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septiembre, 1972:

Antiguas torerías

 

Quisiera en primer lugar pedir disculpas a mi amigo y compañero Cardero Prieto por lo que, a primera vista, fuera, meterme en su terreno. Para hablar de toros, de corridas, de hazañosas faenas, ya está él aquí en estos días con su agudo sentido de la crítica taurina, presto para reflejar en estas páginas todo lo señalado y señalable de cuanto ocurra en nuestra Feria.

Yo sólo quisiera, aprovechando esta festiva coyuntura en qué estamos inmersos, decir desde este particular «sol y sombra» en que me encuentro, cuatro palabras sobre lo que la fiesta taurina ha sido, a lo largo de los siglos, en nuestra ciudad. Espero, amigo Cardero, que no me pille el toro.

La afición taurina en Guadalajara ha sido de siempre proverbial y nutrida. Se sabe con certeza que ya en 1446, a mediados del siglo XV, se lidiaban toros en la plaza de Santa María, tradicional  lugar de estos festejos. Y es particularmente durante el siglo XVI que se generaliza e instituye como obligado espectáculo de todo festejo ciudadano.

Los lugares clásicos, donde se daban las corridas eran, como ya he dicho, la plaza de Santa María, que no se correspondía con la actual, sino que estaba formada entre el templo del mismo nombre y el Palacio del Cardenal Mendoza, hoy, Colegio de Enseñanza Básica. El Concejo hacía a su costa un gran tablado para los regidores e invitados de calidad, adornándolo e incluso reservando una cantidad para refrescos y golosinas con que los ediles endulzaban sus emociones. Destinado al pueblo, se construía otro tablado, mucho más grande, en lo que hoy, es cuesta de San Miguel, abarrotándose siempre de gentío. En otras ocasiones, se celebraron los festejos taurinos en el corral Santo Domingo el Viejo, en, la Plaza del Concejo o del Ayuntamiento, entonces pequeña que la actual, y en la llamada Plaza de Palacio, delante justamente del Infantado.

El hecho de no contar, como todavía ocurre en los pueblos, con una plaza fija para estos menesteres, llevó consigo en muchas ocasiones que se produjeran bastantes sustos, e incluso desgracias de consideración. Aparte de las cogidas y revolcones, tan anejos al oficio, en varias ocasiones se escaparon los toros por la ciudad. El 4 de mayo de 1516, un gran morlaco rompió la barrera, se metió en el palacio del Cardenal Mendoza, en la Plaza, de Santa María, donde vivía su sobrino el arcediano don Bernardino, al que corneó y mató.

Dos maneras tenían los alcarreños de celebrar su fiesta taurina. La primera y más elegante, con “caballeros en plaza”, se hacía en ocasiones señaladas de visita regia, celebración de sucesos venturosos o cualquier otra efemérides política, nacional o local. Corrían los caballeros sobre hermosos corceles, burlando al toro continuamente y clavando en su morrillo “sucesivos rejones adornados con cintas de colores y otros perifollos hasta darle muerte”. Si esto no ocurría así, el caballero desmontaba y a pie mataba el toro con la espada, con la correspondiente ayuda de una cuadrilla en toda regla.

La otra forma de celebrar los alcarreños esta nacionalísima fiesta era la de la “capea”, donde cualquiera era bueno para burlar al toro y hacer ante él mil filigranas. La osadía del pueblo llegaba a clavarle arponcillos y darle muerte a cuchilladas. Desde el seguro de la barrera, los espectadores molestaban y herían al animal con palos provistos de algún clavo en la punta. Otras veces llegaban a herirle con puñales, espadas y garrocha. Estas bárbaras costumbres llegaron a prohibirse más tarde en el siglo XVII.

Tampoco fue ajeno el pueblo alcarreño a correr por las calles lo que llamaban “las vaquillas”, que no era otra cosa que la típica sanferminada, donde las carreras angustiosas y los sustos eran lo habitual y deseado. También durante muchos años se soltaron en las noches señaladas los “toros encohetados” de rancia tradición y perdurabilidad en ese “toro de fuego” de hoy en día.

