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agosto, 1970:

El agua

También el ámbito del partido de Guadalajara posee un museo de acuáticas paredes, un lugar de límite incontable donde el mundo es movimiento constante, fluido suceder de mágicas historias blancas.

Para conocer bien a Guadalajara es inútil coger una guía de turismo o leer su larga historia de muertes y resurrecciones. Su verdad está más allá de todo eso. Su signo claro e indudable es su tierra, su agua, su aire su fuego. Todo su ser desfila por su cuerpo. Su historia está hecha de estos elementos, y no vale conocerla sin antes haber conocido a éstos. Ya vimos antes su casa grande de tierra, piedra y pana. Ahora viene a sangre que fortalece y conserva la vida.

Guadalajara tiene un pedestal de agua. Un intranquilo pedestal de rosas blancas y verduras. Un largo sueño líquido que siempre se va riendo, inagotable.

Penetra por Yunquera este hálito celeste. Viene de la luna y alguna otra sideral región deshecha en llanto. Va regalando penas y alegrías a su paso, forjando un transparente hogar al tiempo detenido. Y por Yunquera también, algo más arriba, el largo caudal de esperanza abre los brazos como queriendo hacer suya la gran llanura que se ofrece más abajo: el río Henares y su canal gemelo, regando y derramando y desliando rectamente el antiguo ovillo del hielo y de la nube. Sin apenas palabras, en el silencio puro de los que trabajan sin esperar recompensa, con el callado murmullo de abeja con que funciona la escala automática celeste.

Con un caracoleo de íntimo gitano, el agua agita sus largos brazos por Fontanar, por Marchamalo, por Cabanillas. Cambiando su blanco color, tan claro y tan de buena familia, por el otro verde, un poco lujurioso y descarado, color de vida y de abundancia al fin, probable signo de buen yantar cercano, segura promesa de agradable descanso. El verde se pega a la tierra, la cubre y maravilla, la ordeña adecuadamente y luego se hace ingrávida materia, ascendiendo, haciéndose hierba y flor, mata y árbol, lejana hoja de primavera, altísimo canto de jilguero y, al fin, oceánica nube o elemento primordial para una nueva poesía de nostalgia. Agua por las tierras de Guadalajara, mordiendo el surco, cantando himnos antiguos (más antiguos que griegos o romanos, casi tanto como la mano de Dios imponiendo cataclismos).

Por Quer y Villanueva, por Alovera y Azuqueca, el brazo se hace mano y el canto antiguo, riqueza. El hombre nacido en estas tierras tiene pronto el sonreír y la amistad dispuesta. Siempre doblado el espinazo (besos de tierra lleva en la frente), siempre la mano haciendo de visera, mirando al horizonte (las lentas maneras del cielo han quedado prendidas en sus ojos). Por aquí el agua hace fértiles a las mujeres, a los campos, al tiempo incluso, que es más lleno, más vigoroso, más bullicioso que en otras partes. Por aquí pasa el ángel del amanecer majestuosamente, el querubí del crepúsculo sonando trompetas, sin ningún recato. La vida es más larga y el suspirar más corto. Más movida la esperanza, como agua de molino, como savia que asciende al’ cielo impetuosa.

Aún hay más agua en este partido de Guadalajara: la de Aldeanueva es más tímida y callada que la del Henares, pero también efectiva y consoladora. Por fin, ¿cómo olvidar el estallido rumoroso del agua en Yebes? Aquello es una larga batalla del sol contra el abierto puño de la tierra. El verdor incontenible se hace presencia milagrosa ante quien viene desde la meseta árida y demasiado clara. Baja el torrente con ímpetu, a encontrarse en Valdarachas con su hermano que desciende desde Monte Alcarria. Pequeña e inolvidable vega la de Valdarachas, cerrado coto para el recuerdo y el milagro. Ultima sala, recóndita, íntima, de este gran museo cristalino e inestable que es el agua de Guadalajara.

La tierra

Tiene el mundo un aire macilento o triste.

Nos engaña.

Tiene el mundo un brillo de aire, de tierra, de agua y fuego en sus ojos.

Nos regatea la alegría.

