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abril, 1969:

El Conde de Cifuentes

 

Publicado en Nueva Alcarria el 12 abril 1969

I

Ya es conocida la fama de parcial que Hernando del Pulgar se granjeó entre sus contemporáneos y entre los historiadores futuros, debido a su obra «Claros Varones de Castilla». En realidad, la tarea de Hernando del Pulgar era dificilísima: habla de los hombres y de lo que decían esos hombres cuando su memoria aún vivía en sus hijos o en sus más directos deudos; cuando estos disfrutaban de unos bienes y de unas rentas que del Pulgar demostraba muchas veces su turbia procedencia, es una misión de la que es fácil salir mal parado, y más en aquella época de violencia pronta y escasas reflexiones.

En la obra de Hernando de Pulgar desfilan príncipes, militares, eclesiásticos y poetas. Castilla entera, la Castilla de principios del siglo XV, la Castilla que comienza a cimentar su futura grandeza, pasa por las páginas de este libro. Del Pulgar no se muerde la lengua y dice la verdad; siquiera su verdad, que, como hombre que era, no podemos exigir exacta.

Una de las figuras es el Conde de Cifuentes. Vamos a recordarle hoy según lo que de él nos dice Hernando de Pulgar. En efecto, don Juan de Silva fue un «claro varón de Castilla». Un hombre noble que supo llevar hasta arriba a su hidalguía y buen hacer. No fue don Juan de Silva posiblemente un hombre de acción, ni guerrero ni pensador. Tenía, sin embargo, una cualidad que por sí sola basta hacer a un hombre inmortal entre los que le sigan: la nobleza. Era, y por eso Pulgar le incluye en su relación, un hombre «claro». Este adjetivo, dado a una persona, es un magnífico hallazgo de nuestro idioma, y que apenas hoy se usa. Una cosa es clara cuando se la ve el fondo; cuando de ella decimos que tiene nitidez; cuando nuestra vista penetra muchas leguas a su través, sin que ningún velo la entretenga. Decimos, de algo que es claro cuando lo comprendemos enseguida. Incluso este adjetivo, claro, lo unimos, de una manera inconsciente, a lo bueno, a lo sin mancha, a lo llano. En una palabra, a lo perfecto. Por eso, el adjetivo, y define de una vez por todas la figura de este castellano de Cazorla, y nieto de Arias Gómez de Silva. Todos ellos hidalgos de sangre limpia, procedentes de Portugal (con los apellidos Silva y Tenorio, tan abundantes en Galicia y Lusitania, lo demuestran). Era don Juan de Silva «hombre delgado e alto de cuerpo, e bien compuesto en la proporción de sus miembros; la cara la tenía larga y honesta, la nariz un poco luenga, tenía la lengua seseosa». Por esta descripción se ve el tipo de hombre que era el Conde de Cifuentes: el típico idealista para el que la verdad, la fidelidad y la rectitud están por encima de todo. Pulgar corrobora esta impresión diciendo de él que era «hombre muy agudo e muy discreto, e inclinado a justicia». Era hombre alto de cuerpo. Y yo diría que también era hombre alto de alma. Porque ocurre que hay un mundo distinto al que nosotros vemos: distinto al que se nos mete por los ojos cuando vamos por la calle. Yo creo que convendrá ejecutarse un poco en este ejercicio de distinguir los hombres y las mujeres altos de los bajos.

Unos llevan muy arriba, otros se quedan muy abajo. Y ¿qué entendemos por hombre alto? Lo siguiente: «Hombre claro, sin ninguna encubierta e realmente, pospuesta toda afeción e odio, decía con muy buena gracia su parecer en las cosas, e no dejaba de decir aquello que otros por gratificar, por no indignar, callaban». «Gran celador del bien común. Contradecía a los que procurando sus intereses particulares ofendían al bien general». Es una altura ésta ajena por completo a lo biología, a la gimnasia y a la alimentación. Pero que necesita de todas maneras una gimnasia y un entrenamiento constante. Una alimentación insoslayable de buenos sentimientos y de pensamientos nobles y rectos. Hombre claro, igual a hombre alto. Altura y claridad. Ausencia de velos, de tapujos, de turbiedades. Ningún impedimento para crecer. Claridad y altura. He aquí una buena meta. Una meta que hemos traído hoy aquí gracias al recuerdo de un hombre tan ligado a la Alcarria como fue don Juan de Silva, Conde de Cifuentes.

Hoy hemos visto un retrato moral. La semana que viene daremos un vistazo a otro aspecto de su vida y personalidad.

