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agosto, 1968:

La suciedad atmosférica

 

Publicado en Nueva Alcarria el 24 Agosto 1968

El futuro proceso de industrialización de Guadalajara, va a plantear en nuestra ciudad un problema que actualmente ya preocupa, con aires de pesadilla, a todas las grandes ciudades del mundo, y de una forma muy especial a Madrid, donde la situación se ha hecho grave debido a su inesperada aparición: me estoy refiriendo a la llamada polución atmosférica o suciedad del aire.

Como reza el refrán, «mejor es prevenir que curar». En nuestras manos está el que, aun con lo relativo de todo lo humano, Guadalajara se vea libre de este problema en el futuro que todos esperamos. Vayan estas líneas, pues, como un aviso, y al mismo tiempo, como un breve inventario donde el lector encuentre, extractado todo lo que se puede saber sobre el problema, para poder hablar de él con cierta base. Hay que considerar: las fuentes de producción de la suciedad atmosférica; los riesgos que corre la salud pública, y, por fin, los factores a tener en cuenta en la prevención de este mal.

1º Tres son las causas principales de la polución atmosférica: las calefacciones domésticas e industriales, los residuos de las industrias y los gases producidos por los camiones, coches, motos, etc. El peligro de las calefacciones estriba en la combustión imperfecta de sus productos, con la consiguiente producción de sustancias peligrosas, en lugar del anhídrido carbónico y agua, inofensivos, que en circunstancias normales son el producto final de toda combustión. Así pues, de las calefacciones mal regaladas resultan grandes cantidades de anhídrido sulfuroso, que al combinarse en la atmósfera con otros productos, entre ellos el agua resulta el ácido sulfúrico, nombre que por sí solo inspira pánico, y del que todo el mundo ha oído hablar como de un potente veneno que es. También de las calefacciones resultan sustancias que no han sido quemadas, o sólo, lo han sido incompletamente, residuos pesados de la combustión y el benzopireno. Por lo que respecta a los residuos que las fábricas arrojan por sus chimeneas, ni que decir, tiene que pueden ser variadísimos, y, todos de una gran toxicidad: vapores de arsénico, de flúor, de azufre y mil más. Los tubos de escape de los automóviles, en especial los de los motores Diesel mal ­regulados, arrojan al aire diariamente, en las grandes ciudades, inmensas cantidades de sustancias, nocivas, entre ellas, y como más importante de reseñar, los «hidrocarburos aromáticos policíclicos que no han sufrido la combustión», entre los que figuran los benzopirenos. Atención, mucha atención a este nombre, que es, ni más ni menos, el de «un asesino que anda suelto».

Según recientes estadísticas, Londres es la ciudad que mayor abundancia de benzopireno tiene en su atmósfera. Y esto, que lo saben muy bien los londinenses, es lo que hace que cada año, y a pesar de las tendenciosas recomendaciones de su Gobierno para que no vengan a España se nos presentan más y más ingleses en nuestro país, con el único objeto de respirar olor a mar y a pinos, en vez de ese dichoso benzopireno que les persigue en la City a diario.

El invierno es, por varias razones, mucho más peligroso que el verano en cuanto a la mayor saturación de venenos en la atmósfera: por una parte, el funcionamiento de las calefacciones exclusivamente en la estación invernal. Por otra, el mayor peso del aire frío, que aplasta la atmósfera y sus venenos contra el suelo.

2º Los riegos que corre el ciudadano sometido al influjo de estos gases son, como se comprende, inmensos. Nos fijaremos exclusivamente en esos «hidrocarburos policíclicos» y más concretamente en el benzopireno. Este asesino volante, invisible, traidor, pero de una existencia innegable, produce el cáncer de pulmón y colabora en la producción del cáncer de piel. Experiencias con animales así lo han demostrado. Por otra parte, las estadísticas nos demuestran que la mortalidad por cáncer de pulmón es justamente el doble en las ciudades de más de un millón de habitantes que en las de menos de 20.000.

