Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

julio, 1972:

Biografía de Antonio Buero Vallejo

Antonio Buero Vallejo, un autorretrato

Antonio Buero Vallejo nació en Guadalajara. Cuando fue mayor de edad, escribió obras literarias con destino a ser representadas en los teatros. Poco más de esto hizo Antonio Buero Vallejo en toda su vida. Sin embargo, su biografía es inmensa y se reparte por igual entre las obras escritas y las entrevistas concedidas. Su vida fueran sus ideas.

Buero nació para pensar. Le hicieron muchas fotografías, y salió en todas ellas muy poco favorecido, con pose de angustiado. Sobre, él ha existido una idea equivocada, nacida de sus apariencias. Se habla de él como dramaturgo. Y fue eso. Buero fue un pensador, exclusivamente. Un ensayista en imágenes. Y un luchador también. Pero un luchador frustrado. Que se quedó en unas agresiones mentales con poca repercusión y algunas más orales que le fueron prontamente perdonadas.

De este mosaico anímico podemos sacar un ligero esbozo de la biografía de Antonio Buero Vallejo. El dijo que, después de vivir cierto tiempo en su ciudad natal y hacer algu­nos dibujillos (entra ellos, quizá el mejor, un severísimo retrato al óleo de su madre), pasó cierto tiempo en la cárcel junto a Miguel Hernández. Luego, cuando ya llevaba bastantes cosas pensadas, empezó a escribir. El dijo que nunca le dio por los versos, pero es casi seguro que los escribiera. Le dio por pensar en la muerte: en la del cuerpo primero, y luego en las otras En la muerte de las ilusiones, en la muerte de las esperanzas, en la muerte de eso que los hambres llamamos sociedad. Se puso triste. Y dijo esperar. Y. pensó tristemente «en las más graves pero esperanzadas interrogaciones» Además de eso fumó sus dos paquetes de  cigarrillos cada día, se, vistió unas veces con bigote, otras con perilla y casi siempre sin corbata y con ceño. Datos todos ellos muy singularizantes de una enmascarada neurosis.

Antonio Buero Vallejo ocupó un sillón de la Academia de la Lengua, y lo hizo porque los otros académicos pensaron en él como escritor y literato. No lo fue: más bien, un ideólogo, un elucubrador, un teorizante. Seguro estoy qué sus ratos de plenitud mental los pasaba entre diez y once de la mañana, después de despertar y antes de levantarse, en la cama. Allí estaba su obra. Buero se expresó en teatro porque es un medio efectivo de llegar al público. Pero a él, seguro estoy, le hubiera gustado muchísimo hablar por televisión, escribir en la tercera página de algún diario. Despacharse a gusto, como hizo casi siempre en las entrevistas. Sus obras de teatro fueron, para entendernos, los resúmenes de sus declaraciones a los periodistas.

Buero dramaturgo apuntó novedades y  audacias de técnica, más bien como medio de presentar “a la moderna» sus ideas, que como fin expresivo de su teatro. Utilizó los tres escenarios intermitentes, el sistema del apagón total, la agridulce magia de la diapositiva y el cine incrustados en el teatro y alguna que otra cosilla que no pasaron de ser balbuceos técnico-europeos. Para hacer la biografía, la historia, el peregrinaje vital de Antonio Buero Vallejo, es imprescindible ir al tema de sus obras. Porque ahí está en toda su grandeza de hombre, de pensador, de inmortal figura.

En “Historia de una escalera” su primer estreno, en 1949, presenta Buero la epopeya de nuestra sociedad. El enclaustramiento a prisión de las clases sociales. El parque zoológico que formamos. Y sale a relucir el fatalismo y la libertad, como dos caballeros justadores. «Hoy es fatal que los hijos paguen las culpas de los padres; es fatal que la violación del orden moral acarree dolor». Buero se pliega ante la realidad. Y en ese torneo dramático el caballero libertad acaba por los suelos, mientras en la punta de la lanza del fatalismo brilla, roja y sonriente, la sangre.

