Ideas y proyectos para nuestro turismo

sábado, 3 junio 1972 1 Por Herrera Casado

Edificio popular en Hontoba

Hontoba se guarda del viento norte con una manta de montes y su hoguerilla de soles. Tiene su temblor de estrellas por la noche y sus carros viejos abandonados, como enrevesados huesos de aceituna a la buena de Dios entre los prados y tras las tapias. Clásicamente olvidado de todos, horadado por todas las carcomas de nuestra real civilización, opíparamente digerido por el siglo. Hontoba, los de la fuente buena y honda, es un feriante que dice sus mil fortunas y sus incongruencias verdirrosas al aire lánguido de la amanecida. Como un pastel, como un tiovivo de mil colores, éstas son las relaciones que los viejos siglos escribieron en el supracelestial techo inconcluso de Hontoba.

«Es su sitio en un hondo en una vega angosta, la entrada y salida hacia Oriente. El poniente es llano. Lo demás del término son cuestas ásperas y no montuosas, pero que no, pueden labrar por ser la mayor parte de ellas blancares y peñascos de yeso; que es tierra fría, y algo templada en las enfermedades». Esto decía, a modo de tarjeta postal, Mateo Sánchez de Hueva y Pedro Bueno, «personas hábiles y de más ciencia y experiencia y verdad de esta dicha Villa». Allá por diciembre de 1575 nada menos, en la relación que el pueblo envió a Felipe II, recontándose a sí misino, poniéndose todos ellos muy seriecitos, con los alcaldes ordinarios, diputados y un tal Francisco Ambite, procurador del Consejo, al frente de ello, reunidos que fueron «a campana tañida como lo han de uso y costumbre» en ese pueblo.

La historia se crece entre las calles como el agua en una olla, sin escapatoria posible. Es Villa porque tiene privilegio de Villazgo, que está en el Archivo del Concejo. Se lo concedió el Rey Fernando y la Reina Ysabel. Era un documento fechado en Alcalá de Henares el 30 de marzo de 1498. Luego dicen ese par de señores que el pueblo tiene las armas de la Orden de Calatrava, y «así están pasadas en la Audiencia de esta Villa».

Las capas y los colores, y la sangre y el polvo de los zapatos, los hemos liado y tirado al fuego. Ha brotado un olor a muerte de hidalgo y a frito de calderería. Un olor pardusco con color vinagre. Una parte ínfima del devenir del mundo, petrificada en el hondo mar seco de este vallejo; dulcificada en la suave luz de un atardecer de Hontoba. Que ya va para vieja, eso no hay quien lo discuta, pero que tiene aún que decir este su último romancillo de disparatados historiones.

Al Emperador pagaron un buen día mil y cien ducados para que no la desmembrara de la Corona Real, ni del partido de Zorita, ni de la Orden de Calatrava. Que tenían algunas dehesas y, encinas pequeñas de monte. Pocas liebres, pocos conejos, pocas perdices. Un molino harinero propiedad del Concejo. Y unas cuantas casas, más o menos las mismas de ahora, hechas de tierra y yeso «que hay arto en esta Villa». Madera de salces y de olmos, y poco de pino. Mucha piedra, siempre igual, y mucha nube cuando no se necesita, y 170 vecinos que en cuarenta años se habían duplicado, todos labradores y jornaleros y pobres. Sólo dos hidalgos había, con sus ejecutorias, viviendo de sus haciendas. Y mulas y aun carros, cuadras, corralones, huertecillos y una casa armera, «que fué del mayorazgo que había, del alférez Alonso de la Parra, que había nacido en Pastrana, y que tenía por escudo un brazo sosteniendo una bandera; y estos dos nos cuentan su historia casi milagrosa, de cuando este hombre valeroso, en plena batalla de Garellano pasaba una bandera y en un puente le arrancó la guerra un brazo, y él cogió con el otro la enseña y pasó el puente, colaborando así a la victoria del Gran Capitán.

Y llega la parroquia, la iglesia de San Pedro, que es románica, y que por sí sola protagoniza hileras filas y bosques de historias, que nos servirá de tema para otro día: y luego viene la ermita de la Virgen de los Llanos, y la viejecilla esa sin dientes que va y dice, muy seria ella:

Es la Virgen de los Llanos

la patrona de mi pueblo.

Se apareció a un pastorcillo

en lo alto de aquel cerro.

En lo alto, sí, desde donde se divisa la nieve, las carrascas y los halcones, está la ermita de la Virgen de los Llanos, que es antigua «que no hay memoria de su principio», que «ansí de la casa como en la antigüedad de los milagros della (no hay memoria en los presentes». Allí arriba tenían tierra, olivos y viñas en cantidad de un ciento y un poco más o menos, y unas eras y un molino de los de aceite, y un cenobio reducido y como de veraneo, los jerónimos de Tendilla, que allí se retiraban a pensar y a defatigar el rostro y los corazones. Se perdió el «Catálogo, de los milagros de Nuestra Señora de los Llanos de Hontova», de Baltasar Porreño, y anda por ahí muy escondida la «Historia de la invención de la santa y milagrosa imagen de Nuestra Señora de los Llanos y de sus milagros,», pero aún queda en la popular boca desdentada de las más ancianas cabezas de la localidad la leyenda sencilla, resonante como un trueno entre los montes, y dulce como un chorretón de ambarina miel, de la aparición de su Virgen, blanca y diminuta como el arroz o el alma de las palomas, poderosa como el acero y santa, santa, santa como la nube algodonosa que empuja a las piedras contra el suelo. Estaba dice esa boca, esas bocas lentas y sabias un pastor chiquito en lo alto del monte, y se le apareció la Virgen diciéndole que levantara un templo en su honor, y el chico bajó a decirlo a las autoridades del pueblo, que, como andaba siempre por los montes, le tomaron por «peldaño» y se rieron de él, y él subió y bajó de nuevo, y al fin creyeron los incrédulos y se levantó la iglesia en donde no la había. Así, sencillamente, toda una teoría a través de los siglos. Milagros, rogativas, de esas que «y dicen los Anales de la Historia, que un año de muy grande sequía, vinieron en procesión desde Pastrana los hombres y las mujeres y los niños…»

Se sube a merendar al alto, se queman los tocones y las grandes leñas la noche de San Blas, y en mayo se cantan las canciones del amor pagano y rural. Se dicen historias anónimas, se rezan rosarios, se piensa en porvenires, se transita el mundo por un valle perdido, se olvida lo que haya más allá de los cuestarrones rojiblancos, y se estrena cada día la inmortal sonrisa. En Hontova, Ontova, Hontoba pasan istorias, historias, hystorias.