Buscad, hombres, lo eterno de la tierra, del agua, del aire, del fuego. Sed eternos héroes sabios alegres en el mundo.

Los Largos siglos han domado a esta fiera térrea de Guadalajara. Su rojo de sangre coagulada, su pardo de renunciación, su oscuro verde de esperanza, su humanizado gris de lejanía, su claro ámbar sapientísimo, su más allá color desconocido que perdura y resiste el odio universal. La tierra de Guadalajara, inquieta surge, paciente brinda el fruto, callada recita poesía íntima ininterrumpida nos enseña su larga lección suprahumana: la eternidad ha tomado el nombre de sus surcos, de sus piedras, de su largo camino que nunca acaba. Es más fuerte que todos nosotros; es más pura.

El partido de Guadalajara tiene un pedestal de tierra. El Casar de Talamanca, asomado a la cercana sierra, guarda la puerta en el extremo occidental. Plataforma para el pensamiento y la guadaña, en el, llano Casar se escucha la lección de la tierra de una manera gratuita. ¿Quién la escucha? Tal vez los pájaros, tal vez la espiga. Tal vez la escucha el río, algo irónico, o el aire que sobrevuela y se desentiende. Cuando la escuche un hombre tendrá la tierra labios rojos y una dulce lágrima rodará sobre ella. Cuando la entienda un hombre y se la lleve, será su cadáver, no su presencia.

La puerta norte la guarda Mohernando, con su cabeza altiva, su duende de pared y medianoche, su largo mirar nostálgico hacia el cielo y su anclada presencia en el dorado mundo al mediodía.

Centenera al este, su centenaria voz anuncia cada día el irrevocable compromiso del sol con esta tierra. Es el vigía, introducción de la luz, creador del color, atalaya desde donde se divisan otras hermosas tierras. Por Centenera llega la vida a esta región: la savia, la luz, el pájaro, el orégano. Las piedras y los trigos también son nuestros. Por aquí, por esta puerta anchísima y riente, nos llegan.

Y en el sur, el Pozo. Como un asombrado ojo único espantado que gira loco sobre sí mismo azul blanco y negro seco y ascético imparable en su vida y en su muerte inacabable que a diario empieza y termina y es por eso eterno. El Pozo es el ojo de Guadalajara.

Y dentro de estas cuatro puertas, la tierra de Guadalajara se lanza a los cuatro vientos en un constante vaivén de lujo y ambición. Está representada en Ciruelas, donde hasta las piedras saben filosofía y las ovejas tienen su propio rito para entretener el tedio de los siglos. Las ovejas que vemos hoy son las mismas de hace cinco y de hace diez siglos. Esto es en serio. Las ovejas de Ciruelas tienen pacto ‘con el diablo. Galápagos y Usanos, en junta melodía, queman el fuego y mastican la tierra como tratando de hacerse así un lugar en el reducido coto de los gigantes., Chiloeches, apartado, es una perpetua sonrisa de la tierra. Se ve desde el aire como una gran carcajada de ladrillo, la cal y la piedra. Taracena y Valdenoches, acunadas en su valle amable, contemplan asombradas el ir y venir de los hombres hacia la muerte. Horche es el balcón de la gran casa térrea de Guadalajara, como un pequeño nido donde el águila y el gorrión contemplan juntos el lejano Tajuña. Torrejón del Rey, Valdeaveruelo y Tórtola, henchidos de nostalgia y alegría que retumba en la bodega de su alma. Son los lugares donde se hace realidad el misterioso maridaje entre la soledad y el pleno espíritu. Lupiana, en el hueco de la mano grande y arrugada, mimosa y tierna, tan infantil y tan vieja como la tierra en que reposa. Iriépal, al fin, arropada entre las faldas de la montaña, lejana siempre de cualquier parte, próxima, al corazón de quien la ama.

Este es el cerrado círculo ardiente y obsesionado de la tierra de Guadalajara. Roja reseca antigua alada dulce quieta eterna reseca alada viva eterna antigua eterna dulce quieta resucitada inquieta viva rugiente querida alada roja eterna santa eterna eterna eterna eterna eterna eterna eter.