasmado. Ese lo va soltando al aire pálido de la mañana serrana, “Señora, desitme vuestro talante, veremos los corazones”. Cruzará el puente de Muriel sobre el Sorbe. Se marchará con el polvo gris de MajaeIrayo o El Cardoso. Recostará su andar a la sombra de los olmos en Yunquera. «A vos, dueñas señoras, por vuestra cortesía, demándovos perdón»,

Don Arcipreste pintará con su recuerdo las gracias portaladas románicas del Salvador de Cifuentes, donde el ingenuo siglo XII pintó la guerra de pecados y virtudes, de santos y sirenas, de obispos y diablesas. Don Arcipreste le prestará también, aunque con algo de retraso, su alegre canto al saltimbanqui pétreo de Santa María del Val en Atienza. Será el románico la adelantada firma del poeta laico. El arte del Medievo alcarreño, la inspiración aldeana, estallan en victoria y se derraman en gris polifonía: en esa suntuosidad de la catedral de Sigüenza, en el macizo estar de Santa Clara en Molina, en esa coral mansedumbre de Monsalud en Córcoles, en esos cientos de dibujos, de ramajes, de volutas, canecillos y ábsides: Sauca, Pozancos, Millana, Carabias, Albendiego, Campisábalos, Beleña, Villacadima, Gargolillos, Hijes, Hontoba, La Rueda, Uceda… que no serán muestras de arte, sino de vida, de subterránea carreta que despuebla calendarios, y va poniendo cruces en los bordes de los caminos. Cuando pasen los amores, las guerras, los poemas y las procesiones litúrgicas. Cuándo todo lo que llamamos vida, historia, jeroglíficos sin cuento y sin posibles redención se pasen, vendrá el arte, este arte románico de Guadalajara a decirnos su irónico y pareo discursear repleto de experiencia y desengaños. Huele a tomillo y a cantueso, a rebaño que pasa, a siega blanca, a amanecer de invierno. Huele a eso, a… bueno, a eso.

Aún quedarán pequeños charcos limpios inalterables: lejanos monasterios o sus ruinas en medio de valles o en lo alto de sierras, donde nadie pensó que también el Medievo puso sus plantas de asceta: la melancólica presencia cisterciense de Bonaval, el ramalazo benedictino de Sopetrán, las preces y renuncias franciscanas de Cogolludo, la Salceda y Alcocer, o la enérgica divagación dominica de Cifuentes. Las cortadas alas blancas del Temple en Albares y el Alto Rey, los capuchinos de Jadraque, las calatravas de Pinilla, togas, sayales, nonas y completas: una oscura y silenciosa firma para ese milenio de santidad y atrocidades.

¿Qué más, en fin, que no haya cabido entre las cien paredes verdipardas de esta medieval provincia? Danzas rituales ante el Santísimo, botargas enmascaradas con sus cascabeles espantando a los demonios, festines mortuorios, curielas para la quebrazón de vientre y mal de ojo, peregrinos andaluces, pálidos judíos, ingrávidos pastores… arriba, en el pináculo, en la coronación de este retablo de lujos y miserias, la suave presencia recostada del Doncel de Sigüenza, de ese joven muerto por la faca infiel en la acequia gorda de Granada, que en un día de 1486 abre su libro, se viste de alabastro pálido y anuncia en su silencio seguntino el fin de una terrible, de una maravillosa, de una irrecuperable Edad Media.