«En la ardiente oscuridad» continúa su interrogación de posturas sociales. Aparece el tema preferido de Buero: la ceguera. Pero la que no necesita de bastones, esa que abunda tanto y preocupa tan poco. La ceguera moral, masificada, feliz. La resignada por desconocida. Y surge, cómo no, él hombre que, aun siendo ciego, quiere elevar de condición a sus compañeros. Pero eso es inadmisible. Es muy cómodo ser ciego. Y el inconformista, el reformador, el profeta, es asesinado. ¿Escribió aquí Antonio Buero su autobiografía?

Exalta luego la fe en «La señal que se espera». No se resigna a que Ilusiones y esperanzas caigan por los suelos: tienen que ser faro y guía de los hombres. «El último y mayor efecto moral de la tragedia es un acto de fe». Sigue ese tema en «La tejedora de sueños» y en «Casi un cuento de hadas donde el amor se convierte en protagonista de resurgires y despertares. Pero es en “Irene o el tesoro» donde Buero se columpia, con una sonrisa neurótica innegable, en el coloreado mundo de lo ideal, de lo onírico, de lo maravilloso. Son sus duendes que se han desmandado, y han salido a escena. Creyó por un momento que aquello era la realidad, pero su caída va a ser dolorosa. Escribe luego «Madrugada», donde reordena el códice de la purificación moral, y «Las cartas boca abajo» para seguir investigando, ahora con más amargura, sobre la verdad y levantando la losa de las apariencias.

En “Hoy es fiesta» repite Buero su ritual de la esperanza. Sus personajes dejan la escalera y suben a la terraza. Y allí empiezan otra vez a luchar el fatalismo y la libertad. A Buero le gusta ese espectáculo, y él  mismo se lo paga. Acaba, lógicamente, manchado de sangre. Extrañado, más que triste. Casi escéptico.

Luego nos deja Buero su ciclo histórico. «Un soñador para un pueblo», «Las Meninas», «El Concierto de San Ovidio» y «El sueño de la razón». Con, una gran carga de moralización socializante, apoyado en hechos sucedidos del pasado, se entretiene en el viejo juego de enfrentar a buenos y malos. ¿Es que todavía existen buenos y malos? ¿Es que lo cree así Buero?

Tuerce luego su trayectoria y escribe “El Tragaluz», donde elucubra sobre la lucha por la vida sobre los limpios y los sucios de corazón, sobre los hombres de jersey y de chaqueta, sobre los que suben al tren y los que quedan atrás, en el andén.

Y Buero sigue escribiendo. Entre otros muchachos y señores que también se titulaban dramaturgos. Entre Sastre, el guerrillero, el siempre descalabrado y ensangrentado, que siempre le ganó en garra y coraje, y Casona, dulcemente tibio y a veces desconsolado, Entre Max Aub esquizoide, tartamudo y con su metralleta cargada bajo el brazo; y el liberal de don José María Pemán, pintor de santos, de saraos y de atletas. Entre, el chistoso de Jardiel Poncela y el negramente humorístico de Milhura. Entre el victorioso emigrado Arrabal, rey de los absurdos y las agresiones, y el gordezuelo y taquillero Paso, campeón de todas las estupideces. Entre Luca de Tena, Calvo Sotelo, López Rubio, Salom, Armiñán, Ruiz Iriarte, Alonso Millán… duramente caviloso entre todos. «No me gusta dar soluciones». ¿Pero, señor Buero, acaso las tuvo usted?

No hizo otra cosa que pensar, preguntar, exponer dudas, sufrir, fumar, estremecerse, soñar…

Antonio Buero Vallejo murió en Madrid dentro de unos años.

Un milagro espantable

 

El monasterio cisterciense de Monsalud, hoy en más que mediana ruina, W durante varios siglos un centro de piedad y taumaturgia que anduvo de boca en boca por toda España y aun otros países europeos, y que llegó a crearse cierto renombre de meta peregrina y alta cúspide de encantamiento. Junto al pueblo de Córcoles, en el camino de Sacedón a Alcocer, casi en las orillas del pantano de Buendía, rodó toda su fabulosa historia, su quimérica fundación por sufrida princesa merovingia, su auge medieval e inflamado, su postrera deserción de lo vivido, en el siglo pasado. Sus ruinas severas, melancólicas, fundadamente mistéricas, nos llevan a buscar en cualquier perdido arcón su historia. La historia de Monsalud, que no está en ninguna parte, sino en la retina congelada de pájaros y vientos y creyentes que le dieron la vuelta un día para apresarlo como suyo. La historia de, Monsalud, que no es la que cuenta, con un aire displicentemente misterioso el paisano que vigila sus ruinas los días de fiesta, ni tampoco la de ese libro viejo y casi apolillado, nutrido de leyendas, que escribió el Padre Cartes. La historia del Monasterio de Monsalud anda por ahí, huérfana y esquiva, queriéndose encarnar en cualquier conglomerado virgen de salones y claustros nuevos.