Siglo tras siglo, Guadalajara ha ido enriqueciendo con su múltiple color la letanía de la tauromaquia española. Fiestas como aquellas de mayo de 1547, en las que para conmemorar la victoria de Mülhberg, el Concejo decidió soltar “algún novillo o vaca braba disfraçada con luminarias hechas y otras luzes para que se mueva en regocijo el pueblo”. En honor a San Agustín, el 4 de agosto de 1586 se corrieron cuatro toros, haciendo juegos de cañas con seis cuadrillas. Muchos otros festejos extraordinarios fueron jalonando el cotidiano discurrir del viejo Guadalajara. Al ceder la peste del verano de 1599, con ocasión del traslado de San Roque y San Sebastián a sus ermitas respectivas, se hizo también una corrida de toros. De beneficencia también se hicieron muchos: 1751, para la ermita de la Soledad, y en 1768 para el Hospital de la Misericordia son nada más que dos ejemplos.

Nada más que para que se vea el largo clamor de públicos y ovaciones que sobre los tejados de Guadalajara han ido derramando toros y toreros a lo largo del lento devenir de los días y los años. Para que quede constancia, en estos días de alegre vocerío y fiesta grande, de las antiguas torerías de nuestro pueblo

Nuestra heredada fiesta

 

Cuando hace diez años se cambiaron nuestras Ferias y Fiestas de Otoño, las que ahora empiezan a sonar en el aire, desde mediados de octubre a este más tibio fin de septiembre, se estaba alterando con ello una tradición añeja y largamente saboreada por la ciudad; una tradición de siete siglos nada menos.

Eran esas Ferias y Fiestas octobrinas uno de los más resistentes monumentos del ámbito ciudadano. Más antiguas que palacios y casonas, más viejas aún que alcázares y murallas; en el límite ya con lo que de historia pasa a ser leyenda.

Los papeles son, nada más y nada menos, que un privilegio rodado del rey de Castilla Alfonso X el Sabio, firmado en Córdoba el 4 de julio de 1260, y que todavía se conserva su pergamino en el Archivo Municipal de Guadalajara. Todo vestigio del pasado, en esta época de prisas y olvidanzas, se convierte para nosotros en una joya clara y precisa que nos gusta saborear, tocar, mirarla por todos lados, y al fin permitirle que nos haga, con su peso de soles y latidos, más humanos y más dables a la consecución de un destino en el mundo. En fin, y sin caer en más retórica hueca, abrirnos plenamente ante el aire vivificante de un pasado que nos trae experiencias y rompe la voz opaca de nuestro impersonal «progreso». Vamos con Alfonso X, a ver qué nos dice a los de Guadalajara.

«Sepan todos los ombres que esta carta vieren y oyeren Como nós don Alfonso por la gracia de dios Rey de Castiella…» y sigue luego la larga y pomposa retahíla de títulos y dignidades que a su castellana corona eran anejos. No sólo él, sino su mujer «la Reyna dona Yolant» y sus hijos «el Ynfante don Sancho e el Ynfante don Pedro» eran los que concedían el favor. Lo hacían «por saber que avemos de fazer bien e merced a todos los vesinos e moradores de la villa de Guadalhaiara, por muchos servicios que ficieren a nos e a nuestro linage». Los alcarreños, como una simiente más de la nación que se estaba dando a luz sobre las estepas de Castilla, veían reconocido el esfuerzo de su brazo.

Y Alfonso X concretaba el favor. «Dámosles e otorgámosles que fagan dos ferias en la villa sobredicha de Guadalfaiara por siempre iamás». Ese siempre jamás era el que los hombres suelen lanzar con raro énfasis definitorio, pero que luego el cincel de los relojes se encarga de pulir y domesticar. Ninguna de esas dos ferias queda ya, aunque ésta que nos disponemos a celebrar sea la más directa y fiel heredera de la segunda concedida.

