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junio, 1969:

Santa Coloma, maravilla románica

Templo de Santa Coloma, en Albendiego

 

Publicado en Nueva Alcarria el 21 Junio 1969

No hace mucho tiempo, dejaba prometido en estas páginas una más particular dedicación a la iglesia de Albendiego, que en su apartado rincón serrano guarda paciente su belleza. Monumento Nacional desde hace unos pocos años gracias al celo del Dr. Layna, la iglesia de Santa Coloma corre peligro de sufrir un serio descalabro si no se remedia con prontitud. En la fotografía que acompaña estas líneas figura la portada occidental con la airosa espadaña pétrea. Supongo que no se podrá apreciar la enorme grieta que recorre esa pared, acentuándose siniestramente en la bella coronación. Pero contemplando el monumento «en directo», entran serios temores de que la fisura mencionada acabe en herida infecta y supuesta. Monumento Nacional quiere decir: Monumento que pertenece a la Nación, al Pueblo español, el cual tiene el deber y el derecho de mantener y exigir que sea mantenido en buenas condiciones. En este caso de la bella iglesia de Albendiego, la humedad que se filtra desde el cercano Bornoba, el movedizo asentamiento, las grietas que recorren sus paredes y las duras condiciones meteorológicas que padece Santa Coloma, son motivos más que suficientes para poner en práctica nuestro deber y nuestro derecho de españoles y alcarreños.

¿He de hacer una descripción de esta iglesia? Me temo que sí. Es lo correcto. Pero creo sinceramente que, para quien no piense luego visitarla, han de ser estás líneas bastantes aburridas; y para aquél que ya la conozcan, o tengan intención de ir hasta ella, será tarea bastante superflua. Pues la mejor descripción que de una cosa material nos pueden dar, es la directa contemplación, el hacer camino de amor entre la cosa y nuestros ojos.

La iglesia de Santa Coloma remonta su origen al siglo XII, aunque sufrió paralizaciones progresivas en su construcción, hasta verse concluida en el XV. De esta postrera fecha sólo conserva el arco gótico escarzano, adornado de cardinas, que hacia la misión de puerta principal, y las impersonales cubiertas. Todo lo demás es arte románico, y del bueno. Como se ve en la fotografía, el pie de la iglesia, que mira a Poniente, posee una espadaña esbelta, con aires de reclamo a la distancia. Lo más interesante del monumento se encuentra, no obstante, en la cabecera. Está formada por el ábside central, de planta semicircular muy amplia, y las dos capillas laterales. En estas últimas existen unos huecos muy curiosos, ventanas que no lo son, rosetones, que tampoco. Mezcla, sí, de ambas cosas. El «arquitecto» de Santa Coloma quiso dejarnos en este detalle una muestra de su ingenio, combinando el rosetón que por entonces surgía, con el ventanal románico. Estos huecos están enmarcados por un arco ajimezado (compuesto por dos arcos unidos centralmente, pero sin columna que los separe). La «exalfa» o sello de Salomón se ve muy claramente en este lugar. Sus cinco puntas clavadas en la dorada piedra de nuestra sierra alcarreña, nos hablan del sentido universal de la cultura hispánica.

Por fin llegamos al ábside. Como en la gran mayoría de las iglesias románicas de nuestra provincia, el ábside es el cofre donde se encierra el arte y la belleza más finos y elegantes. Con oficio de contrafuertes, tanto exterior como interiormente, cuatro haces de columnas, adosadas de tres en tres por cada haz, dividen el ábside en cinco espacios Todas, estas columnas carecen de terminación y del correspondiente capitel.

La razón está en las citadas interrupciones que fué sufriendo la construcción del templo, y que, por una u otra causa, al fin quedaron las columnillas absidales sin su sombrero de piedra y acanto al que tenían derecho. Es éste un detalle que no le quita belleza al conjunto, pero que, sin duda, el tenerlo le hubiera sumado muchos puntos positivos. En los tres espacios centrales en que está el ábside dividido, resplandecen, (no se le puede aplicar otro verbo) tres ventanas abocinadas, enmarcadas por arcos de medio punto degradados y de lisas molduras, junto con columnas, también lisas, de basa simple y capitel foliado. Sus huecos están ocupados por tres chispas de alegría. Celosías estelares, duras como la piedra, ligeras como la brisa, sonríen continuamente. La filigrana pétrea proclama a los cuatro vientos que fueron mudéjares las manos que la tejieron. Tienen estas decoraciones mudéjares un encanto especial: su dibujo está hecho con un hilo que siempre se nos pierde; un hilo que da vueltas y vueltas sobre sí mismo, y siempre termina su vals en el sitio debido, componiendo la figura que es y no es, como humo de cigarrillo que dibuja duendes y dibuja vacíos a un mismo tiempo.

Es magia pura.