El libro del Padre Cartes, editado, en Alcalá en 1721, aun con traer mucha fantasía pegada al cuerpo, tiene documentos y noticias de gran valor para conocer la historia del famoso cenobio alcarreño. Y tiene, sobre todo, y es lo que más me ha impresionado, unos capítulos finales dedicados a narrar por lo menudo algunos de los milagros de más aplaudida fama que la venerada Virgen de Monsalud realizó allí, sobre el altar rodeado de doradas piedras, con su cándida mirada de virgen encontrada, con su divino aceite y sus panes milagrosos. Todos los milagros que cita el padre Cartes son dignos de amplio comentario. Pero hoy traigo aquí uno que no tiene, como se dice vulgarmente, desperdicio. Vamos a ponerle, incluso, título aparte. Yo creo que se lo merece.

 HISTORIA MUY VERDADERA DE LA HONESTA DONCELLA DE BUENDIA Y DEL INDISCRETO JOVEN QUE LA REQUERIA

 Corrían los últimos años del siglo XV. En el alcarreño pueblo de Buendía, a orillas del Guadiela, vivía una honesta doncella con su madre viuda. Fuera por la buena dote supuesta, fuera por los encantos naturales de la jovencita, lo cierto es que varios mozos del pueblo andaban detrás de ella, cada cual con sus particulares intenciones. Pero ella, dice el libro, «puso en casa un Oratorio, donde con lágrimas y suspiros pasaba las noches, grangeando con mortificaciones victorias del apetito; y agrados de la Virgen con humildes súplicas». Los datos tampoco son como para entrar en disquisiciones psicológicas acerca del problema de la joven. Más bien parece un mal hispano éste de la gazmoñería pseudo‑religiosa de las adolescentes, y de la que de unos años a esta parte ha quedado ya sólo el folclórico, recuerdo. Pero el del siglo XV era un ambiente muy distinto al que tenemos ahora, y las oraciones, mortificaciones y ayunos eran sólo tapaderas con que cerrar las hondas vasijas de los complejos sexuales.

«El Enemigo movió el ánimo de cierto mozo, galán, discreto, poderoso y no menos lascivo, que pasó a galantearla inadvertido y pretenderla amoroso». Taimada elucubración me parece la del Padre Cartes, cuando a lo que así, a primera vista, parece un amor platónico y bastante dentro de los cánones, le asigna el escalofriante patrocinio del Enemigo. El joven pasó largo tiempo detrás de la chica. Pero ella, imperturbable (tal vez no tanto, pero no hay otro remedio que ponerlo así) le rechazaba una y otra vez. Hasta que el pretendiente, sin saber ya a qué medios humanos recurrir «se valió, ‑dice el cronista‑, de hechizeras, que con sus artes diabólicos executarón diligencias, en vestidos, cintas, pelo y joyas de la doncella pretendida». Realmente queda muy estéticamente colocado este flash brujeril en la historia que nos ocupa. Son las fuerzas del mal, los demoníacos espíritus, los que están poniendo todo su empeño en vencer esta batalla. Continuarán ahora su tarea. Pero será al final el celestial ejército, el que, de una manera definitiva, tercia en el duelo y decida la contienda.