3º Por fin, ¿qué hacer ante este acuciante problema? Las medidas son bastante sencillas. Únicamente se requiere «vista de futuro». El primer paso a dar es el de alejar las fuentes de emisión de tóxicos de las zonas habitadas. Si la ciudad se separa de la fábrica, como se está haciendo en Guadalajara, estupendo. Y si entre la ciudad y la zona industrial se coloca un bosque o un enorme jardín, para que filtre el aire sin más complicaciones, todavía mejor. En este aspecto, podemos estar contentos. Guadalajara va por el buen camino de la preocupación. Esperemos que no se tuerza. Un último paso es el de la reducción de las sustancias que las fuentes de origen arrojan al aire. Esto se hace sencillamente poniendo aparatos a, las calefacciones, industrias y automóviles con objeto de que consuman totalmente en sus motores, todas las sustancias que de otra forma irían a parar al aire, y, al fin, a nuestros indefen­sos pulmones.

Doctore Antonio ab Aguilera, yunquerano autore

 Publicado en Nueva Alcarria el 8 Agosto 1968

Así, como el que no da importancia a la cosa, en este latín de «quiero y no puedo», firmaba, Antonio de Aguilera su «Enchiridion de Medicina» en 1571. Este hombre era un buen hombre. Aunque nada nos digan en su favor o en su contra, cuando se carece de más datos, suponemos lo bueno, que es, lo más sano. Así, pues, aquí llega Antonio de Aguilera, doctor en medicina, escritor… y de Yunquera. Vamos a ayudarle a darse una vueltecita por los atareados ojos del siglo XX.

Nació Antonio en 1531 (o quizás un poco antes) en España reinando el emperador Carlos I. A la orilla del Henares. Todo nos hace suponer que de una familia campesina, ni muy pobre, ni muy rica; más o menos como ahora. Yunquera no puede quejarse de sed y los yunqueranos menos. Agua había, y el agua, ya se sabe, es dinero.

Pero aquél, pueblo, el pueblo grande que siempre ha sido Yunquera se le quedó muy pronto estrecho a nuestro amigo. Y un buen día (besos, palmaditas) se vino a la capital, a Guadalajara, emporio por aquél entonces de arte, de cultura y de nobleza. Y aquí se hizo el muchacho boticario. No era mal empleo en aquellos días el de administrador de hierbas y polvos medicinales. Seguramente un par de años, quizás menos, junto a algún maestro, le dio la experiencia precisa, única profesión y ganarse honradamente condición entonces, para ejercer la el pan de cada día.

Muy pronto le debió, de sobrar este pan, hasta el punto de creerse capaz de compartirlo con otra persona. Y, ni corto ni perezoso, va y se casa. Catalina Mártir se llamaba la elegida, y mucho la debía de querer cuando a los 20 años con que contaba el mozo, la hizo su esposa. Fue una mañana de primavera, en la iglesia de Santa María de la Fuente la Mayor. Luego, lo que pasa: que el 19 de marzo de 1552, viene al mundo Isabel. Antonio se remueve inquieto ¿qué pasa? Nada, que ya son tres bocas. «De todas formas habrá pan para todos» piensa mientras bautizan a su hija en la misma iglesia donde se había casado el año anterior. Pero Catalina Mártir ha debido de adquirir algo de complejo con su segundo nombrecito, y no le gustan demasiado las vecinas. Las encuentra demasiado ordinarias. Ella, al fin y al cabo, es la esposa de un boticario. Es verano. Hace calor en Guadalajara Isabelita llora, y ni Catalina ni Antonio pueden dormir. Cada uno piensa por su cuenta. Antonio se ve rodeado de bocas, ve crecer las bocas, bocas pequeñas, llorosas a su alrededor, y se pone a sudar. Días de duda. Al fin, se decide.

