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marzo, 1968:

Ángel Blanco, azul y ardiente

Miguel Angel Asturias, Premio Nobel de Literatura

Publicado en Nueva Alcarria, 8 marzo 1968

Hacía años que un tal Miguel Ángel Asturias volaba sobre el Atlántico. Que se consumía, sobre las tierras ardientes del quetzal, sobre el silencio de la planicie, volando. Que, ángel delgado, inconcebible, albo ‑como los ángeles, olvidado de la noche‑ decía una palabra, sólo una, con el placer casi pagano dé ver su muerte su agotadora marcha hacia la nube ‑nube, por demás, angélica que en siempre blanco vaho amordazaba. Yo, dormido. Hacia años… yo, dormido. Hacía años que el ángel… Dormido. El ángel en silencio.

Pausa. Como el rayo, pero pausa. Súbita.

“… ¡Alumbra, lumbre, de alumbre, Luzbel de piedralumbre!»‘

Y el trueno. Por las montañas. Un ángel., que, de blanco, cambia en azul su cuerpo de suspiros. La lluvia estalla. Una palabra arcangélica viene rodando. Estalla. Todo es azul. El vuelo que se acaba. Estalla. Blanco, y luego azul. (Algo, desde luego, pasa.) «¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra lumbre de alumbre, sobre la podrodumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbre, alumbra, lumbre de alumbre…. alumbre…, alumbre, lumbre de alumbre… alumbra, a lumbre…!” Y Miguel Ángel Asturias me estalla. Algo, que­ entra de la mano del olor de pino sin saber cómo, sin saber la causa. Algo que, calladamente, indica recta interminable, amarilla, blanca de maíz y trigo, Miguel Ángel Asturias me invade. Miguel Ángel Asturias, mitad selva, mitad Castilla, se sube por mis paredes. Ya voy manchado de azul.

“… ¿Quién está trasteando la guitarra?… Quiebrahuesitos, en el diccionario oscuro».

Quiebrahuesitos en el subterráneo oscuro cantará la canción del ingeniero agrónomo… Frías de filo en la hojarasca… Por todos los poros de la Tierra, ala cuadrangular, surge una carcajada interminable, endemoniada… Ríen, escupen, ¿qué hacen?

Las paredes de mi casa están azules. Y el retrato del señor presidente cuelga de todos los ángulos. Como una pesadilla, el viejo barrio colonial sueña con nubes. La radio repite sin cesar que hay que atrapar al loco furioso ‑al loco que mira fijamente-

Y el ángel desciende Y aquí en la Tierra, se cambia el hilo casi adivinado por la risa (el señor presidente viste de negro de los pies a la cabeza.) ya deja el ángel su disfraz blanquísimo e infranqueable. Las ruedas del carro no contestan mis preguntas. Hace frío. Las luces están de más en el amanecer del día. Y el día, el nuevo día, saluda al águila y regala frijoles para los pobrecitos.

Miguel Ángel Asturias ha entrado en mi casa Se sienta, en el sillón querido. No habla. Le veo, despacio, y sé que no es  un ángel.

Miguel Ángel  Asturias  posea su mirada triste por, todas las cosas. Va a decir algo… ¡Silencio! Y de su gesto con las manos surgen palabras que lo arrollan todo. El sentimiento al fondo, bullendo; llorando la pena india (¿por qué será que cuando los indios ríen, parecen estar llorando?). Por fuera, las  hermosas sílabas unidas, diciendo calor, dolor, color, sinsabor y miles de lenguas más por dentro do la tierra, y el sonido de las campanas, inconfundible…

Además, la fusta canta su canción ­de sangre. De sangre caliente que subleva. Camila va y viene. Camila va ‑  “… Es misa cantada… No es un gallo; es un relámpago de celuloide en la boca de un botellón rodeado de soldaditos… Relámpagos de la pastelería de la «Rosa Blanca», Por Santa Rosa… Espuma de cerveza del gallo por el gallito… Por el gallito…”  – Camila viene –“Pero las serpientes estudiaron el caso. Si el azar no los hubiera juntado, ¿serían dichosos?…»‑. Camila agoniza eterna, infinitamente.

