Teoría de Palazuelos

viernes, 12 julio 1968 0 Por Herrera Casado

El castillo de Palazuelos en 1968

Publicado en Nueva Alcarria 12 julio 1968 

Hablar aquí de Palazuelos no es descubrirlo. Todos los buenos conocedores de la provincia, todos los auténticamente enamorados de sus pueblos lo descubrieron muchos años antes que yo. Por su proximidad a Sigüenza, cinco kilómetros tan sólo. Por su encanto peculiar, que ha corrido de boca en boca. Por tantas cosas como se han dicho de él, y que a mi me llevaron a visitarlo recientemente. Y es por esto, porque soy el último en llegar, no sólo a Palazuelos, sino, a todos los pueblos de la provincia, que puede parecer excesivo que yo me ponga a escribir y comentar sobré los pueblos a los que llego con el único, con el exclusivo afán de sosegar mi espíritu. Me diréis entonces, amigos míos, que lo mejor que puedo hacer es callarme. ¡Con cuánta razón lo diréis! Porque para hablar sobre el paisaje, sobre la historia sobre el arte y las costumbres de nuestros pueblos existen, no multitud, pero sí una buena selección de hombres y mujeres que saben lo que se traen entre manos. Yo no se nada, amigos. Yo sólo cuento con un gran amor por mi tierra, con un irreprimible afán de darle a conocer a aquéllos que aún no se han decidido a salir en su busca. El publicar mis impresiones en estas páginas es para que a todos lleguen, y evitar el problema de ir uno por uno, charlando, con todos vosotros. Esta sería, si bien más larga, una tarea mucho más cordial y más querida para mí. Perdonad pues, que, aún siendo el último en llegar, en es­cribir, en conocer los pueblos de Guadalajara, aparezca mi firma en letra impresa.

Palazuelos es, como os decía, un lugar cercano a Sigüenza. Un lugar, sin hipérbole de ninguna clase, único. En España muy pocos lugares se le pueden comparar. Palazuelos sería en este caso, el hermano menor de Ávila, de Lugo. Pero Palazuelos posee su latido.

Desde la distancia, el caserío de Palazuelos aparece confundido con las tierras y los olivares que le rodean. Como un gran camaleón de piedra y arena, su color pardorojizo, grisáceo, azul difumina su existir entre las nubes, los olivos y las piedras de Castilla. Son su cuerpo y su alma, fundidos, a la perfección­. Según nos vamos acercando, la mole de piedra cobra realidad y se independiza de la tierra. A la orilla de la carretera, las ovejas merinas, en su pobre carnaval de hierba y sencillo antifaz de cartón negro, viven ignorantes del grandioso suceso que descansa tan cerca.

A la caída de la tarde, cuando la ausencia del sol deshace contrates y aristas, todo queda fundido en una quietud inquietante.

No, no pasa nada. Se oyen, lejos, las voces de unos niños Una mujer oscura baja en silencio hacia la huerta. De la arboleda que rodea al pueblo sube un aroma de olor verde y azul pálido. Un aroma de agua y clorofila somnolienta. Dulzura.  Pero el pueblo de Palazuelos, atenazado por la mura­lla viejísima y ciclópea. Color de crema apolillada. Color de antigüedad Más de cuatrocientos años llevan esas piedras una sobre otra, cumpliendo su misión de defender una cosa que no va a ser atacada. Una muralla absurda. Una muralla férrea. Austeridad.

Nos adentramos por las callejas de PaIazuelos A la plaza se entra por la puerta de un enorme torreón. La plaza es grande, abierta al sol y al viento. La plaza es como él patio de una casa grande. Un camión viejo descansa. Unos chiquillos pelirrojos se suben a un carro y se tiran desde él al suelo, entre gritos. Caminamos por las calles de Palazuelos Son calles estrechas, que no necesitan asfalto ni baldosas: su suelo es la misma roca. Son calles estrechísimas, qua parecen querer ahogar al caminante. Tenemos una grata sorpresa al llegar frente a la iglesia. Su entrada se cobija por varias archivoltas semicirculares del más puro y a la vez más sencillo, estilo románico rural. Oculta por los tejados de las casas, la espadaña triangular de la iglesia, maciza y gris, pregona su vetustez multisecular. Una gran fuente. Otra puerta por donde se sale del amurallado recinto para bajar a la huerta. ¿Conocéis vosotros a alguna persona de gesto huraño, de carácter seco, serio y altivo, pero de las que es muy difícil separarse, porque, a pesar de ello, posee un aroma dulce de bondad y nostalgia? Palazuelos es la imagen labrada en piedra de esas personas. Seres cuya presencia duele y cuya ausencia arranca lágrimas. Seres queridos. De la misma manera a Palazuelos hiriente es difícil abandonar sin un mínimo gesto de tristeza sin una última mirada deseosa de quedar allí, entre sus murallas carcomidas, para siempre.

Hubiera querido hablaros de la torre‑castillo que sus señores los Mendoza‑de la Cerda, duques de Pastrana, construyeron a un costado del pueblo, independiente de él, para una mejor defensa propia. Hubiera querido también poner algunas líneas sobre esta peculiar concepción del urbanismo que en tan escasas, villas se encuentra. Pero falta el espacio y creo que, para el que acuda a visitar este Palazuelos árido y dulce a un tiempo, le servirá como buen tema de meditación y comentario. Yo sólo quiero suscitar lugares que vosotros visitéis; invitaros a que un momento soñéis las antiguas edades y captéis su poesía. Yo, que soy el último en llegar á todos los lugares, no quiero, ni pue­do aspirar a más.