Antonio va a Alcalá de Henares. Allí sigue los estudios de Medicina con los más grandes maestros de la época. Y por fin, día feliz, inolvidable, el 22 de abril de 1555, a, los 24 años obtiene su título de doctor en Medicina. Un caballo, Henares arriba, volando. Catalina y Antonio. Pocos meses después, el 1 de noviembre, la cuarta boca, la de María . Pero las cosas no le deben ir muy bien en 

Guadalajara y, después de otro acontecimiento feliz, esta vez el 26 de febrero de1558, a cargo de la tercera niña, Antonio de Aguilera establece en Atienza como «físico del Conde de Cifuentes, alcaide, de la inexpugnable fortaleza de Atienza». Al amparo y protección de aquél señor, nuestro amigo Antonio, físico, como por entonces se llamaba a los médicos, y escritor, había completado su vida. Tenía, la tranquilidad de la remota villa serrana, el amor de los suyos (de las suyas, mejor dicho), la estima del Conde, y el tiempo suficiente para escribir. Esto era lo que a él le hacía sentirse un hombre importante. Más que curarle las quemaduras del sol y los dolores de tripas al Conde, el ver como, en el plazo de dos años, salían de la imprenta sus dos obras: «Exposición sobre las, preparaciones de Mesué, compuesta por el doctor Antonio de Aguilera, natural de la villa de Yunquera. Impreso en Alcalá en 1569», que se conserva en la Biblioteca. Nacional, y la «Praecarae, rudimentorum Medicina libri octo qui corum quidem, pro vera Medicorum fortuna consequenda, nunc primura Enchiridion natum dicuntur. Docvtore Antonio ab, Aguilera. Yunquerano autore. Compluti, Anno MDLXXI» que Se encuentra en la Biblioteca de la Facultad de Medicina de Madrid. Manget, Torres Amat. Hernández Morejón y otros historiadores de la medicina fundándose en lo que dice, Nicolás Antonio, lo atribuyen un libro titulado “De varia curandi ratione” del que actualmente no queda ni rastro. La primera obra, que se la dedica a don Fernando, de Sylua (Silva), conde de Cifuentes y alférez mayor de Castilla, es un libro claro y sin erudición. Hoy nos hacen sonreír sus teorías esos cuatro medios: cocción, lación, infusión y trituración, que había para preparar las medicinas. Dentro del estilo de su época, lo escribe en forma de diálogo entre un Apolo y el boticario Curio, y lo da en lengua romance por ruego de algunos amigos boticarios, teniendo en cuenta “la grande falta y necesidad de la latinidad que en los boticarios al presente por la mayor parte hay». En la segunda obra no fue tan complaciente, y la estampó en latín (si bien es verdad que Cicerón hubiera sufrido un fuerte ataque, no sé si de ira o de risa, al leerla).

Después, nada. Antonio de Aguilera se pierde en la nada de los siglos con su mujer y sus hijas, sus libros,  sus pequeños viajes por la Alcarria y su serena (estoy seguro que la tenía) y amable ­sonrisa.

Lo inolvidable

 

Publicado en Nueva Alcarria el 3 Agosto 1968

Hay en el mundo muchas cosas que existen un instante y ya no existen. Cosas que pasan. Que viven. Cosas que se alejan. ¿Pero… mueren? Una sonrisa de niño dura un instante. Otro instante después ya no hay sonrisa. Un noble deseo brota del alma enardecida. Poco más tarde sólo existe el viento en esa alma. La música. Y los buenos sentimientos. Y una puesta de Sol incomparable. Y tantas cosas… ¿qué será de ellas?, Son cosas que valen un momento, que solamente durante unos instantes tienen vida, Y son eternas. Porque lo noble, lo bueno, lo auténtico de un momento se prolonga al infinito como la luz de una estrella.

Hay en el mundo muchas cosas que un momento no existen y luego ya existen para siempre. Cosas que aparecen. Que nos sorprenden en nuestro camino. Cosas de las que caemos en la cuenta. Cosas irrenunciables, válidas, qué existen y existirán por mucho que nos opongamos. Las cataratas del Niágara. Un árbol. Una alfombra de colores. Una campana… Cosas con las que hemos de contar irremediablemente.

Y así es como se hace nuestra vida y nuestro mundo: de sonrisas que son y ya no son. De árboles que no son y ya son para siempre. Gotas de agua que al caer sobre la roca hacen ruido, pero irremediablemente se evaporan, desapareciendo. Pero también gotas de agua que al caer y caer sobre la roca, la horadan, dejando en ella un agujero eterno.