Cuatro veces aparece, en el centro de estas celosías, una cruz característica. Sus cuatro brazos, de idéntica longitud, tienen longitud, tienen un bífido final. ¿Cruz de Templarios? ¿Cruz de Malta? Más me inclino a creer en esto último, aunque, de cualquier manera, ni está claro ni lo estará nunca, el origen de Santa Coloma. Para J. C. García fueron los Caballeros Templarios quienes, encargados de custodiar el cercano santuario del Alto Rey, la construyeron. Para Layna Serrano, los Caballeros de San Juan de Malta, que en Soria poseían el convento de San Juan de Duero, fueron sus constructores. Lo más importante para nosotros, debe ser el conmovernos ante la vulnerable antigüedad y la dulce armonía de esas piedras. Que vibre nuestra alma como vibró la del artífice que las talló.

Y aquí, lector amigo, termino la descripción, somera, rápida, de Santa Coloma en Albendiego. Sigo opinando que esta tarea ha sido de poco interés. Cuando vayas hasta Atienza, y sigas por la carretera que lleva a la provincia de Segovia, detente un rato en Albendiego. Unos minutos ante su iglesia. Unos segundos ante su ábside. Observa un instante sus celosías. Eso es suficiente. Porque, toda su belleza agreste y solitaria te barrenará el alma. Y para eso no hacen falta descripciones, erudición ni literatura. Para eso hace falta un espíritu sensible. Como el tuyo.

Verás la tarde paralizada. Siempre es la misma tarde. Hará frío. Siempre hace frío. Las hojas caerán, levantando un silencioso murmullo. Los duendes invisibles del Medievo te mirarán atentos. La tarde será azul o blanca. Luego amarillenta. Graznarán unos cuervos. No tocarás las piedras; no es necesario. Ellas te tocarán a ti. Las piedras de color de oro, serán oro. Serán plata. Serán aluminio viejo y serán plomo. Y el oro y la plata y todos los átomos de Santa Coloma serán su piedra, completa, serán roca para Dios. Y por Dios, la roca se moverá y tendrá vida. Y será hierba, flor, mariposa. Será vida. Palpitará. Las podrás oír. Como sangre brincando por las venas de la tarde. Y la vida será al fin espíritu. Y el espíritu de Santa Coloma saldrá al fin volando y tocando ramas de árboles y pedregales adustos. Bañando paisajes. Y tu alma será un poco esa piedra; y esa piedra se meterá, como espíritu que es, en tu alma, para siempre.

Piensa, lector amigo, que el valor de las obras de arte lo damos nosotros al contemplarlas. Colaboramos con el artista. Levantamos otra vez la iglesia. Tallamos de nuevo sus celosías. Recreamos la obra de arte, Y así es nuestra para siempre. Santa Coloma es cada día más hermosa porque nosotros la recreamos, y ella, a su vez, nos recrea.

Una historia de pastores

 

Publicado en Nueva Alcarria el 14 Junio 1969

Ciruelas. Atardecida, Montes de terciopelo gris y verde. Cielo de tela muy gastada, pero todavía vistosa. Olor de humo de cocina. Humedad. Calle de Enmedio. Bajando va Clemente Bueno, pastor, recio, cumplidor. (Mañana subirá Damián, el chico, a casa del amo. El amo ha dicho a Clemente Bueno que probará la inteligencia de Damián, el chico, para ver qué se puede hacer por él.)

Pero también Damián, el chico, bajará por la calle de Enmedio, y, ya en su casa, dirá a padre Clemente y a madre Isabel que el amo ha dicho que no vale; que lo mejor es que ya acompañe a su padre con el rebaño y que vaya aprendiendo el oficio que le corresponde. Damián, el chico, no mira a nadie, no mira nada. Se sienta en la silla pequeña y da una vuelta al brasero con la badila pintada de purpurina. Clemente Bueno, pastor, recio, cumplidor, ha quedado un punto en pie, sin rechistar, sin apenas moverse. Se ha quitado la boina y se la ha vuelto a poner. Parece que ha descubierto algo interesante en la patita izquierda, regordeta y torneada, del aparador de roble. Pero lo que ocurre es que por ahí llega a su mente, corta y honrada, una oleada de vapor extraño que al fin se resuelve en una nada exasperante, plomiza, verdinegra. Madre Isabel, turbada, vuelve deprisa a la cocina. Una lágrima. Sólo una lágrima. Acaba de cruzar un planeta, diez, cometas cien estrellas diferentes sobre la casa del pastor Clemente Bueno de ciruelas. Y no ha pasado nada.

Ciruelas. Amanecida. Luz blanca y rosa, desparramándose por colinas y barrancadas. Cielo gris y amarillento. Frío. Olor de humo de cocina. Los mirlos y las urracas. Los campos, ondulantes, ateridos, como pobres paños viejos de lana usada, miran sorprendidos el nuevo día. Y Damián Bueno, pastor recio, cumplidor, andando de su barbudo perro, sabio y filodelante del rebaño, acompañado sófico perro, sobre la tierra de Castilla, solitario.

