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julio, 1969:

Teoría de Carabias

La galería oeste de la iglesia de Carabias

 Publicado en Nueva Alcarria el 12 Julio 1969

Siguiendo nuestra ruta in bus­ca del románico de Guadalajara, llegamos hoy a Carabias, pequeño pueblo recostado en una ladera gris y melancólica, un poco más al sur de Palazuelos, lo que equiva­le a decir a poca distancia de Si­güenza.

Desde la lejana, asoma la torre del campanario sobre el haz aplanado de las casas. En medio de la colina árida y triste, una agitación de verdes y un murmullo de transparencias envuelven el pueblo de Carabias, a medio camino entre la realidad, y el sueño. Porque Carabias río es «un pueblo», sino «el pueblo». Esa unión ideal de árboles y casas; agua y pájaros; silencio y una iglesia presidiendo la vida que pasa lenta y tranquila por sus calles. El pueblo que durante siglos no ha sufrido cambios y donde la historia, los habitantes, las, piedras y las nubes parecen estar paralizadas en una visión continua, perfecta, hecha a propósito para que envidiemos el vivir sin problemas de sus moradores.

La plaza de Carabias está en cuesta. En el medio está uno de los más antiguos muchachos del pueblo: un árbol esplendoroso, re­cio y en mil formas, agitado y con­traído, en pena honda y alegría explosiva, que resume, bajo su co­lor oscuro y su silencio preñado de mil heroicos momentos, el vivir de Carabias.

La plaza se completa con unas viejas casas y la iglesia. Monumen­to nacional desde hace unos años, gracias a la preocupación que por ella ha mostrado siempre el doc­tor Layna Serrano, que la tiene como una de sus preferidas de la provincia. Y es que en realidad lo merece. Porque, aparte de su va­lor artístico, que no es demasiado grande, y, su valor histórico, gracias a los ocho siglos que carga a sus espaldas, tiene el impondera­ble valor de lo sencillo. De lo que sirve a una generación tras otra. De lo que se llevan las almas a la otra vida como una cosa inseparable de ella. ¡Qué lejos está de las grandes catedrales, de Burgos, de Toledo, de Santiago, todas de pie­dra afiligranada y oro en espuer­tas! Pero ocupando un lugar muy, grande en el querer de sus hijos, que ven en ella la herencia de sus padres, y de los padres de sus pa­dres, que la hicieron para ellos ex­clusivamente; sencilla como ellos son sencillos; terrosa como ellos lo son; dura y constante como su voluntad. Incansable y tierna. Co­mo una mujer menuda, como una mujer querida, que desde la dis­tancia no se sabe si es joven o vieja, pero que sonríe, y nos lla­ma, y nos espera… Ese es el prin­cipal valor de la iglesia románica de Carabias: que tiene capacidad de despertar amor y añoranza, ¡arte tan difícil!

De la primitiva traza, conserva todavía intactas las dos fachadas donde el arte románico religioso vuelca todo su primor: el Mediodía y el Poniente, donde da el Sol y el aire frío no penetra. Y, aunque estas dos fachadas poseen sus respectivas series de arcos de medio punto, pequeños y sencillos, apoyados sobre los capiteles adornados de simples hojas de acanto, el atrio solo se extiende a lo largo de la parte sur de la iglesia, en cuyo lienzo se encuentra la actual puerta de entrada al templo. Pero lo curioso de esta Iglesia es que la entrada practicada en la galería de arcos, se aprecia perfectamente que es muy posterior a la fecha de construcción de la iglesia, que, desde el primer momento, no tuvo ninguna entrada al atrio a través de las dos  series de arcos, sino probablemente, la tenía  en el lugar donde hoy se alza la torre, que es de construcción posterior.

La iglesia de Carabias ha sufrido reformas a través de los siglos. En el XVI fue derribado el ábside, probablemente semicircular y con sencillos adornos al estilo de los arcos del atrio, y que, de haberse, conservado, junto con la espadaña triangular tan característica, hubiera hecho de todo su conjunto una verdadera reliquia del arte románico rural. Hoy es una estatus, a la que faltan los brazos y le han desfigurado la cara. Pero aún conserva su dulce rusticidad y su viejo perfume de sencillez.

Como todos los monumentos de nuestra provincia, la iglesia y el pueblo, de Carabias bien merecen una visita, breve, pero suficiente, de parte de todos los que quieren vivir unos instantes en la atmósfera clara, brillante y silenciosa del maravilloso pasado de nuestra Patria.

Francisco Núñez, historiador de Molina

Escudo de armas en Molina de Aragón

 Publicado en Nueva Alcarria el 5 julio 1969

Molina de Aragón guarda con orgullo entre los ilustres nombres de su historia, el de D. Diego Sánchez Portocarrero, autor de la «Historia del Señorío de Molina». Pero hay que reconocer que esta historia molinesa no habría sido escrita si no hubiera sido por don Francisco Núñez, nombre más oscuro y olvidado, pero al que Sánchez Portocarrero debe un gran caudal de informaciones. No estará de más recordar hoy la vida y obra de este ilustre molinés, Francisco Núñez.