Hay en Atienza una de estas cosas. Paseando, un día de invierno por las afueras, por las pedregosas laderas donde hace siglos estuviera situado el mejor barrio del pueblo, me encontré con ella. Y era una iglesia. Es una iglesia., La de Santa María del Rey. Y era un cementerio. Es un cementerio. Lugar donde descansaron, descansan y descansarán los hombres y las mujeres que se han cansado de serlo.

Paseaba, como digo, y me encontré con esto. Una alta torre. La iglesia. Y una tapia. Miré sobre ella: las tumbas, las cruces, los nombres. Y el silencio. Todo ello era algo que de pronto se me aparecía. Algo que brotaba de las entrañas de la tierra y del tiempo. (Pacto diabólico hecho para volver loco, al hombre que piensa.). De las entrañas del tiempo y de la tierra. Brotando lentamente, hasta quedar frente a mí, definitivo.

Tiempo: Por lo menos desde el año, 1112 está donde está la iglesia de Santa María del Rey. Una inscripción así lo confirma. Lo cual quiere decir tiempo, tiempo y tiempo. Siglos, en una palabra. Lo del cementerio es muy posterior; reciente. Pero todo se conjuga para dar la sensación de al­ma aparecida.

Tierra: Piedras blancas, piedras grises, piedras cárdenas. Lisas y gastadas. Cosas bien hechas. Junto a la torre, la puerta que fue principal entrada, está hoy tapiada. Denota modificaciones intensas, cambios sin gusto. El arco que fue de medio punto, ha quedado reducido a una mueca. Pero aún se sorprende en dicha puerta unos capiteles bien labrados y unas inscripciones misteriosas: en, árabe y en latín pone allí lo que pone. Sólo los eruditos han logrado descifrar algunas palabras. En árabe, un misterioso «la permanencia es de Dios». Y en cristiano, según la traducción de Serrano y Sanz, el nombre de Alfonso el Batallador, rey que fue de Aragón, casado con Urraca de Castilla, y el mencionado año de 1112. Posteriormente se le añadió una nueva entrada. Es la que hoy causa más admiración entre los que visitan la iglesia de Santa María. En ella hay más de cien figuras labradas en piedra, representando a ese variopinto y luciférico mundo del románico atencino: dragones, aldeanos, cab­alleros y ángeles, apóstoles, monjes… la vista se pierde entre ellos y la admiración se nos escapa del cuerpo y vaga entre las piedras talladas de las archivoltas. Y por fin, delante de esta puerta el camposanto. El amasijo de lo fugaz y lo eterno. El misterio de la vida, muy cerca de su desvelo.

Pero la vista que nunca se olvida es la que ante nuestros ojos aparece desde lo alto del castillo. Con imitación de águila o azor miramos. Da escalofríos. Pero es inolvidable. Allá abajo está en su frío aterido, en su silencio sepultada, la cosa con calor de generaciones, de manos y de suspiros. La cosa que clama noche y día su larga, su multiplicada historia de tiempos, de tierras y seres humanos.

Ahí abajo está. La Castilla que a todos los rincones llega, a fuerza de no salir jamás del suyo. La gota, las gotas de agua. Las canciones que los hombres cantaron; las sonrisas que las mujeres lanzaron al viento. Y que hoy son silencio. Y que hoy, y a pesar de todo, siguen existiendo, vagando, de nebulosa en nebulosa. O plasmadas en el agujero de una roca. En agujero de roca que es la iglesia de Santa María del Rey de Atienza. Es necesario llegar hasta aquí, hasta los muros del castillo atencino, hasta las paredes de Santa y ponerse a pensar. Es necesario, aquí, en este lugar, llegar a la conclusión de que el ser humano, por cantar cuando se acuerda de Dios, por sonreír cuando ama a Dios, es eterno. Que las unciones que canta, las piedras que labra, las sonrisas que esparce, y los buenos deseos que alberga en su alma, son, a primera vista,, viento que pasa, pero que, irrenunciablemente, domina el Universo. Aquí, en Atienza, hacer, pensar, meditar estas cosas, es necesario. E inolvidable.