Damián Bueno conoce a las ovejas. Sabe de ovejas. No sabe de otra cosa. Sólo de ovejas. El olor de la lana sucia es el mejor olor, el que más le gusta. Damián Bueno conoce todos los caminos. Baja hasta Tórtola ladeando la meseta. O se aproxima a Heras, sin llegar nunca al pueblo. Conduce su blanco ejército hasta Torre del Burgo, o hasta Cañizar. Siempre lo mismo. Día tras día los mismos senderos, los mismos altozanos. Hita al fondo, como un aerolito despistado, carne ya de la Alcarria.

La carretera de Soria. Un arroyo. Las vueltas. Hay en la cuneta muchas hojas secas que el viento de otoño ha vencido como siempre. Se entretiene Damián pisando hojas. De vez en cuando un grito ‑« ¡Chili, chili! ¡Eh…!»‑. Y el perro, como autómata, reúne a las ovejas que se apartan demasiado. Damián vuelve a pensar en la nada de la que ha salido. Toda la vida y la historia de Damián está tejida con olor de ovejas, parduscos olivares y vientos recios de la sierra. Tantos años con los mismos horizontes. Un día el Sol. Y otro día. Y otro. Una noche, la Luna, y un mes después, lo mismo. El verano, el invierno. Lluvias. Sequías. El oro brillante de junio y la leche seca de la madrugada de enero. Todo redondo, infalible, Perfecto. Damián sabe de ovejas, de campos, de vientos y de nubes. Nunca se equivoca, porque la ciencia de la que Damián es sabio, es la ciencia más segura; la que se viene mostrando y repitiendo desde la creación del mundo. Damián es Sabio y eso le consuela.

La familia. Padre Clemente y madre Isabel, ya tan muertos y tan lejanos. María, la hermana, bien casada en Madrid. Cuñado médico, en buena situación. Sobrinos inteligentes y con horizontes amplios. Madrid… todo tan grande, tan fácil, tan lleno de color y músicas… Pero María, la hermana, y toda su familia, no quieren saber nada de Damián. Los ojos azules, profundísimos, de Damián, no piensan nada malo. Son como un mar tranquilo que perdona y olvida. Como supone Damián que debe ser el mar, ese dragón mítico que él nunca ha conocido.

Y al fin, el hijo. Miguel, el chico. Miguel Bueno. Damián ya no consultará al amo. Damián tiene una lección que viene de muy lejos. Una lección de vacío y nada. Una lección plana, monótona. Lección aprendida. El amo callará. Pero por Madrid no se puede pasar. En Tarragona, un cuñado lejano, ferroviario, no con más fortuna, pero si con buenos sentimientos. Y al fin, Miguel, Miguel Bueno, Miguel el chico, que viene de Damián, y de Clemente, y de tantos pastores de Ciruelas, baja por la calle de Enmedio y termina en Tarragona estudiando un oficio, olvidando el nunca aprendido de Pastor. Diciendo adiós a toda sabiduría redonda, corta, saludable, que la Naturaleza desparrama en la amanecida desde la meseta alcarreña hasta los olivos de Ciruelas.

Damián sigue su aventura. No poder comer caliente muchos días. No tener ni siquiera una silla en el mediodía. Sin su comida y su bebida “aparentes”. Vagando. Filosofando su redonda e infalible filosofía. Su filosofía de ovejas, de campos y de vientos. Todos los años. Y al fin, lo que siempre pasa.

Ciruelas. Mediodía. A lo lejos, Hita, señera y vanidosa. Montes de vieja pana. Algunas nubecillas blancas. Serenidad. Una bandada de cuervos, errabunda. Silencio. Unos golpes secos. La última jaculatoria. Y el cementerio queda de nuevo en soledad. Allá abajo, sorprendido, Damián Bueno ha encontrado a los suyos. Para siempre. Allá arriba, silencioso, ensimismado, lejano de todo, Miguel Bueno, rota la cadena, deshecho el maleficio, piensa.

Detrás de la valla del cementerio de Ciruelas se ven las montañas, siempre las mismas. Las nubes. Todo igual. Todo como los siglos, rodando, pasando, en un ir y venir que ya se sabe. Dando vueltas en torno a un destino para el que nadie pide averiguaciones. Y ante todo ello, un hombre quieto, sencillo, emocionado, que piensa que el ser humano puede desprenderse del torbellino, y volar, volar, volar… (Damián, ahogado en su mar tranquilo, que perdona y olvida, descansando).

Miguel Bueno ha montado en su automóvil y regresa a Barcelona. Su taller, su trabajo, su familia, le esperan. Fin de la historia sin fin.