(En voz baja: Leed “El señor Presidente” de Miguel Ángel Asturias, Premio Nóbel de Literatura 1967- Es una novela magistral. Y es, además, y aunque parezca extraño, una obra de arte)

Un castillo hay en Pioz

 

Publicado en Nueva Alcarria el 2 de marzo de 1968

A veinte kilómetros de Guadalajara se encuentra la villa de Pioz, conocida de pocos. Y allí, a veinte minutos de coche después de misa de once en cualquier domingo, está un retazo de historia alcarreña esperando que el visitante sueñe a la vista de los muros de su castillo.

Pioz, asentado en la inmensa llanura de la Alcarria, es un pueblo pequeño y campesino. Cerca, en una insospechada depresión del llano, el Tajuña corre sigilosa, tenazmente, el valle.

Pero el interés primordial que para el amante del pasado supone Pioz, es su castillo, gris y señorial, hoy todavía bastante bien conservado

Cuatro ingentes torreones, intactos, unidos por unas inmensas cortinas, forman el magnífico bloque de sillería que constituía la fábrica central del edificio. Rodeando a éste, otra muralla, más baja, coronando la fortísima escarpa de hormigón y piedra. Y en derredor de todo, el foso que, en sus buenos tiempos, hacía inexpugnable al castillo. Para entrar a él existía un puente levadizo, al cual evoca hoy la entrada principal, protegida por dos pequeños torreones, y el estribo al otro lado del foso. Esta entrada está orientada a Mediodía, Al Norte, una escalerita, en sus tiempos secreta, conduce desde la muralla exterior, por un postigo, a lo hondo del foso. Tal vez fuera ésta proyectada como salida de emergencia.

En el centro del edificio central, un inmenso patio ocupa hoy el lugar de la residencia señorial. Las hierbas silvestres crecen a sus anchas, donde antaño pisaran damas de alcurnia y nobles caballeros.

Pero, si se va a él con el sano espíritu del soñador, queda garantizado un buen rato de remembranzas.

Por lo que respecta a la historia del castillo, poco interesante hay que señalar. Más bien habría de ser calificado de «castillo frustrado» y su vida como de un auténtico fracaso. Porque un castillo está construido para ser testigo y protagonista de grandes hazañas guerreras, o de trascendentales duelos a sus puertas, que constituyen su vida. En la del de Pioz, nada de esto ha habido Jamás una batalla  importante ha estremecido sus muros. Y una muerte lenta, debida a los elementos atmosféricos, a las termitas, y a los aldeanos que se llevan sus piedras para, con ellas construir sus rústicas viviendas, es una auténtica desdicha que el castillo, si hablara, relataría con pena. Esa historia vacía, anodina, es lo que pone un punto de tristeza en la contemplación del castillo de Pioz.

La villa de Pioz fue regalada, junto con otras como Atanzón, Los Yélamos, etc., por el rey Juan II a su fiel poeta el marqués de Santillana, del que la heredó su hijo el Cardenal Mendoza. Tal vez fue durante la posesión de la villa por éste cuando comenzó a edificarse el castillo. Años más tarde, el Cardenal cambió estas villa­s por la de Maqueda, a Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario de Estado de Juan II y Enrique IV, que en aquellos momentos se encontraba en situación bastante apurada. Este Gómez de Ciudad Real, a tenor de los alborotados tiempos que corrían (último tercio del siglo XV) construyó para residencia campestre una fortaleza con todas las de la ley, dejándola acabada hacia el año 1475. En la familia de los Gómez de Ciudad Real permaneció hasta el 1619, en que, pasó a los de la Cerda, emparentados también con los duques de Medinaceli.

Los Gómez de Ciudad Real, entre los que destaca Alvar Gómez, tercer señor de Pioz y nieto del constructor del castillo, que casó con doña Brianda de Mendoza, y que sobresalió en la España renacentista como inspiradísimo poeta, tuvieron el castillo como finca de recreo y estación para sus partidas de caza, ya que, habitualmente, residían en Guadalajara.

Todos aquellos señores pasaron bajo el dintel de sus puertas, y es la única gloria (¡tan pequeña para un castillo que bien se precie!) que le cabe al de Pioz. Hoy está en su ruina, digna y achacosa, esperando a los amigos de la historia a que le visiten cualquier mañana de domingo, después de misa de once.