La primera duraría once días, por la Cinquesma, en ese momento frágil y sincero en que brota primaveral la Naturaleza. La otra feria, se disponía «que sea por Sant Luchas e comience ocho días antes de Sant Luchas e dure ocho días después». Dos semanas de festejo diario, entre el 10 y el 25 de octubre. Lo fundamental y primario en ella era el comercio. El intercambio de los productos del campo por el artesanado y la primitiva industria. Campesinos con el cereal y la hortaliza; tratantes de mulas y ganados; boteros, alfareros y tejeros cristianos; cambistas israelitas y músicos moriscos; los húngaros y los gitanos, los primeros banqueros europeos, juglares y bufones, perahiles, trajineros… todo el abigarrado mundo de D. Arcipreste o de Berceo se da cita en la explanada frontera a la puerta de Alvarfáñez, llamada entonces «de la Feria», al otro lado del barranco de S. Antonio. A todo ese poblado cúmulo de voces y sonrisas, de maquinaciones y poesías, Alfonso X concede «que todos aquellos que vinieren a estas ferias quier de nuestro sennorío o de fuera de nuestro sennorío también xpianos como moros como Judíos que vengan salvos a seguros con todas sus cosas a comprar o vender». «E aun por fazerles mayor bien e mayor merced, quitámosles que non den portazgo en ningún logar de nuestros Reynos».

La fiesta era, por tanto, de real categoría y contundencia, convirtiéndose la ciudad de Guadalajara, en las puertas del otoño, en un ruidoso y policromado retablo de gentes, de lenguas y de anécdotas.

Cinco siglos fue San Lucas, en la mitad de octubre, aglutinador reclamo para esta popular cita de nuestra feria. Carlos III, en 1.766, cambió la fecha a un mes antes: del 14 al 28 de septiembre. Se conoce que el San Lucas llovedor es de antigua raigambre en esta tierra. Luego se volvió bastantes años a usar del Otoño como patronímico de nuestras grandes fiestas. Pero ha sido la climatología la que al fin ha dado su veredicto escueto y frío, pero en el fondo lógico, contra la múltiple alegación de la historia y los legajos.

Que se han quedado, amarillentos y dignísimos, dentro de unas vitrinas en nuestro Ayuntamiento. Fiel corazón que ahora, en estos días de canto y de sonrisa, nos manda su cumplido latir de sangre añeja.

«Et nos sobredicho Rey don Alfonso regnante en uno con la reyna dona Yolant mi mugier e con nuestro fijo el Infante don fferrando primero e el Infante don Sancho e el Infante don Pedro en Castiella e en Leon… otorgamos este privilegio e confirmamosló».

Guadalajara en fiestas

 

Patrimonio del hombre es la risa y el llanto; manifestación especial de la que carece cualquier otra especie animal. Su ala suprema bate el viento de la historia con el despliegue de esa doble, facultad, dimensionando su escueta huella, su corto paso en la arena.

Y de la alegría, surge el festejo, la algarabía rota donde se prenden particulares risas: en el vasto campo del folklore cabe, como en cualquier otro de la ciencia humana, la pacienzuda recogida de datos y el equilibrado matizar de teorías. Nosotros hemos sentido un particular apego por esta manifestación, de la cultura. Porque es en el folklore, ese que va más allá de los cantos y las danzas, ese que pasa a desmenuzar cada palabra, cada gesto Y Postura del ser humano, donde se encuentra un camino, otro más, para llegar a lo inalcanzablemente deseado el auténtico conocimiento de sí mismo.

Folklore nuestro, folklore pasado, éste que repasamos hoy tan brevemente: las antiguas fiestas de Guadalajara. Aporta una serie de interesantes datos al respecto don Miguel Mayoral, en el discurso que leyó el 17 de octubre de 1888 en el «Ateneo Caracense». Don Francisco Layna Serrano nos relata más por lo menudo en su «Historia de Guadalajara» otros festejos locales, y finalmente completa la relación de curiosos datos para esta antología el que fue en el siglo pasado cronista provincial y gran erudito de nuestra historia, don Juan Catalina García. De ellos tres me valgo; de sus escritos, desconocidos, por la mayoría de vosotros, acopio este panorama de antiguo bullicio y lozanía.

Ya en 1394, las Ordenanzas municipales determinaban que la víspera de San Miguel, a fines de septiembre, se pregonase por toda la ciudad el “llamamiento para Alarde”. Al día siguiente, y en la explanada del arrabal de Santa Catalina que ocupaba la margen izquierda de la actual calle del Amparo, se reunía una animada compaña de colores y vocerío: los caballeros e hidalgos de Guadalajara, poseedores de armas y caballo de guerra, con el doble objeto de ser censados para eximirles de tributo, y mostrarse al pueblo en toda su grandeza y esplendores hacían el Alarde e incluso algunos simulacros militares, con que el pueblo se divertía, Y al mismo tiempo quedaba mantenida esa línea sutil de las clases sociales. Durante dos siglos fue éste uno de los entretenimientos preferidos del pueblo arriacense.

