Una historia de pastores

sábado, 14 junio 1969 0 Por Herrera Casado

 

Publicado en Nueva Alcarria el 14 Junio 1969

Ciruelas. Atardecida, Montes de terciopelo gris y verde. Cielo de tela muy gastada, pero todavía vistosa. Olor de humo de cocina. Humedad. Calle de Enmedio. Bajando va Clemente Bueno, pastor, recio, cumplidor. (Mañana subirá Damián, el chico, a casa del amo. El amo ha dicho a Clemente Bueno que probará la inteligencia de Damián, el chico, para ver qué se puede hacer por él.)

Pero también Damián, el chico, bajará por la calle de Enmedio, y, ya en su casa, dirá a padre Clemente y a madre Isabel que el amo ha dicho que no vale; que lo mejor es que ya acompañe a su padre con el rebaño y que vaya aprendiendo el oficio que le corresponde. Damián, el chico, no mira a nadie, no mira nada. Se sienta en la silla pequeña y da una vuelta al brasero con la badila pintada de purpurina. Clemente Bueno, pastor, recio, cumplidor, ha quedado un punto en pie, sin rechistar, sin apenas moverse. Se ha quitado la boina y se la ha vuelto a poner. Parece que ha descubierto algo interesante en la patita izquierda, regordeta y torneada, del aparador de roble. Pero lo que ocurre es que por ahí llega a su mente, corta y honrada, una oleada de vapor extraño que al fin se resuelve en una nada exasperante, plomiza, verdinegra. Madre Isabel, turbada, vuelve deprisa a la cocina. Una lágrima. Sólo una lágrima. Acaba de cruzar un planeta, diez, cometas cien estrellas diferentes sobre la casa del pastor Clemente Bueno de ciruelas. Y no ha pasado nada.

Ciruelas. Amanecida. Luz blanca y rosa, desparramándose por colinas y barrancadas. Cielo gris y amarillento. Frío. Olor de humo de cocina. Los mirlos y las urracas. Los campos, ondulantes, ateridos, como pobres paños viejos de lana usada, miran sorprendidos el nuevo día. Y Damián Bueno, pastor recio, cumplidor, andando de su barbudo perro, sabio y filodelante del rebaño, acompañado sófico perro, sobre la tierra de Castilla, solitario.

Damián Bueno conoce a las ovejas. Sabe de ovejas. No sabe de otra cosa. Sólo de ovejas. El olor de la lana sucia es el mejor olor, el que más le gusta. Damián Bueno conoce todos los caminos. Baja hasta Tórtola ladeando la meseta. O se aproxima a Heras, sin llegar nunca al pueblo. Conduce su blanco ejército hasta Torre del Burgo, o hasta Cañizar. Siempre lo mismo. Día tras día los mismos senderos, los mismos altozanos. Hita al fondo, como un aerolito despistado, carne ya de la Alcarria.

La carretera de Soria. Un arroyo. Las vueltas. Hay en la cuneta muchas hojas secas que el viento de otoño ha vencido como siempre. Se entretiene Damián pisando hojas. De vez en cuando un grito ‑« ¡Chili, chili! ¡Eh…!»‑. Y el perro, como autómata, reúne a las ovejas que se apartan demasiado. Damián vuelve a pensar en la nada de la que ha salido. Toda la vida y la historia de Damián está tejida con olor de ovejas, parduscos olivares y vientos recios de la sierra. Tantos años con los mismos horizontes. Un día el Sol. Y otro día. Y otro. Una noche, la Luna, y un mes después, lo mismo. El verano, el invierno. Lluvias. Sequías. El oro brillante de junio y la leche seca de la madrugada de enero. Todo redondo, infalible, Perfecto. Damián sabe de ovejas, de campos, de vientos y de nubes. Nunca se equivoca, porque la ciencia de la que Damián es sabio, es la ciencia más segura; la que se viene mostrando y repitiendo desde la creación del mundo. Damián es Sabio y eso le consuela.

La familia. Padre Clemente y madre Isabel, ya tan muertos y tan lejanos. María, la hermana, bien casada en Madrid. Cuñado médico, en buena situación. Sobrinos inteligentes y con horizontes amplios. Madrid… todo tan grande, tan fácil, tan lleno de color y músicas… Pero María, la hermana, y toda su familia, no quieren saber nada de Damián. Los ojos azules, profundísimos, de Damián, no piensan nada malo. Son como un mar tranquilo que perdona y olvida. Como supone Damián que debe ser el mar, ese dragón mítico que él nunca ha conocido.

Y al fin, el hijo. Miguel, el chico. Miguel Bueno. Damián ya no consultará al amo. Damián tiene una lección que viene de muy lejos. Una lección de vacío y nada. Una lección plana, monótona. Lección aprendida. El amo callará. Pero por Madrid no se puede pasar. En Tarragona, un cuñado lejano, ferroviario, no con más fortuna, pero si con buenos sentimientos. Y al fin, Miguel, Miguel Bueno, Miguel el chico, que viene de Damián, y de Clemente, y de tantos pastores de Ciruelas, baja por la calle de Enmedio y termina en Tarragona estudiando un oficio, olvidando el nunca aprendido de Pastor. Diciendo adiós a toda sabiduría redonda, corta, saludable, que la Naturaleza desparrama en la amanecida desde la meseta alcarreña hasta los olivos de Ciruelas.

Damián sigue su aventura. No poder comer caliente muchos días. No tener ni siquiera una silla en el mediodía. Sin su comida y su bebida “aparentes”. Vagando. Filosofando su redonda e infalible filosofía. Su filosofía de ovejas, de campos y de vientos. Todos los años. Y al fin, lo que siempre pasa.

Ciruelas. Mediodía. A lo lejos, Hita, señera y vanidosa. Montes de vieja pana. Algunas nubecillas blancas. Serenidad. Una bandada de cuervos, errabunda. Silencio. Unos golpes secos. La última jaculatoria. Y el cementerio queda de nuevo en soledad. Allá abajo, sorprendido, Damián Bueno ha encontrado a los suyos. Para siempre. Allá arriba, silencioso, ensimismado, lejano de todo, Miguel Bueno, rota la cadena, deshecho el maleficio, piensa.

Detrás de la valla del cementerio de Ciruelas se ven las montañas, siempre las mismas. Las nubes. Todo igual. Todo como los siglos, rodando, pasando, en un ir y venir que ya se sabe. Dando vueltas en torno a un destino para el que nadie pide averiguaciones. Y ante todo ello, un hombre quieto, sencillo, emocionado, que piensa que el ser humano puede desprenderse del torbellino, y volar, volar, volar… (Damián, ahogado en su mar tranquilo, que perdona y olvida, descansando).

Miguel Bueno ha montado en su automóvil y regresa a Barcelona. Su taller, su trabajo, su familia, le esperan. Fin de la historia sin fin.