II

Desde los primeros años de su vida, don Juan de Silva, el futuro conde de Cifuentes, fue puesto en el servicio del rey Juan II de Castilla. Lo que en aquella Corte ocurría no era para que las personas jóvenes tomaran ejemplo. Sobre todo, los diarios altercados entre el rey Juan y su hijo, el príncipe Enrique, siempre, alentados por consejeros deshonestos y personas deseosas de triunfar a costa de todas las infidelidades, eran espectáculos deplorables. Sin embargo, don Juan de Silva era de madera diferente: impermeable a la bajeza, su ánimo se educaba en la lealtad y en el buen sentido.

Estas prendas morales, «vista la autoridad de su persona y la limpieza de su vivir», le llevaron a ser nombrado miembro del Consejo del Rey don Juan, a pesar de su mal gobierno en todos los aspectos, aún conservaba la buena cualidad de rodearse de personas inteligentes y sanas. ¡Claro que había entre ellos desalmados! Pero a esos no les llamaba el rey: venían a la Corte como las moscas a la miel.

Para reforzar más la buena fama de castellano noble de don Juan de Silva Hernando del Pulgar, en su libro «Claros Varones de Castilla», nos relata la siguiente anécdota: al terminar en 1418, el Concilio de Constanza, y con él el Cisma de Occidente, el nuevo, Papa Martín V convocó un nuevo Concilio, esta vez en la ciudad de Basilea, con objeto de la reforma de las costumbres y de algunas disposiciones eclesiásticas. Comenzó este Concilio de Basilea en 1431, y se vio a poco complicado con un nuevo Cisma entre Eugenio IV, sucesor en Roma de Martín V y Félix V nombrado por los obispos conciliares. A este Concilio, que no sirvió para otra cosa que caldear los ánimos y aumentar la confusión enviaron emisarios todos los monarcas europeos de la época. Decidió el rey de Castilla enviar a don Juan de Silva. En una de las ceremonias, vio este cómo el representante del rey de Inglaterra ocupaba un puesto que, a juicio del castellano, no le correspondía sino a él, con lo cual, ni corto ni perezoso, se fue hacia el inglés «e él se puso en él. Esto escandalizó a todos los que allí estaban, y mientras querían detener al nuestro, se preguntaban alarmados que cómo era posible que un caballero castellano se tomase la justicia por su mano contra un inglés, sin aguardar que fuese proclamado su derecho. A lo que don Juan de Silva, desbordando su espíritu noble, pero arrebatado, contestó: «Digos, presidente, que cuando padesce defecto la razón, no deben faltar manos al corazón». Y dice Hernando del Pulgar, que «con su gran osadía, junto con su buena razón, fue guardada la preeminencia del rey y la honra del reino, e fué amansado aquél escándalo». Ya se ve que al caballero Silva no le sobraban pelos en la lengua ni en las manos.

Llegado de nuevo a la Corte de Castilla, vio con pena cómo seguían las disputas entre el rey y su hijo. Don Juan de Silva, obrando con gran prudencia, procuró aconsejar al príncipe Enrique que obedeciera a su padre, y éste, que no fuera rígido con su hijo. Entendió el rey que tan bien se portaba su vasallo, que «conoscidos sus leales servicios e trabajos, le fizo merced de las villas de Cifuentes de Montemayor, e de otros logares e bienes e rentas».

Pero no sólo esto. Tan equitativo y neutral fue el comportamiento de Silva (tan raro en aquéllos tiempos) que al morir el rey Juan II, su hijo, ya rey de Castilla, como Enrique IV, le dio el título de Conde de la Villa de Cifuentes. Siempre fue claro y grande el conde de Cifuentes. Nos dice Pulgar, como remate de su magnífica pintura, que «como vemos por esperencia que los hombres vanos e incapaces cuando les acaesce haber oficios e riquezas temporales, se alteran, e quiriéndose mostrar magnánimos, fazen cosas fuera de lo que su medida requiera, puédese bien creer que así asentó es este caballero el nuevo estado e dignidad, e tan poca alteración fizo en su persona la abundancia de los bienes, como si de sus abuelos por grande antigüedad los hubiera herido». ¡Cómo del más viejo y recóndito papelajo salen ejemplos para admirar! Sí. Porque es éste un buen ejemplo para todos esos que se enriquecen de golpe y que, queriendo demostrar su poderío económico, hacen ridiculeces y cosas fuera de lugar.

Al fin, el buen caballero muere. Pocas palabras para una cosa tan sencilla. «Dexados mayorazgos de asaz rentas a dos fijos, murió conosciendo a Dios en edad de sesenta e cinco años».

Liberación del Teatro

 

Publicado en Nueva Alcarria el 6 Abril 1969

Reciente está todavía la celebración de la VII Jornada del Día Mundial del Teatro el pasado 27 de marzo, a la que se ha querido revestir de una popularidad que todavía, por desgracia, no tiene. El teatro, con ser el espectáculo ancestral y remoto de la Humanidad, no ha llegado a la gente. ¿O será que la gente no ha llegado al teatro? Más me inclino a creer que esto último es lo cierto.