Menos populares, pero muy vistosas y aplaudidas por todos, eran las demostraciones caballerescas. En 1419. Don Iñigo López de Mendoza, fué a la Corte con 20 caballeros de Guadalajara, a las justas reales. Un caballero alcarreño, don Diego Guzmán, venció limpiamente a un extranjero. Muy celebrado también fue el romántico hecho de la «guarda del paso del valle de Torija», llevado a cabo en 1545 entre los hermanos D. Alfonso y D. Juan de Mendoza, y Don Francisco Beltrán de la Peña. En punto a cortesanías, se llevan la palma las jornadas en que pasó por aquí el más grande preso de la historia, Francisco I de Francia, y la no menos sonada de las bodas de Felipe II con Isabel de Valois, en la que, entre otras cosas, y como colofón a unos juegos de cañas celebrados en la Plaza del Ayuntamiento, “entró el corregidor en la plaza, a pie y descubierto, acompañado de 18 regidores con toallas al hombro, cada uno con una bandeja de dulces y acompañado cada cual de 12 soldados con un plato. Esta comitiva de 200 personas, precedida de clarines y chirimías, sorprendió agradablemente a los reyes, que se asomaron al balcón del Ayuntamiento”. Creo que la brillantez del momento se comenta por si sola.

Si venía algún personaje famoso a la ciudad, era obligación ineludible del vecindario el colocar faroles y luminarias en ventanas y balcones, encendiéndose hogueras en las plazas públicas. El Ayuntamiento, por su parte, organizaba desfiles de músicos y de alquilados ministriles.

Aunque existían fiestas fijas de cumplida celebración, sobre todo religiosas, el Concejo era muy dado a declarar varios días o semanas de festejos extra con motivo de cualquier hecho venturoso para la nación o la real familia. De las primeras fiestas, la del Corpus se llevaba la palma. Limpieza a fondo de la ciudad, procesión solemnísima, corridas de toros, teatro y bailes, eran los platos fuertes de esas jornadas. Para Santa Mónica había costumbre de hacer también procesión, misas y abstinencia de carne el lunes anterior a la fiesta de la Ascensión. Se conmemoraba con ello el cese de una plaga de langosta que asoló la ciudad. Y muchas otras devociones tuvieron su rito y protocolo entre los antiguos arriacenses. San Sebastián San Roque, San Antonio…

Pero eran esas espontáneas y más profanas fiestas las que hoy, nos dan la clave del auténtico sentir y vivir de nuestros antepasados, Una de ellas eran las «mascaradas», en las que cuadrillas de personas, generalmente         formadas con los gremios de artesanos, y aún grupos aislados de amigos, se disfrazaban y enmascaraban el rostro para bajo el anonimato hacer las mayores fantasmadas y alborotar lo suyo. En 1578, D. Bernardino de Zúñiga y otros caballeros organizaron una mascarada por su cuenta, a la que se unió todo el pueblo, para celebrar el nacimiento del que llegaría a ser Felipe III. Y en 1675, la hicieron también todos los caballeros de Guadalajara, con el Duque del Infantado al frente, para celebrar el natalicio de la infanta doña María Antonia. En tales ocasiones, el Ayuntamiento colaboraba poniendo en los más céntricos lugares “fuentes de vino”.

De las carreras de antorchas no podíamos dejar de hablar aquí, pues fueron eminentemente populares en los pasados siglos. Hombres a pie «del estado llano» de la ciudad, corrían a toda velocidad por las calles para que el viento avivase la llama de la antorcha, que ardía inacabable en una estopa embreada. Para las noches de San Juan, cuando el furor mitológico y ancestral del hombre llega a su culminación, una gran plaza servía de núcleo donde encender la inmensa hoguera y pasar la noche en danza perpetua, combinándose hombres y mujeres en pequeños grupos bailantes y cambiantes. Sin embargo, la carrera de antorchas tenía otra faceta, más llamativa si cabe, cuando eran hidalgos de a caballo los que con ellas pintaban de luz la noche de Guadalajara.

