Réquiem por un folklore

sábado, 29 abril 1972 0 Por Herrera Casado

Una ronda en la plaza de un pueblo de la Alcarria

En un par de días estallará el mundo. Como desde hace miles de años estalla al empezar mayo. Con luz y gozo y canciones y caras alegres de muchachas. Con flores y campos verdes. Con el éxito total de la vida, de todas las resurrecciones, del mirar claro y sencillo. Empezará mayo, y todos estaremos otra vez convencidos de que nuestro planeta es el mejor, que nosotros somos unos tíos grandes, y qué da lástima morirse, aunque en esto se piense poco, y que si vamos de ronda, subimos al monte o bailamos la jota. Empezará mayo, como siempre. Con la eterna revolución de la Naturaleza. Y todos los ritos antiquísimos, de los que nadie sabe cuándo empezaron ni de dónde salieron volverán a cruzar con ruido y luz la ancha faz de nuestra tierra. Se hon­rará a la primavera y al sol, a las flores y a la alegría. Seremos otra vez paganos, nuestra propia raíz recuperada, y nos alegraremos, sencillamente, de que haya pasado un año, pues mayo ha vuelto, ha vuelto con  nosotros…

Ha venido mayo,

bienvenido sea,

para que galanes

cumplan con doncellas.

La Fiesta de los Mayos resucitará en muchos lugares de nuestra provincia. Los corazones tiernos de las jóvenes latirán con más fuerza. Y ellos preparan el gran golpe, la gran’ machada de gastarse un buen montón de dinero por ganar la chica que les gusta.

Mes de mayo, mes de abril,

cuando las recias calores,

cuando las cebadas granan

y los trigos echan flores;

cuando los enamorados

regalan a sus amores:

unas les regalan cintas

y otros les regalan flores.

El alma del pueblo se desborda. El íntimo poder que bulle en la sangre de la juventud sencilla y ancestral, salta al aire. Se pone en medio de la plaza el árbol más alto del término. Si se roba a los del pueblo vecino, mejor que mejor. Y arriba del todo, recortado contra el azul intenso del cielo castellano, las cintas de colores como penacho de un gran sombrero. El rojo, el azul, el amarillo, el morado, el verde y el naranja. Y frutas rodeándolo, y cajas con bombones o caramelos. Un par de medias o una muñeca. Y risas también, colgando, flotando sobre el pueblo. Una brisa mueve cintas y campanillas. Los viejos recuerdan, los que pusieron ellos. Los chicos miran y alguno intenta trepar el palo. Y la luz se hace cegadora. Los ojos lloran de tanto sol y tanta alegría.

Abril, galanes, prometiendo mayo,

con verdes pimpollos, blancos y

encarnados.

En la ermita se harán las pujas. Los hombres siempre tan contundentes. Se ven a rifar entre ellos a las mozas del pueblo. La Pili y la Manoli, la Lucía y la Tere sacan su precio y son graciosamente subastadas. Pero ellas no están allí. En su casa les late el corazón algo más que deprisa. Esperan en sus balcones, en sus ventanas, bajo los duros dinteles de los portalones, a que su hombre se pare delante y les cante las coplas. A que le diga que ha ganado y serán compañeros de baile y de paseo durante un mes. ¡Durante el mes de mayo nada menos!

Pinceles son plumas

y una me has de dar,

de tus alas blancas,

águila imperial.

Es el, sí. Ha ganado. Entonces me quiere. Y toda la fantasía y toda la esperanza se suelta en los ojos limpios de la moza. ¡Ya tiene mayo, y es el que ella quería! Es el mayo que siempre la ha mirado más lentamente. ¿Se estaría fijando ben para luego cantarla?

Copiosos y rubios

tus cabellos son,

tu cabeza es ala de la discreción.

Pero a veces llega otro. Otro que ha ido sólo a fastidiar, a fastidiar unas relaciones que empezaban. El que tiene, más dinero ha vencido en la lid de las apuestas, y ha conseguido ser mayo de una chica que no le va a hacer el menor caso, pero… ¡quién sabe! Ella, por de pronto, le hace notar su disgusto.

Niña, si no estás contenta

con el mayo que te he echado,

vuelve el mandil del revés,

que pronto se te pasa un año.

Pero generalmente la fiesta sigue con su curso alegre. Hay gran comida y convite en casa de ella. Cordero y truchas, ensaladas y tortas dulces. Y un regalo de él. Casi siempre flores. Ella, sin embargo, le da algo mejor: sonrisas, silencios, sumisiones. Y un gran pastel.

Así, todo el mes. Bailes, paseos, rondas, cantares, fiestas, mayos, árboles, cintas, soles, guitarras, coplillas, y al final, casi siempre, noviazgo, y luego boda. Es el sistema casamentero más rústico y a la vez más seguro que se ha inventado. Popular, como siempre. Salido del mismo agujero de donde salen los chopos y las margaritas, los arroyos y el musgo blando. De la primigenia cuna terrestre.

Cuando vamos, por los pueblos y hablamos de estas cosas, de «estas viejas cosas», con los hombres y las mujeres mayores, se les atropellan las palabras, se agolpan los recuerdos y caen, brincan, estallen todos los­ colores de los antiguos mayos. Aún laten los corazones de las viejecillas cuando recuerdan el momento en que llegó su mayo a la puerta, cantando, anunciando amor, pregonando sentimientos:

Por tu discreción brillan

tus finos pendientes,

formando Cupido

flores en tu frente.

Era la antigua savia del mundo, de un celtiberismo simple y rudo, pero, sentimental y grande, la que cabalgaba levantando polvo por los llanos de la Alcarria, los vallecillos y cuestarrones serranos, las huertas y campos húmedos de la Campiña. Un tic‑tac eterno que sonaba y movía a los seres. ¿Dónde está ahora todo eso? ¿En qué perdido umbral ha muerto el folklore nuestro? Tal vez podamos contestar que en el poyete patibulario de un siglo XX consumista y nivelador de cerebros. En las grandes avenidas, plagadas de luces, en las salas de fiestas apestantes la tabaco y sudor, en los mesones ultramodernos de arrabal ciudadano. Esas son las sepulturas de un alma antigua, de un lejano candor y de una fuerza primigenia que podía con todo. Con todo, menos con el traidor engaño consumista que la ha vencido.