El día de Todos los Santos, comulgó la moza, y una parienta las invitó, a ella y a su madre, a ir a su casa a merendar y divertirse. La niña se excusó, alegando sus múltiples obligaciones religiosas. Y la madre, comprendiéndolo, se marchó, dejándola sola en la casa con una criada, que previamente sobornada por el mozo, le dejó pasar dentro. “Entró, al Oratorio el joven indiscreto”.Suena ahora como un poderoso gong en todo el ámbito. Parece inminente y fatal la victoria del Malo. “Se le acercó el mozo, hablóla con notable osadía, interponiendo palabra de casamiento”.Sin embargo, para la niña aquello era superior a sus fuerzas. Su turbación estaba a punto de hacerla caer desmayada. Entonces invocó a la Virgen, “Dixo: Santa María, Señora de Monsalud, valedme. A esta invocación desapareció por los ayres el mal aconsejado mozo, y recobrándose del susto la honesta doncella, salió a buscar a la criada, a quien halló dormida”. Registraron toda la casa, pero a nadie hallaron. Ya pensaban serían «ilusiones del Demonio». La niña, sin salir de su asombro ante emociones tan fuertes, pasó la noche pensando qué le habría ocurrido «al incauto joven, a quien vio volar por los ayres».

Pero todo el misterio de tan extraña partida quedó aclarado a la mañana siguiente, cuando se presentó el mozo en casa de la chica, y les explicó que, sin saber cómodo, fue arrebatado a los aires por una fuerza misteriosa, tirado en medio del barro de la calle y con la cara marcada como con fuego. Aquello era como para poner la carne de gallina a cualquiera. Pero no acaba ahí la odisea del joven. Dijo luego que “al caer al suelo, una Señora de mucha Magestad, como la Virgen de Monsalud, le avia dado en las espaldas dos golpes con el pie, hiriéndole en ellas». Miradas las cosas con objetividad, no parece tampoco excesivo que la Virgen de Monsalud decidiera sus batallas a patadas, pues hay que comprender que el Diablo es hueso duro de roer, y necesario emplearse a fondo para vencerle. El joven, en tamaña aventura metido, pidió perdón a voces, y aun luego­ aseguró que hubiera perdido la vida de no haber prometido, en el crítico momento de recibir las patadas en la espalda, hacerse Religioso Descalzo de San Francisco. Así lo hizo, “y vivió después muchos años con rara virtud». La nena, por su parte, también se entró en un Convento. ¡Sano ejemplo para tanto joven disoluto!

Y en fin, y ahora hablando un poco más en serio, ¿no os parece ya bastante mayorcito el año 1721, para que en él ande hablando nada menos que todo un alto cargo de la religión del Cister, como lo era el Padre Cartes, de emocionantes batallitas entre las afiladas puntas del tenedor del Diablo y los suaves piececitos de la Virgen? ¿No es ésta una prueba más, relevante y triste, del trasfondo mitológico que impregnó a la religión católica durante siglos? Hoy, afortunadamente, se ven estas cosas como un apunte folclórico. No cabe otra postura.

Eraso, un alcarreño en la Corte

 

Sólo unas breves palabras para acompañar la imagen y completar el recuerdo y la presencia de una de las más notables obras de arte que posee nuestra provincia. Se trata de las estatuas orantes, acompañadas de San Francisco, que cubrían el enterramiento de don Francisco de Eraso y doña Mariana de Peralta, su esposa, y que hasta hace pocos años estuvieron en la humilde iglesia del lugar de Mohernando, de donde pasaron a Sigüenza, al Museo de Arte Antiguo, donde hoy lucen su blanca presencia de mármol y fijas miradas ante los cada vez más numerosos visitantes de nuestro mejor archivo artístico.