Del desfile de la “encamisada” quedan pocas noticias, pero las suficientes para saber que se hacia en recuerdo de la conquista de la ciudad a los moros. Era por la noche; los guerreros, vestidos con sus holgadas vestiduras blancas de dormir puestas encima de la armadura, asaltan las murallas. Luego se recordaría el hecho desfilando los miembros de una cofradía con sábanas blancas y una gran capucha, al ruidillo amigo de la música de tamboril y flauta.

¡Cuántas otras cosas hicieron nuestros predecesores! Con toda seguridad, mucho más animados y bullangueros que nosotros. Entroncando con nuestros días, y como vestigios de sus haceres, aún nos quedan los “cohetes, las ruedas, los castilletes y otras raras inversiones” de que tanto gustaban; ¿y qué decir de esos «gigantes y cabezudos» que de siempre figuraron en procesiones religiosas y en les solemnes pregones? Con su hierática firmeza los unos y su espantable vejiga los otros, aún continúan sembrando el pánico y el regocijo por nuestras calles. Desapareció la «tarasca» y los «diablos», sus más profanos ascendientes, pero nos quedó el color y el popularismo de los primeros.

Así han pasado, en breve amalgama de evocaciones, trucos y sistemas que el alcarreño antiguo utilizó para llenar los días de pereza y enmarcar con música y  colores sus horas de bien ganado regocijo.

La Edad Media en Guadalajara

 

En estas tierras duras y de al­borotada luz solo hay una voz y, una mirada cuajadas en todas las esquinas: la voz y la mirada del Medievo, la silenciosa oquedad de visigodos y ramiros, el sudoroso galopar de alfonsos y rodrigos, la suave y orgullosa mirada, de iñigos y pedros. Cuajaron pardo de una vida como fuente derramada, sentimientos luciferinos cortando el aire todavía, llevando en los pinchos acerados de sus puños la caliente sangre del enemigo. Guadalajara, en su ondulado ir y venir de sierras, de alcarrias y campiñas, con su perenne gesto de dama en esperanza, atesora memoria de días, memoria de torres, de piedras y colores que se gobiernan en el callado recinto de la historia, a sí mismos.

El vano, empeño de los inventarios lo rompe las ruinas de Recópolis, aquella ciudad de  fasto y altísimas andanzas que a orillas del Tajo lento y amansado edificara Leovigildo. Cavernas de Ujados, leyendas de Anguita y Romanones, donde la Tizona del Cid lavara su encrespada cabellera. Alta presencia de Atienza, redorada, limpio recuerdo del asalto a Castejón de Henares “gañó a Castejón, y el oro y e la plata…” El de Vivar hacia Valencia, y su primo, Alvarfáñez inaugurando puertas, conquistando en cálida noche de San Juan la capital, defendiendo y olvidando la alta proclama de Zorita.

Es un pasadizo de vientos y aguas, un largo corredor por donde Alfonso VI, con otros Sanchos, otros Fernandos y otros barbados caballeros subirían la escalera de su gloria, o bajarían el pozo de sus desventuras. En todas las esquinas, en todos los portones naturales, las altas y pálidas siluetas de los castillos alcarreños: Galve de Sorbe, Riba de Santiuste, Palazuelos, Atienza, Sigüenza, Guijosa, Pelegrina, Beleña y Torresaviñán. Hoy con la media luna encima, mañana coronados de la cruz de Cristo. Ruido de metales, polvo de caminos, voces en árabe y romance, al aire el escarlata sucio de los mantos… Yusuf ben Texufin, el guerrero asceta lavado con la arena hirviente del desierto, lanzado contra Zorita, que ve caer la altísima teoría de sus torres. Doña Blanca de Molina, entrando a galope por las puertas de su rojizo alcázar; el arzobispo Alonso Carrillo, atacando día y noche la indomable postura de los navarros en Torija; las águilas, incluso, picoteando el alto cadáver, rojo y heroico como un dios griego del castillo de Villel de Mesa… Almenas, calabozos, rondas y barbacanas, son los protagonistas de la más dura Edad Media en Guadalajara. Allí no hay poesías, no hay pinturas ni hay amores. Ni siquiera primavera llega a su cumplida cita. En medio del vendaval, de la nevisca, del atardecer de hielo o de bochorno, el vigía grita, las nubes de polvo se agitan a lo lejos; la sangre, las blasfemias, los latidos todos de una historia sísmica ruedan por entre los castillos de Guadalajara, más allá de esas siluetas tenebrosas y galanas de la draque, de Arbeteta, de Embid, de Zafra, de Cifuentes, de Anguix…