Consta por diversos documentos que en la Universidad de Alcalá de Henares recibió el título de bachiller en artes y filosofía, y quo también estudió en Valencia. Perteneció a familia que, si no de elevada alcurnia por la sangre y las herencias, sí fue de importante rango por haber intervenido relevantemente en los asuntos públicos de Molina. Tenía, pues, la nobleza que confiere el trabajo y el servicio, mucho más importante que la de los blasones. Juan Núñez, el padre de nuestro personaje, ocupó el cargo de alcalde mayor de Molina en 1535, y después el de teniente de corregidor. Tuvo 12 hijos, siendo Francisco el menor de todos. Fue tío suyo Gonzalo Núñez, abad del cabildo de Molina y gran amigo del entonces obispo de Sigüenza, don Fadrique.

Tal vez llevado del ejemplo de su tío Gonzalo, tal vez por ser el último de la docena de hermanos, para el que, por mucho que hubiera en casa, poco quedaría a la hora del reparto, el caso fue que Francisco Núñez escogió la carrera eclesiástica, en la que, gracias a su talento y aplicación, pronto fue distinguido del obispo de Sigüenza, don Lorenzo Figueroa. Desde su primer puesto, en el curato de Tartanedo, hasta su muerte, ocurrida después de 1609, fueron varios los cargos ocupados, y muy activa su vida, tanto en el terreno de lo religioso como en el de historiador de su patria chica. En 1581 fue nombrado capellán de Santa María del Conde, en Molina, y dos años después, el obispo Figueroa le nombraba su vicario y Arcipreste de Molina. Pasó después por otros puestos y llegó al fin a ser cura de San Bartolomé, Rillo, la Serna y Santa María, en cuyas iglesias hizo varias obras, entre ellas, la de poner un órgano nuevo en esta última.

Pero la importancia primordial a de Francisco Núñez se la confiere su obra histórico‑anecdótica titulada «Archivo de las cosas notables de Molina», a la que obligadamente ha de acudir el curioso de los antiguos hechos del Señorío. Al principio del libro, cuyo título original ocupa varios renglones, se presentan varias poesías de autor desconocido. Una de ellas es la titulada «Elegía dé Molina, quejosa del silencio de sus naturales, y agradecida ahora al autor Núñez, en tercetos». No tendría nada de extraño que hubiera sido el mismo, Núñez el autor de estas poesías ensalzadoras de sí mismo y de su pueblo, pues era ésta una costumbre corriente en aquella época. Al final del libro figura un registro y padrón de los caballeros hidalgos y vecinos de Molina. La obra tiene aumentos de don Francisco ­Antonio Moreno Fernández de Cuéllar y don Julián Antonio González Reinoso, este último con más de 70 apellidos, a cual más rimbombante, de los que el lector queda excusado.

Tiene el libro de Francisco Núñez cincuenta capítulos, y en él se encuentran reseñas históricas, hazañas militares, monumentos, hospitales, carácter de los naturales y sus instituciones, costumbres, leyendas, pleitos, etc. Uno de los capítulos tiene por título: «Cosas prodigiosas ocurridas: trasgos y brujas». Como se ve, los antiguos molineses no se privaban de nada. Hasta trasbos y brujas, hoy ya tan desacreditadas, andaban haciendo de las suyas por las altas parameras de Molina.

Son multitud las notas curiosas que aparecen en el libro. Entre ellas podemos recordar que en el siglo XVI había en Molina y su tierra medio millón de cabezas de ganado menor, y algunos años, hasta 600.000.

Recuerda Núñez a los hijos ilustres de Molina, entre ellos al Maestro Abila y al doctor Castillo. Trata también sobre el paso del Cid Campeador por la comarca y enumera los sitios por donde, según el nombre y la tradición, pasó el caballero castellano. Hace también algunas consideraciones respecto al nombre de la ciudad de Molina y cree que proviene de «Molendina», que vendría a significar «Los Molinos» o «La de los Moli­nos». Respecto a su origen, cree que proviene de la ciudad romana Arcavica, situada en las proximidades, tal vez en Rillo, donde se han descubierto, importantes restos de población.

Por último, sólo relatar una anécdota de las muchas que contiene el «Archivo», referente a uno de los corregidores de Molina, concretamente al licenciado Arteaga. Copio textualmente lo que de él dice Núñez, y es que «por hurtillos de poca importancia, ha poco que puso en horca dos hombres aquí en Molina, y, por tenerlo por juez de mucho rigor, se le sometió el caso de cierta liga de ladrones en Sigüenza, donde ahorcó a 5 juntos, y con estos, se le ha contado haber ajusticiado por su sentencia 120 hombres, y tiene ahora comisión para usar jurisdicción plenaria contra ladrones, aunque, sea 20 leguas dentro de Aragón». ¡Caramba con el licenciado Arteaga! Y luego dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Francisco Núñez es, por lo visto y leído, un nombre importante a recordar, y del que los molineses pueden estar orgullosos y agradecidos.