Era hijo este señor de don Hernando de Eraso y de doña María de Hermoso y Guevara, de los que consta que casaron hacia el año 1500. Don Francisco de Eraso, el hoy inmortalizado en la blanca materia, no trajo a este mundo linajudo cargamento, y si llegó a ser “alguien” en España, se lo debió a sí mismo, a su trabajo y a sus dotes de relaciones públicas. Claro es que el papa puso algo de dinero, materia vil que en ciertas ocasiones sirve de amable trampolín para las grandes empresas. Ostentó variados títulos, entre ellos las señorías de Mohernando, Humanes y el Cañal; fue comendador de Moratalaz en la Orden de Calatrava y aún a consejero de Estado del Emperador Carlos I y de su hijo Felipe II más tarde. No paró aquí su carrera, pues este mismo rey, el perennemente enlutado Felipe, le nombró, en una Real Cédula expedida en Bruselas el 13 de abril de 1556, secretario perpetuo de su Consejo y de su Real Hacienda, lo cual suponía ya un cargo de muchísima confianza y estima. También le dio el cargo, de refrendador de sus reales cartas y privilegios, lo que le haría, con toda seguridad, fácil blanco de intrigas y codicias. Un puesto, como se ve, importantísimo en la Corte, ya madrileña, de Felipe II, por lo que me extraña mucho que don Ramón Menéndez Pidal, en su Historia de España, sólo le nombre un par de veces. Para resaltar aún más la confianza que el emperador Carlos tenía en don Francisco de Eraso, puedo decir que fué éste el que, como notario mayor, autorizó las renuncias que hizo el Emperador en favor de su hijo Felipe, de los Estados de Flandes, de los reinos de Castilla e Indias, de los maestrazgos de las Ordenes Militares, y aún advertía, el César a don Felipe «que estimase tanto como el haberle dado esos reinos el dejarle a Francisco de Eraso para su consejero». La verdad es que no intervino en ningún hecho notable de la historia española, pero sin embargo asistió a todos los grandes acontecimientos, de su época, en calidad de veedor, de consejero, de secretario, de refrendador y cosas por el estilo, que suelen ser las que menos riesgo tienen y desde las que se domina todo. Se murió como está mandado, y fue en 1570. Hace poco más de cuatrocientos años.

En la basa de su enterramiento y el de su mujer pusieron en un mal latín lo que quisieron fuera biografía y elogio cumplido del personaje. Se hizo años después de muerto, a instancias de su sobrevivida viuda. Dice traducida la leyenda: «Mariana de Peralta, esposa de Francisco de Eraso, erigió este monumento en honor de su marido. Fue este varón esclarecido; sus obras, su fidelidad, su consejo y su diligencia, prestaron señalados servicios a su patria en momentos graves bajo los reinados de Carlos V, emperador augusto, piadoso, feliz e invicto, y de su hijo Felipe, el rey más católico de España. Fue comendador de Moratalaz y disfrutó de todas las preeminencias de honor y dignidad. Vivió sesenta y tres años y murió el 27 de septiembre del año del Señor de 1570.»

Dicen las malas lenguas que don Francisco Eraso se llevaba bastante mal con su señora. La verdad es que no hay ningún fundamento para confirmarlo, pero para negarlo tampoco. Supongo que el mal llevar de algunos matrimonios no será cosa inventada en nuestro siglo. El caso es que ese mirar para distintos sitios de uno, y otra, y la angustiada expresión de San Francisco, como apurado y componedor de malas avenencias, no puede indicarnos nada en concreto sino que al es­cultor, le dio por hacerlo así.

Por cierto que sobre el autor de esta apreciable obra artística han oscilado también las opiniones más encontradas, sin que hasta el momento se haya llegado a conocer su auténtica paternidad. Orueta hace un detenido estudio de la estatua en su libro dedicado a la escultura funeraria en España. Unos dicen que su autor fue el gran Pompeyo Leoni, el italiano que talló en los más nobles metales las regias estatuas orantes del Emperador Carlos y de su hijo Felipe para la iglesia del Escorial. Realmente, si así fuera, Leoni no se había lucido en esta ocasión, aun con ser una buena talla la de Eraso y sus acompañantes, no llega ni con mucho a la calidad de las obras escurialenses. Orueta es de esta opinión. El cree que sólo es posible atribuírsela a Monegro, otro escultor del siglo XVI que trabajó también en El Escorial para Felipe II, y del que en el grupo escultórico de Sigüenza resaltan sus más señaladas características de frialdad y ligero amaneramiento. Aún con todo, el autor, fuese quien fuese, consiguió una obra de calidad que, cosa rara entre nosotros, ha podido llegar a nuestros días sana y salva (Excepto algunos ligeros desperfectos, como el desnarigamiento de doña Mariana, cosa fácilmente disimulable gracias a la cirugía estético-estatuaria, de nuestros días).

Una figura más de la constelación de alcarreños ilustres que se quedó ya para siempre prendido, con su alfiler y su toque de alcanfor, en nuestro museo de recuerdos y evocaciones.