El coro de la catedral de Sigüenza

sábado, 22 noviembre 1969 0 Por Herrera Casado

Las llaves de las grandes puertas de la catedral de Sigüenza, se muestran ante un sitial del coro catedralicio, en 1969

Publicado en Nueva Alcarria el 22 de Noviembre de 1969

Quizás sea excesivo traer a colación a Paul Valèry cuando nos vamos a poner a hablar del Coro de la Catedral de Sigüenza. Pero en Arte todo está relacionado, y las volutas de madera que cubren las espaldas de los canónigos tienen cierto parecido con las palabras que vuelan y bucean en «El Cementerio Marino». Porque el alma del artista, en cualquier época que se le considere, ha sido siempre una e inalterable; su preocupación, el mismo misterio en todas las edades: nacer, vivir y morir; y su asombro, siempre nuevo y siempre repetido: ver las cosas que de pronto surgen, quedan frente a él, y desaparecen. El artista es una piel sensible; nota los pinchazos antes que los otros, y sangra enseguida, al menor rasguño.

Cuando al poeta francés le preguntaban por el significado de sus versos, inundados de metáforas extrañas y donde las más opuestas palabras hermanaban, contestaba que él solo había querido decir lo que había dicho: «no existe el verdadero sentido de su texto». Es cierto. El poeta, como el escultor, buscan algo más: lo más importante para el artista: crear. Sacar algo de donde un momento antes no había nada, de donde un momento antes no había más que una piedra, un trozo de madera, unas palabras en el diccionario, que es como si no hubiera nada.

Todo esto lo he pensado al contemplar la sillería del Coro de la Catedral de Sigüenza. Con toda seguridad, una de las mejores piezas de arte que existen en nuestra provincia.

La negra madera de nogal, que ha recibido miles de pequeñas dentelladas de manos del artista, ha dejado su sonrisa helada para los siglos futuros. Un ir y venir de confusas pensamientos; un revolar continuo de ideas inconcretas; un total delirio de anhelos mezclados en azul humareda: eso pasaba por la mente del escultor, y eso como un milagro, quedó grabado en el lugar donde los santos varones seguntinos, a lo, largo de los siglos, rezan a Dios y le imploran por los hombres.

En Toledo, el Coro de la Catedral representa, en múltiples escenas, la conquista de Granada. El de San Martín Pinario, en Santiago, enseña al visitante diversas escenas de la vida de la Virgen María. En Burgos florecen las escenas santas junto a las que no lo son tanto. Pero solo en Miraflores, de Burgos, y en Santo Tomás, de Ávila, ocurre lo que en Sigüenza: que toda representación del Bien o el Mal, de la vida o la muerte, de la historia de Dios o los hombres, se eleva tanto, se hace tan pura, tan silenciosa, tan sublime, que cristaliza en un mudo canto de líneas y círculos, de muertes calladas y geométricas resurrecciones, donde la única concesión a la prosaica representación del mundo son unos cardos y algunas hojas en las sillas centrales. Todo lo demás se hace danza del pensa­miento, inquietud metafísica y religiosa adoración. Entonces ¿quién hizo esos trenzados sin objeto? ¿Es que no sabía tallar algo más bonito: escenas, por ejemplo, que todos comprendieran, y que, incluso, levantarían más el ánimo hacia la adoración de Dios?

Y aquí vuelve a surgir Paul Valéry, y vuelven a surgir todos los artistas del mundo: con su protesta silenciosa y su triste gesto de incomprendidos. Porque lo único que el escultor buscaba era hacer algo que no existiera en la Naturaleza. Yo me asombro del enorme parecido que la sillería del Coro de la Catedral de Sigüenza tiene con los cuadros de Picasso, los poemas de Alberti y las fugas de Bach, tan modernas siempre. Todo ese amasijo de arte lleva un anhelo común. Una pregunta lanzada al viento, con el acento desgarrador de ser que busca algo y no sabe exactamente qué es, y no sabe donde se encuentra.

Aunque el comienzo de la Sillería del Coro seguntino data del siglo XV, y no se vio terminado totalmente hasta un siglo después, cuadra completamente en el círculo del arte abstracto. Ya sólo este detalle es capaz emocionar al buen contemplador de obras de arte. Y más concretamente en nuestra provincia. Ver cómo hace quinientos años los hombres eran en todo (en todo lo verdaderamente humano, como es el arte y el pensamiento) iguales a nosotros, nos hace pensar en el férreo material de que nuestras almas están compuestas.

Pero debo terminar estas disgresiones. Como siempre que se trata de algo relacionado con la provincia de Guadalajara, yo sólo quiero hacer de catapulta para que llegues al lugar donde encontrarás unas partículas de espíritu divino y humano confundidas; donde el latir eterno del hombre se muestra en toda la grandeza que cabe; donde el soplo constante de Dios se extiende, se eleva, y estalla en mil colores y sonidos. Arte y paisaje en la provincia de Guadalajara, que como una partitura musical olvidada en un rincón, espera la mano y la boca que hagan surgir su melodía, y el oído que, escuchándola, comprenda, que bajo las formas aparentemente vacías de luna arte «raro» y un paisaje «soso», se encuentra siempre el mismo misterio y las mismas ansias que han movido al hombre a ‘lo largo de los siglos.