Ha pasado, lento y sonriente, el fraile. Irá a cantar sus coplas en la plaza mayor de Cogolludo a la fuente soñolienta de Arbancón, a la avenida pedregosa de Retiendas. Juan Ruiz, don Arcipreste, esconde su tocino y sus dulces bajo el sotañón recio. Pero no su verso procaz y entusiasmado. Ese lo va soltando al aire pálido de la mañana serrana, “Señora, desitme vuestro talante, veremos los corazones”. Cruzará el puente de Muriel sobre el Sorbe. Se marchará con el polvo gris de MajaeIrayo o El Cardoso. Recostará su andar a la sombra de los olmos en Yunquera. «A vos, dueñas señoras, por vuestra cortesía, demándovos perdón»,

Don Arcipreste pintará con su recuerdo las gracias portaladas románicas del Salvador de Cifuentes, donde el ingenuo siglo XII pintó la guerra de pecados y virtudes, de santos y sirenas, de obispos y diablesas. Don Arcipreste le prestará también, aunque con algo de retraso, su alegre canto al saltimbanqui pétreo de Santa María del Val en Atienza. Será el románico la adelantada firma del poeta laico. El arte del Medievo alcarreño, la inspiración aldeana, estallan en victoria y se derraman en gris polifonía: en esa suntuosidad de la catedral de Sigüenza, en el macizo estar de Santa Clara en Molina, en esa coral mansedumbre de Monsalud en Córcoles, en esos cientos de dibujos, de ramajes, de volutas, canecillos y ábsides: Sauca, Pozancos, Millana, Carabias, Albendiego, Campisábalos, Beleña, Villacadima, Gargolillos, Hijes, Hontoba, La Rueda, Uceda… que no serán muestras de arte, sino de vida, de subterránea carreta que despuebla calendarios, y va poniendo cruces en los bordes de los caminos. Cuando pasen los amores, las guerras, los poemas y las procesiones litúrgicas. Cuándo todo lo que llamamos vida, historia, jeroglíficos sin cuento y sin posibles redención se pasen, vendrá el arte, este arte románico de Guadalajara a decirnos su irónico y pareo discursear repleto de experiencia y desengaños. Huele a tomillo y a cantueso, a rebaño que pasa, a siega blanca, a amanecer de invierno. Huele a eso, a… bueno, a eso.

Aún quedarán pequeños charcos limpios inalterables: lejanos monasterios o sus ruinas en medio de valles o en lo alto de sierras, donde nadie pensó que también el Medievo puso sus plantas de asceta: la melancólica presencia cisterciense de Bonaval, el ramalazo benedictino de Sopetrán, las preces y renuncias franciscanas de Cogolludo, la Salceda y Alcocer, o la enérgica divagación dominica de Cifuentes. Las cortadas alas blancas del Temple en Albares y el Alto Rey, los capuchinos de Jadraque, las calatravas de Pinilla, togas, sayales, nonas y completas: una oscura y silenciosa firma para ese milenio de santidad y atrocidades.

¿Qué más, en fin, que no haya cabido entre las cien paredes verdipardas de esta medieval provincia? Danzas rituales ante el Santísimo, botargas enmascaradas con sus cascabeles espantando a los demonios, festines mortuorios, curielas para la quebrazón de vientre y mal de ojo, peregrinos andaluces, pálidos judíos, ingrávidos pastores… arriba, en el pináculo, en la coronación de este retablo de lujos y miserias, la suave presencia recostada del Doncel de Sigüenza, de ese joven muerto por la faca infiel en la acequia gorda de Granada, que en un día de 1486 abre su libro, se viste de alabastro pálido y anuncia en su silencio seguntino el fin de una terrible, de una maravillosa, de una irrecuperable Edad Media.