Yo quisiera ante todo, deshacer mal­entendidos. Eliminar conceptos que, no por viejos, dejan de ser menos falsos. Y establecer, de una vez por todas, el verdadero significado de la palabra. Porque el teatro es algo muy sencillo, muy simple. El teatro es «algo que pasa».

Durante más de veinticinco siglos, el teatro ha acompañado a la evolución civilizadora de la Humanidad. Esto es ya muy importante. Y sin embargo, a lo largo de este periodo tan dilatado, el teatro ha sido ahogado continuamente por fuerzas que le impedían su normal, su auténtico crecimiento. En ciertas ocasiones ha intentado su liberación, pero siempre carente de las necesarias fuerzas, ha sucumbido una y otra vez. El teatro actual, el impropiamente llamado «teatro del absurdo» es el último intento para darle su vida propia, independientemente; pero, a pesar de sus extrañas teorías, tampoco lo consigue. Porque, hora ya es de decirlo, el teatro ha sido y es, una víctima de la literatura, la cual le ha maniatado de tal forma, que nunca ha podido llegar a cumplir su verdadera misión.

Yo quisiera desde aquí, reivindicar para el teatro ese titulo de arte independiente que le corresponde Y decir, que así como la música consiste en combinar sonidos diferentes, hasta alcanzar una vida propia, indiscutible; así como la literatura tiene por objeto agrupar palabras que expresen sentimientos, historias o pensamientos, el teatro debe ser, única y exclusivamente, la combinación de imágenes que lleguen a expresar una idea, una historia, un hecho cualquiera imposible de manifestar por otros medios.

Porque, hoy en día, ¿qué añade la representación en un escenario al texto impreso de una obra teatral? Aparte de la voz, la fisonomía, el movimiento y los colores del vestido de los actores que la interpretan, nada. Y todo esto, tan fácil de subsanar por la imaginación del que lee unas páginas impresas. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia existe entre el Hamlet que leemos en un libro, y el que vemos sobre las tablas? Si nos cuenta otra persona el argumento de una obra teatral, «nos la ha deshecho,». Igual que si nos cuenta el argumento de una novela. En última instancia sólo nos quedan palabras. Este es un signo inequívoco de esa dependencia que el teatro tiene con respecto a la literatura; signo demostrativo de que forma parte de ella. Sin embargo, si alguien intenta relatarnos el quinto concierto Para piano de Beethoven, ¿conseguirá hacérnoslo comprender? Nunca. La música es el arte que necesita la presencia del espectador, cosa que no le ocu­rre a la literatura.

El teatro es en un principio, «algo que pasa». Y además, «alguien que ve eso que pasa». Es necesario el espectador No es suficiente con ser escuchado, leído o conocido por el relato de otra persona. El teatro sólo existe para mi cuando lo veo. Personalmente. Por otra parte, el teatro necesita movimiento. Algo que primero está en un sitio y luego en otro. ¿Un, hombre un ladrillo, unas ninfas, unos papeles? Algo que se mueva, que baile ante nosotros, que nos diga que tiene capacidad de enviar mensajes («Algo que pasa»). Lo esencial es escuchar la, voz del hombre ver cómo sus vértebras cervicales se mueven. Comprender que un ladrillo ha sido construido de algo que no era ladrillo. Oír las canciones de las niñas, y ver cómo los colores de sus vestidos entran por nuestros ojos. Ver volar papeles, estallar papeles, llenar las paredes y los estanques de papeles. Es necesario que todo eso pase ante nosotros. Decía Ortega y Gasset en el «Espectador»: «Salimos de casa para escapar de ella, y el teatro nos defrauda presentándonos de nuevo nuestra casa en el escenario». Nuestra Casa y nuestros problemas deben hundirse en el vacío. Nosotros vamos al teatro a «sorprendernos». A ver algo nunca visto. A ver lo “más difícil todavía”. Eso que nunca hubiéramos imaginado capaz de existir. Todo en movimiento, llenó de color, sorprendente, que Primero no es, luego es, y otra vez no es. Que aparece y desaparece. El teatro ha de ser como el «supercirco» que siempre cuando niños, cuando mayores, en lo más profundo de nosotros, hemos deseado ver, oír, sentir que nos sube y nos envuelve. ¿Utopía? No, necesariamente. Futuro eso es. Y por fin, teatro auténtico, independiente, feliz.

Los artículos de periódie0, los libros de ensayo, junto con las poesías, las novelas y esas obras de pseudo‑teatro arcaico que, a pesar de nuestros esfuerzos, siempre rodarán por los escenarios, serán los encargados de ponernos en contacto con las cosas serías importantes de este mundo angustioso que está ya a punto de ahogarnos Yo, por mi parte, doy esta solución para el que quiera salvarse. El teatro es “algo sorprendente que pasa ante alguien todavía capaz de sorprenderse”.