Un castillo hay en Pioz

sábado, 2 marzo 1968 0 Por Herrera Casado

 

Publicado en Nueva Alcarria el 2 de marzo de 1968

A veinte kilómetros de Guadalajara se encuentra la villa de Pioz, conocida de pocos. Y allí, a veinte minutos de coche después de misa de once en cualquier domingo, está un retazo de historia alcarreña esperando que el visitante sueñe a la vista de los muros de su castillo.

Pioz, asentado en la inmensa llanura de la Alcarria, es un pueblo pequeño y campesino. Cerca, en una insospechada depresión del llano, el Tajuña corre sigilosa, tenazmente, el valle.

Pero el interés primordial que para el amante del pasado supone Pioz, es su castillo, gris y señorial, hoy todavía bastante bien conservado

Cuatro ingentes torreones, intactos, unidos por unas inmensas cortinas, forman el magnífico bloque de sillería que constituía la fábrica central del edificio. Rodeando a éste, otra muralla, más baja, coronando la fortísima escarpa de hormigón y piedra. Y en derredor de todo, el foso que, en sus buenos tiempos, hacía inexpugnable al castillo. Para entrar a él existía un puente levadizo, al cual evoca hoy la entrada principal, protegida por dos pequeños torreones, y el estribo al otro lado del foso. Esta entrada está orientada a Mediodía, Al Norte, una escalerita, en sus tiempos secreta, conduce desde la muralla exterior, por un postigo, a lo hondo del foso. Tal vez fuera ésta proyectada como salida de emergencia.

En el centro del edificio central, un inmenso patio ocupa hoy el lugar de la residencia señorial. Las hierbas silvestres crecen a sus anchas, donde antaño pisaran damas de alcurnia y nobles caballeros.

Pero, si se va a él con el sano espíritu del soñador, queda garantizado un buen rato de remembranzas.

Por lo que respecta a la historia del castillo, poco interesante hay que señalar. Más bien habría de ser calificado de «castillo frustrado» y su vida como de un auténtico fracaso. Porque un castillo está construido para ser testigo y protagonista de grandes hazañas guerreras, o de trascendentales duelos a sus puertas, que constituyen su vida. En la del de Pioz, nada de esto ha habido Jamás una batalla  importante ha estremecido sus muros. Y una muerte lenta, debida a los elementos atmosféricos, a las termitas, y a los aldeanos que se llevan sus piedras para, con ellas construir sus rústicas viviendas, es una auténtica desdicha que el castillo, si hablara, relataría con pena. Esa historia vacía, anodina, es lo que pone un punto de tristeza en la contemplación del castillo de Pioz.

La villa de Pioz fue regalada, junto con otras como Atanzón, Los Yélamos, etc., por el rey Juan II a su fiel poeta el marqués de Santillana, del que la heredó su hijo el Cardenal Mendoza. Tal vez fue durante la posesión de la villa por éste cuando comenzó a edificarse el castillo. Años más tarde, el Cardenal cambió estas villa­s por la de Maqueda, a Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario de Estado de Juan II y Enrique IV, que en aquellos momentos se encontraba en situación bastante apurada. Este Gómez de Ciudad Real, a tenor de los alborotados tiempos que corrían (último tercio del siglo XV) construyó para residencia campestre una fortaleza con todas las de la ley, dejándola acabada hacia el año 1475. En la familia de los Gómez de Ciudad Real permaneció hasta el 1619, en que, pasó a los de la Cerda, emparentados también con los duques de Medinaceli.

Los Gómez de Ciudad Real, entre los que destaca Alvar Gómez, tercer señor de Pioz y nieto del constructor del castillo, que casó con doña Brianda de Mendoza, y que sobresalió en la España renacentista como inspiradísimo poeta, tuvieron el castillo como finca de recreo y estación para sus partidas de caza, ya que, habitualmente, residían en Guadalajara.

Todos aquellos señores pasaron bajo el dintel de sus puertas, y es la única gloria (¡tan pequeña para un castillo que bien se precie!) que le cabe al de Pioz. Hoy está en su ruina, digna y achacosa, esperando a los amigos de la historia a que le visiten cualquier mañana de domingo, después de misa de once.